Texto íntegro de la catequesis de Juan Pablo II
CIUDAD DEL VATICANO, 27 oct (ZENIT).- «Amor preferencial por los pobres» ha sido el tema de la catequesis que ofreció hoy Juan Pablo II. La intervención del Papa tiene lugar en el contexto de este año dedicado por él mismo a la caridad, como último peldaño para la preparación de los cristianos al gran Jubileo del año 2000. Ofrecemos a continuación las palabras íntegras pronunciadas por el Papa.
1. El Concilio Vaticano II subraya una dimensión específica de la caridad que nos remonta a Cristo quien dejó el ejemplo de salir al encuentro en especial de los más pobres. Cristo fue enviado por el Padre a «evangelizar a los pobres y levantar a los oprimidos» (Lucas, 4,18), «para buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lucas, 19,10); de manera semejante la Iglesia abraza a todos los afligidos por la debilidad humana, más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en aliviar sus necesidades y pretende servir en ellos a Cristo (cf. «Lumen gentium», 8).
Profundicemos hoy en la enseñanza de la Sagrada Escritura sobre las motivaciones del amor preferencial a los pobres.
2. Ante todo, hay que observar que, del Antiguo al Nuevo Testamento, se da un progreso en la evaluación del pobre y de su situación. En el Antiguo Testamento, emerge con frecuencia la convicción humana, según la cual, la riqueza es mejor que la pobreza, y representa la justa recompensa reservada al hombre recto y temeroso de Dios: «¡Dichoso el hombre que teme al Señor, que en sus mandamientos mucho se complace! Hacienda y riquezas hay en su casa» (Salmo 112, 1,3). La pobreza es concebida como un castigo para quien rechaza la instrucción de la sabiduría (cf. Proverbios 13,18).
Pero desde otra perspectiva, el pobre se convierte en objeto de particular atención, en cuanto víctima de una injusticia perversa. Son famosas las invectivas de los profetas contra el abuso de los pobres. El profeta Amós (cf.. 2, 6-15) cita la opresión del pobre entre las acusaciones contra Israel: «Venden al justo por dinero y al pobre por un par de sandalias; pisan contra el polvo de la tierra la cabeza de los débiles, y el camino de los humildes tuercen». (Amós, 2, 6-7). La relación de la pobreza con la injusticia es subrayada también por Isaías: «¡Ay! los que decretan decretos inicuos, y los escribientes que escriben vejaciones, excluyendo del juicio a los débiles, atropellando el derecho de los míseros de mi pueblo, haciendo de las viudas su botín, y despojando a los huérfanos» (Isaías 10,1-2).
Esta relación explica también por qué son numerosas las normas para la defensa de los pobres y de los que son más débiles socialmente: «No vejarás a viuda ni a huérfano. Si le vejas y clama a mí, no dejaré de oír su clamor (Éxoco 22, 21-22; cf. Proverbios 22, 22-23; Sirácide 4,1-10). Defender al pobre es honrar a Dios, padre de los pobres. Por tanto, se justifica y recomienda la generosidad con ellos (cf. Deuteronomio 15, 1-11; 24, 10-15; Proverbios 14,21; 17,5).
Según se va profundizando, el tema de la pobreza asume un valor religioso. Dios habla de «sus» pobres (cf. Isaías, 49,13) que se identifican con el «Resto de Israel», pueblo humilde y pobre, según la expresión de Sofonías (cf. 3, 12). También se dice que el futuro Mesías se preocupará por los pobres y oprimidos, como se dice en Isaías, en el famoso texto que habla del vástago que germinará del tronco de Jesé: «Juzgará con justicia a los débiles, y sentenciará con rectitud a los pobres de la tierra» (Isaías 11,4).
3. Por este motivo, en el Nuevo Testamento se anuncia a los pobres el alegre mensaje de la liberación, como subraya el mismo Jesús aplicándose a sí mismo la profecía de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lucas 4, 18; cf. Isaías 61, 1-2).
Es necesario asumir la actitud interior del pobre para entrar en el «reino de los cielos» (cf. Mateo 5, 3; Lucas 6, 20). En la parábola del gran banquete, los pobres, junto a los lisiados, los ciegos, los cojos; en definitiva, las categorías que más sufren y las más marginadas, son invitadas a la cena (cf. Lucas 14,21). Santiago preguntará que Dios «¿Acaso no ha escogido Dios a los pobres según el mundo como ricos en la fe y herederos del Reino que prometió a los que le aman? (Santiago 2,5).
4. La pobreza «evangélica» implica siempre un gran amor por los pobres de este mundo. En este tercer año de preparación al gran Jubileo es necesario redescubrir a Dios como Padre providente que se inclina ante los sufrimientos humanos para reconfortar a quienes están afligidos por ellos. Nuestra caridad también tiene que traducirse en la capacidad para compartir y en promoción humana, entendida como crecimiento integral de cada persona.
El carácter radical del Evangelio ha llevado a muchos discípulos de Jesús, a través de la historia, a buscar la pobreza, hasta el punto de vender sus propios bienes y darlos en limosna. En este caso, la pobreza se convierte en una virtud que, además de aligerar la suerte del pobre, se transforma en camino espiritual, gracias al cual puede procurarse la verdadera riqueza, es decir, un tesoro inagotable en los cielos (cf. Lucas 12,32-34). La pobreza material no es nunca un fin en sí misma, sino un medio para seguir a Cristo, el cual, como recuerda Pablo a los Corintios, «siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza» (2 Corintios 8, 9).
5. Al hablar de este tema, no puedo dejar de destacar, una vez más, que los pobres constituyen el desafío moderno, sobre todo para los pueblos con una buena situación económica en nuestro planeta, en el que millones de personas viven en condiciones inhumanas y muchos mueren literalmente de hambre. No es posible anunciar a Dios Padre a estos hermanos sin el compromiso de colaborar, en nombre de Cristo, en la construcción de una sociedad más justa.
Desde siempre, y de manera particular con su magisterio social, desde la «Rerum novarum» hasta la «Centesimus annus», la Iglesia ha afrontado el tema de los más pobres. El gran Jubileo del 2000 tiene que ser vivido como una ulterior ocasión de fuerte conversión de los corazones para que el Espíritu suscite en esta dirección nuevos testigos. Los cristianos, junto a los hombres de buena voluntad, tendrán que contribuir a través de adecuados programas económicos y políticos para promover esas mutaciones estructurales tan necesarias para que la humanidad pueda alzarse de la plaga de la pobreza (cf. Centesimus annus, 57).
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