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jueves, 23 de febrero de 2012

►En qué consiste la educación del niño según Marcelino Champagnat


Traducción: Hno. Aníbal Cañón Presa
Edición: Hno. José Diez Villacorta

Consejos, lecciones, máximas y enseñanzas de San Marcelino Champagnat donde explica en lo que consiste la educación del niño.


CAPÍTULO XXXV

EN QUÉ CONSISTE LA EDUCACIÓN DEL NIÑO

Con la fundación de su instituto, el padre Champagnat no se proponía solamente dar instrucción primaria a los niños, ni siquiera enseñarles sólo las verdades de la religión, sino además darles buena educación. «Si tan sólo se tratase afirmaba de enseñar la ciencia profana a los niños, no harían falta los hermanos; bastarían los maestros para esa labor. Si sólo pretendiéramos darles instrucción religiosa, nos limitaríamos a ser simples catequistas reuniéndolos una hora diaria para hacerles recitar la doctrina. Pero nuestra meta es muy superior: queremos educarlos, es decir, darles a conocer sus deberes, enseñarles a cumplirlos, infundirles espíritu, sentimientos y hábitos religiosos, y hacerles adquirir las virtudes de un caballero cristiano. No lo podemos conseguir sin ser pedagogos, sin vivir con los niños, sin que ellos estén mucho tiempo con nosotros».
Pero, ¿en qué consiste la educación del niño?
¿En cuidar de él, proveer a sus necesidades para no dejarle carecer de nada referente al vestido y alimento? No.

¿Es enseñarle a leer y escribir, comunicarle los conocimientos que va a necesitar más adelante para administrar sus negocios? No. La educación es labor más excelsa.

¿Es enseñarle un oficio y ponerle en condiciones de ejercer una profesión? No. No se confundan educación y aprendizaje.

¿Es conseguir que sea fino, cortés, y adquiera distinción para el trato con la gente? No. Todo eso es bueno y necesario para el niño, pero no es propiamente la educación, sino tan sólo su envoltura, lo menos importante.

Proveer de esos bienes al niño, procurarle todas esas ventajas, es educarlo en cuanto al cuerpo, no precisamente en cuanto al alma; es enseñarle a vivir temporalmente, no para la eternidad; es formarlo para la tierra y el mundo, no para Dios, su único fin, ni para el cielo, su destino y su patria verdadera.

Dios creó al hombre en la inocencia y santidad. Si Adán no se hubiera rebelado contra el Creador, no habría viciado su naturaleza y sus descendientes no habrían necesitado educación: tendrían, al nacer, toda la perfección que correspondía a su ser, o al menos la habrían alcanzado de por sí conforme hubieran ido desarrollándose sus facultades. Pero, debido a la caída original, el hombre nace con el germen de todos los vicios, igual que con el de todas las virtudes: es un lirio, pero crece entre espinas; es una vid que necesita poda; es el campo en el que el padre de familia echó buena simiente, pero en el que el enemigo sembró la cizaña. 

Educar al niño será, pues:

I. Darle sólidos principios religiosos.
Enseñarle cuál es el fin del hombre, la necesidad de la salvación, las postrimerías (muerte, juicio, infierno o gloria), lo que es el pecado, los mandamientos de Dios y de la Iglesia, la vida de nuestro Señor Jesucristo, sus misterios, virtudes y pasión; todo lo que hizo por la salvación del hombre, los sacramentos que instituyó, la redención copiosa que nos trajo, lo que hemos de hacer para que se nos apliquen sus méritos, para llevar con dignidad el título de hijos de Dios y merecer la gloria eterna a la que estamos destinados y que Jesús ha ido a prepararnos.

II. Enderezar sus tendencias torcidas.
Corregirle vicios y defectos: orgullo, indocilidad, doblez, egoísmo, gula, grosería, ingratitud, desenfreno, robo, pereza, etc. Ahora bien, todos esos vicios y otros semejantes han de ser ahogados en germen: hay que matar el gusano antes de que llegue a ser víbora, y remediar una indisposición antes de que degenere en dolencia mortal. Cuando asoma un defecto en un niño, basta una reprensión blanda, un castigo ligero para remediar el mal y ahogar el germen nocivo; pero si lo dejáis crecer, se convertirá en hábito que no lograréis corregir por más que os empeñéis en ello. Los defectos y vicios incipientes a los que no se da importancia y, con tal pretexto, se dejan de reprimir, «son dice Tertuliano gérmenes de pecados que presagian una vida criminal» Las espinas, cuando empiezan a brotar, no pican; las víboras, al nacer, no tienen veneno; sin embargo, con el tiempo, las puntas de las espinas se vuelven duras y afiladas como puñales; y las víboras, conforme van envejeciendo, se hacen más ponzoñosas. Sucede igual con los vicios y defectos de los muchachos: si se les deja crecer y medrar, se convierten en pasiones tiránicas y hábitos criminales que oponen resistencia invencible a cualquier intento de corrección.

III. Moldearle el corazón.
Desarrollar sus buenas disposiciones y depositar en él las semillas de todas las virtudes; afanarse en hacerlo dócil, humilde, compasivo, lleno de caridad y agradecimiento, manso, paciente, generoso y constante; proporcionarle medios para la puesta en práctica de esas virtudes, para su desarrollo y perfección.
El corazón del niño es tierra virgen que recibe por vez primera la simiente. Si se prepara y cultiva bien ese corazón, si la semilla es buena, dará frutos abundantes y duraderos.

El hortelano experto cerca, injerta y rodriga el árbol mientras es tierno y flexible. El alfarero moldea el recipiente antes de que la arcilla endurezca. De igual modo, hay que formar al niño en la virtud cuando es joven, inocente y dócil, cuando su mente y corazón reciben con facilidad la impresión de los buenos principios. Comenzará por obrar bien, sólo porque se lo mandan; pero pronto, con el desarrollo de sus facultades, lo hará por amor y elección, de tal modo que se dará a la virtud no sólo sin dificultad, sino con gusto. «Una larga experiencia afirma san Pío V demuestra que los jóvenes formados en la virtud desde su tierna infancia, casi siempre llevan después vida cristiana, pura, ejemplar, y a veces llegan a una santidad eminente; mientras que los demás, cuyo cultivo en las virtudes se ha descuidado, viven carentes de virtud y encenagados en vicios y desórdenes que les llevan a la perdición».

IV. Formar la conciencia del niño.
Para ello es menester:

1. Darle sólida instrucción religiosa y convencerle bien de que siempre ha de regirse, no por las opiniones del mundo, sino por los principios de la ley de Dios, las motivaciones de la fe y los dictámenes de la conciencia.

2. Inspirarle sumo horror al pecado e inculcarle profundamente esta máxima: No existe mayor desgracia que el pecado, y el único bien verdadero es la virtud

3. Enseñarle que la virtud y el pecado proceden del corazón., que éste es el que consiente en el mal o promueve actos de virtud. Por consiguiente, que se han de vigilar los pensamientos, deseos e impulsos del corazón; que no basta ser hombre honrado, ni siquiera observar exteriormente la ley de Dios y serle fiel delante de los hombres, sino que se ha de amarla y observarla siempre en todas partes, y no hacer nunca nada contra la voz de la conciencia.

4. Inspirarle profundo amor a la verdad, extremada aversión a la mentira, y exhortarle con frecuencia a la total sinceridad e integridad de la confesión.

V. Formarlo en la piedad.
Es decir, darle a entender la necesidad imperiosa y las grandes ventajas de la oración; acostumbrarle, desde la más tierna infancia, a rezar con respeto, modestia, atención y recogimiento; familiarizarle con las prácticas de la piedad cristiana, para lograr que en los ejercicios religiosos y en la oración, halle su dicha y consuelo.

Nunca nos cansaremos de repetirlo: en lo referente a la educación, la piedad lo es todo; cuando se tiene la dicha de hacerla penetrar en el corazón del niño, hace brotar en él todas las virtudes y, a modo de incendio, consume a ojos vistas todos los vicios y defectos. Si lográis que el niño sea piadoso, que ore y que frecuente los sacramentos, si le inspiráis tierno amor a Jesús y entrañable devoción a la santísima Virgen, le hacéis bueno, dócil, cortés, animoso, diligente, manso, humilde y constante. Si lográis que sea piadoso, ya veréis cómo se vuelve abierto de carácter, franco, amable, servicial. Si lográis que sea piadoso, conforme vaya aumentando su amor a Dios, sus defectos se irán esfumando, se disiparán y derretirán, como se derrite y desaparece la nieve con los rayos de un sol abrasador. Inyectad, pues, una fuerte dosis de piedad en el corazón del niño y veréis cómo hace brotar en él todas las virtudes que deseáis hacerle adquirir, y cómo ha de matar todos los vicios y defectos cuya destrucción os habíais propuesto.

VI. Conseguir que se encariñe con la virtud y la religión.
Para que el niño ame la religión y se apegue a la misma por convicción y deber de conciencia, es necesario que entienda bien estas cuatro verdades:
1.a La religión es la gracia más valiosa que Dios ha otorgado al hombre.

2.a Cada uno de los mandamientos de la ley de Dios es un auténtico beneficio y una fuente de felicidad para el hombre, aun desde el punto de vista material.

3.a La religión no se opone en nosotros sino a nuestros enemigos, a saber: el demonio, el pecado, los vicios y pasiones perversas que nos degradan y envilecen, que son causa de todos nuestros males.

4.a Solamente la virtud hace feliz al hombre, aun aquí abajo. Deber y dicha corren parejas y son inseparables. Verdad de fe es que la alegría, los consuelos y la felicidad son la herencia del hombre virtuoso, como es cierto también que los remordimientos, la angustia y la tribulación acosan por doquier al hombre que obra mal y se entrega a los vicios..

VII. Robustecer la voluntad del niño y acostumbrarle a obedecer.
El más funesto azote de nuestro siglo es la independencia: todo el mundo quiere obrar a su antojo y se cree más capacitado para mandar que para obedecer. Los hijos se niegan a obedecer a los padres, los súbditos se rebelan contra los monarcas; la mayor parte de los cristianos desprecian las leyes de Dios y de la Iglesia; en una palabra, la insubordinación reina en todas partes. Se presta, pues, un excelente servicio a la religión, a la Iglesia, a la sociedad, a la familia, y especialmente al niño, doblegando su voluntad y enseñándole a obedecer.
Pero, ¿cómo se le inculca la obediencia? Es preciso:

1. No mandarle ni prohibirle nada que no sea conforme a justicia y razón; no prescribirle nunca nada que provoque la rebelión en su mente o tenga visos de injusticia, tiranía o tan sólo capricho. Tales mandatos no consiguen sino turbar el juicio del muchacho, inspirarle profundo desprecio y aversión al maestro, y pertinaz repulsa de cuanto le manden.

2. Evitar el mandar o prohibir demasiadas cosas a la vez, ya que la multiplicidad de las prohibiciones o mandatos provoca la confusión y el desaliento en el corazón del niño y le hace olvidar parte de lo mandado. Por lo demás, la coacción no es necesaria ni da otro resultado que desanimar y sembrar el mal espíritu.

3. No mandar nunca cosas demasiado difíciles o imposibles de llevar a cabo, pues las exigencias inmoderadas irritan a los niños y los tornan testarudos y rebeldes.

4. Exigir la ejecución exacta e íntegra de lo que se ha mandado. Dar órdenes, encargar deberes escolares, imponer penitencias y no exigir que se ejecuten, es hacer al niño indócil, echarle a perder la voluntad y acostumbrarle a que no haga caso alguno de los mandatos o prohibiciones que recibe.

5. Establecer en la escuela una disciplina vigorosa y exigir a los alumnos entera sumisión al reglamento. Esa disciplina es el medio más adecuado para robustecer la voluntad del niño y darle energías; para hacerle adquirir el hábito de la obediencia y de la santa violencia que cada uno ha de ejercer sobre sí mismo para ser fiel a la gracia, luchar contra las malas pasiones y practicar la virtud. Semejante disciplina ejercita constantemente la voluntad con los sacrificios que impone a cada momento. Obliga al niño a cortar la disipación, guardar silencio, recoger los sentidos, prestar atención a las explicaciones del maestro, cuidar la postura y los modales, reprimir la impaciencia, ser puntual, estudiar las lecciones y hacer las tareas; ser reverente con el maestro, obsequioso y servicial con los condiscípulos; doblegar y acomodar el temple a mil cosas que le contrarían. Ahora bien, ese ingente número de actos de obediencia, esa larga serie de triunfos que el niño alcanza sobre sí mismo y sus defectos, son el mejor método de formación de la voluntad, la manera mejor de robustecerla y darle flexibilidad y constancia.

VIII. Formarle el juicio.
De todas las facultades del niño, es la que más importa proteger, formar y desarrollar. En efecto, ¿qué puede hacer un hombre carente de razón, sin discernimiento práctico, sin tiento ni experiencia del trato social? Nada.
Incapaz de adquirir virtudes cristianas y sociales, no vale ni para los negocios del mundo ni para la vida espiritual. Para ser virtuoso o espabilado, hay que ser hombre. Pero, ¿dónde está el hombre, si no tiene juicio? El buen criterio es indudablemente un don natural que nadie puede prestar a quien no lo ha recibido. Pero admite grados e, igual que las demás facultades del alma, puede crecer y desarrollarse más y más. Por consiguiente, es de suma importancia desarrollar dicha facultad en el niño y ponerle en condiciones de continuar desenvolviendo y perfeccionando él mismo ese discernimiento.
Para ello se necesita:

1. Hacerle adquirir el hábito de pensar antes de hablar y dar su opinión sobre cualquier cosa. El error mental procede siempre de una estimación y habitual manera de ver incompleta; lo que más expone a contraer dicha enfermedad intelectual es el juicio precipitado, ya que no se puede ver sino superficialmente Io que se mira de prisa y corriendo.

2. Repetidle a menudo la célebre máxima de san Agustín: «La reflexión es el principio de todo bien». Acostumbradle a pautar la conducta y el juicio según los grandes principios de la moral cristiana, verdadera luz de la mente, antorcha de la razón y fuente de la sabiduría.

3. Adiestradle, en las instrucciones que le dais, a discernir el punto básico, el objeto principal de una pregunta, de un relato, de una lección cualquiera, y no le dejéis divagar ni perderse en detalles nimios.

4. Obligadle a recapacitar con frecuencia sobre los detalles de su conducta, señalándole en qué ha faltado al buen criterio y tino, y cómo dejó lo principal por lo secundario, lo sólido por lo brillante, los principios fundamentales por criterios discutibles o erróneos.

5. Ocupadle en estudios y trabajos que exijan reflexión; adiestradle en combinar ideas, saber unirlas, sacar consecuencias de un principio y prestar atención a todo.

6. No os canséis de repetirle que la razón, la prudencia y la virtud son tres cosas inseparables que se hallan siempre en el fiel de la balanza, no en los extremos; por consiguiente, que la razón y el buen criterio excluyen cualquier exageración, cualquier perfección quimérica, todo lo que es desorbitado.

7. Preservad la inocencia del niño y ejercitadlo en la virtud, pues las pasiones ciegan la mente y alteran el juicio.

IX. Dar temple y pulido al carácter del muchacho.
Un carácter ideal es un don insigne de Dios, es un tesoro y una fuente de felicidad para toda una familia.

Al revés, tener mal carácter es una desgracia para quien nace con él y para quienes con tal persona han de vivir. Es causa de discordia y puede ser un verdadero azote para una familia entera. Pero, a Dios gracias, el carácter se puede modificar, corregir y mejorar. Sí, aun el peor genio, con una buena educación, puede reformarse.

Para llevar a buen término esa difícil tarea, el maestro debe:

1. Estudiar el carácter del niño, sus aficiones, defectos, aptitudes y propensiones. Si no, ¿cómo va a conocer lo que en él se ha de reformar? ¿Cómo va a trabajar en el cultivo, desarrollo y perfección de sus buenas cualidades?

2. Dejar al niño cierta libertad respetuosa, pues si se le reprime demasiado, no habrá modo de conocer sus defectos y corregírselos.

3. Combatir sin tregua el egoísmo, la rudeza, el orgullo, la insolencia, la grosería, la vidriosidad y otros defectos parecidos que echan a perder el carácter, siembran por doquier el desorden, y arruinan la paz y la caridad fraterna.

4. Poner empeño en lograr que el niño sea cortés, servicial, obsequioso, agradecido, y en acostumbrarle a los buenos modales para con todo el mundo, singularmente con sus padres, maestros y cuantos tengan autoridad sobre él.

X. Ejercer vigilancia continua sobre el niño.
Es decir, rodearle de cuidados para preservarle del vicio, apartarle de las malas compañías, ejemplos perniciosos y cualquier contagio maligno; protegerle contra todo lo que pueda representar un peligro para su inocencia, comprometer su virtud o echarle a perder su buen juicio infundiéndole principios erróneos.

XI. Inculcarle amor al trabajo.
Hacerle adquirir hábitos de orden y limpieza; darle a entender que sólo en la honradez, el trabajo y el ahorro puede hallarse la fuente de la prosperidad, el desahogo y la riqueza.

XII. Darle la instrucción y conocimientos que pidan su condición y estado.
Lograr que se encariñe con dicha posición social, sea la que fuere, y enseñarle cómo podrá mejorarla, vivir feliz, gozar de honra y santificarse en ella.

XIII. Mirar por la salud corporal del niño.
Apartarle de influencias nocivas, conservar la integridad de sus miembros y llevarlos al mayor desarrollo posible; en suma, preservarle de cualquier accidente y de cuanto pueda alterar su constitución física o comprometer la integridad de sus órganos.

XIV. Finalmente, educar al niño es proporcionarle todos los medios para adquirir la perfección de su ser.
Es hacer de ese niño un hombre cabal. Y, ya que el hombre tiene el privilegio de poder progresar siempre para llegar a ser perfecto, como es perfecto su Padre celestial, el maestro ha de lograr que el muchacho no salga de la escuela sin estar convencido de que ha de proseguir por sí mismo esa educación mediante el estudio, la reforma personal, la lucha contra las malas inclinaciones, la corrección de los defectos y el empeño en llegar a ser cada vez mejor cristiano.

Tal es el fin de la educación y el nobilísimo ministerio que se confía al maestro de la juventud. Es la obra más santa y sublime, ya que es prolongación de la obra divina en lo que ésta tiene de más noble y excelso, la santificación de las almas.

Es la obra más santa, pues su objeto es formar santos y elegidos para el cielo. Es también la más difícil y la que pide más entrega; le costó a Jesucristo su sangre y vida; y el maestro no puede cooperar con él y ayudarle a salvar almas, si no es con el sacrificio y la inmolación propia. De cuanto precede se deduce claramente que enseñar a los niños la lectura y escritura, la gramática, la aritmética, la historia, la geografía, o incluso lograr que sepan de memoria el catecismo, no es realmente educarlos. El maestro cuya labor no pase de ahí, no cumple todo su deber con los alumnos. Le falta lo más importante, que es darles educación, es decir, formarlos en la virtud, corregir sus defectos, infundirles amor a la religión y acostumbrarlos a practicarla. En una palabra, hacer de ellos cristianos piadosos, cumplidores de sus deberes.

El padre de Sócrates era estatuario. Un día mostró al hijo un bloque de mármol y le dijo: «Hay un hombre encerrado en ese molón. Voy a hacerlo salir a martillazos». Cuando os traen un niño aún ignorante, rudo, sin educación, que no conoce más vida que la de los sentidos, podéis decir con más razón que el padre de Sócrates: Hay en él un hombre, un buen padre de familia, un caballero cristiano, un discípulo de Jesucristo, un santo elegido para el cielo, y voy a hacer que se manifieste: voy a enseñarle sus obligaciones y destino; voy a reformarlo, transformarlo y convertirlo en lo que puede y debe llegar a ser.

Le cuesta al niño llegar al uso de razón y discernimiento, que no alcanza normalmente sin el roce y comunicación con personas dotadas igualmente de esos dones: necesita, pues, el concurso de otros hombres para lograr la integridad y perfección de sus facultades. Pero necesita ese concurso mucho más para formarse en la práctica del bien y prepararse a recibir los principios de la fe, las gracias y virtudes que necesita para llegar a su destino eterno.

El hombre es el gran instrumento de Dios para educar al hombre y, lo que es mucho más importante, para salvarlo. Esta gloriosa misión resulta siempre difícil y a menudo es dolorosa, sangrienta, pues nadie salva a otros sin entregarse y, a veces, inmolarse por ellos. Para Dios, es un ministerio tan glorioso, que quiso honrar con él a su Hijo: el Verbo se encarnó para ser maestro, dechado y salvador del hombre.
¡Qué gloria, la de un religioso educador, asociado a semejante misión!


Fuente: maristas.com.ar 

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