Traducción: Hno. Aníbal Cañón Presa
Edición: Hno. José Diez Villacorta
Consejos, lecciones, máximas y enseñanzas de San Marcelino Champagnat donde explica la necesidad de la educación.
CAPÍTULO XXXVI
NECESIDAD DE LA EDUCACIÓN
¿Quién pensáis ha de ser este niño? (Lc 1, 66). Es la pregunta que se hicieron unos a otros los parientes y vecinos de Zacarías e Isabel, cuando el nacimiento del santo Precursor; es el interrogante más natural, cuando ve la luz un nuevo ser humano.
Pues bien, el Espíritu Santo respondió ya a tal pregunta, al enseñar que la senda por la cual comenzó el joven a andar desde el principio, esa misma seguirá también cuando viejo (Pr 22, 6).
¿Qué creéis ha de ser ese niño? Lo que haga de él la educación, es decir: un caballero cristiano, si se le cría debidamente; un libertino, adversario de Dios y de la religión, perturbador del orden social, si, abandonado a sus antojos, se le deja sin educación.
«Diadema del niño es la educación», dice un proverbio árabe, para significar que de la educación depende el porvenir del muchacho, sus andanzas, todo lo bueno o malo que vaya a ser y a hacer en el mundo.
Ahora bien, la sociedad se remoza incesantemente con los muchachos que a ella afluyen desde las escuelas, igual que el océano se alimenta de los ríos que en él desembocan. Puede afirmarse, pues, que la educación es el blasón de la sociedad, el molde que le imprime un espíritu y unos principios.
Razón tenía el escritor antiguo que afirmó: «La educación lo es todo; ella es la que da el hombre; de ella procede la sociedad, la religión, el bien, el mal, como el río viene de la fuente y la encina de la bellota». Los mismos paganos habían comprendido tal verdad y Platón aseveraba: «La buena educación es fundamento de la sociedad y de los pueblos; la educación desde los más tiernos años es absolutamente necesaria para informar la vida entera; es el asunto más importante de que ha de ocuparse la república, y el deber primordial del magistrado de una ciudad es el mirar por los niños, desde la primera infancia, para que se les críe honrada y santamente».
De ahí el pertinaz empeño con el que, en todos los tiempos y lugares, los dos bandos, el del bien y el del mal, riñen la batalla por el imperio de la educación. El problema, aparentemente anodino, de saber quién se arrimará al muchacho para enseñarle a leer y escribir, el cálculo y demás asignaturas elementales, encierra en último análisis otra cuestión de soberana trascendencia, el triunfo del bien o del mal: el niño pertenecerá toda la vida a éste o al otro bando, es decir, al primero que se adueñe de su corazón. Si una gran mayoría de niños se educa cristianamente, no corre peligro el reino del bien; por el contrario, si esa masa de niños queda sin educación o la recibe mala, prevalecerá el reino del mal y la sociedad entera correrá a su ruina.
Unos cuantos símiles nos lo harán comprender mejor:
1. La educación es para el niño lo que el cultivo para el campo. Por muy bueno que éste sea, si se deja de arar, no da más que zarzas y abrojos. De igual modo, por muy buenas disposiciones que tenga un niño, por fértil que sea el terruño de su alma, si no se le educa, si no se cultiva ese campo, no dará virtudes: su vida será estéril para el bien o producirá sólo agarrones, obras muertas.
Así como el cultivo resulta indispensable al campo para extirpar las malas hierbas, zarzas y espinos que en él crecen, y disponer el terreno para producir buenas plantas, así también la educación es absolutamente necesaria para corregir los defectos incipientes del niño, enderezar sus malas inclinaciones y disponerle el alma para que dé frutos de virtud.
¿Qué es la vida de un hombre que no ha recibido educación, es decir, al que no se le ha inculcado piedad y virtud? Es un año sin primavera; el verano nada tendrá que madurar ni el otoño que cosechar en él; y el curso entero de esa vida será triste estación de invierno, en que todo se hiela, hasta el sol queda sin brillo, y la naturaleza permanece desnuda, yerta.
¿Cuál es el origen del desenfreno de las pasiones que amenazan con invadir la tierra? ¿De dónde procede la perversidad precoz de tantos jóvenes que son el azote de la sociedad? De la falta de educación o de una enseñanza sin principios religiosos.
¿Por qué pregunta san Bernardo hay tantos hombres de edad viciosos o carentes de virtud? Porque no recibieron educación o les enseñaron mal y, cuando eran mozos, no les enmendaron los vicios ni les dispusieron el corazón para la virtud».
2. La educación es para el niño lo que la poda para el árbol. La buena poda es la que da belleza al árbol y depara cantidad y calidad de frutos: cuanto más se cuida la planta, cuanto más se la poda y escamonda, tanto más abundante y exquisita da la fruta. Cualquier árbol que deje de podarse, sólo produce madera o, a lo sumo, redrojos. De igual modo, la educación es la que desarrolla las buenas disposiciones del niño y le prepara las facultades del alma para las más excelsas virtudes. Si la educación no reforma al niño, si no corrige y cercena cuanto hay en él de defectuoso, las pasiones que ya tiene en germen al nacer, crecerán con los años y ahogarán todas las buenas cualidades con que haya nacido, y no le dejarán sino vicios groseros para su propia vergüenza.
«Igual que la vid afirma san Antonino, el alma del hombre necesita la poda». Si se la deja crecer y se la abandona, la vid es la planta que más pronto se asilvestra. Al hombre le ocurre lo mismo: basta privarle del beneficio de la instrucción y educación cristiana, para ver cómo degenera y vuelve a caer en la barbarie y el desenfreno del paganismo.
3. Al arbolillo tierno se le pueden dar todas las formas que se deseen: se le doblega hacia cualquier parte, toma sin resistencia la dirección que se le impone y la conserva siempre; pero si, cuando es grueso y duro, se pretendiera enderezarlo, se quebraría. Es la imagen fiel del niño y de los buenos efectos que en él produce la educación. En la primera infancia no es difícil doblegar su voluntad rebelde: se le corrigen fácilmente las malas inclinaciones, se le reforman cómodamente todos los defectos de carácter; pero cuando es mayor, ya no hay manera de hacerle cambiar. Podad, pues, al niño; escamondadle en su temprana edad: es el modo certero e infalible de asegurarle una vida ubérrima en obras buenas y virtudes.
4. La educación es para el niño lo que un guía seguro para el viandante inexperto. Si a éste se le dirige bien, llega sin dificultad y felizmente al término del viaje. Pero si va por sendas descarriadas, acabará por dar en una sima, si no cae apuñalado por un asesino o despedazado por las fieras.
5. La vida es como un viaje, en el que depende todo de los primeros pasos: se puede tener la seguridad de un término feliz, cuando se ha tomado el camino recto; pero quien se desvíe de éste, apenas iniciada la marcha, se descarriará tanto más cuanto más ande.
«Los niños en decir de Gersón se hallan ante los dos ramales de una bifurcación y plenamente dispuestos a seguir el primero en que se les ponga. Es, pues, de suma importancia señalarles temprano el camino de la virtud y acostumbrarlos a andar por él, porque seguirán toda la vida la dirección que se les dé. Dos amos les invitan a seguirlos: Jesús y el demonio. Si se los conquista para Jesús y se les enseña a seguirle en el camino del cielo, toda la vida serán de Jesús y caminarán por las sendas de la virtud. Al revés, si se les deja emprender los derroteros del vicio y, sobre todo con el mal ejemplo y lecciones perversas, se les induce a seguir tal rumbo, se someterán al demonio y le seguirán hasta el infierno. Ved qué difícil resulta convertir a judíos, turcos, herejes o cismáticos. ¿Por qué tienen tal apego a su error? Porque lo han mamado con la leche; y la educación, como quien dice, les ha incrustado en la mente las falsas opiniones de sus padres. ¿Por qué siguen con tal constancia las desviadas trochas que les conducen al infierno? Porque emprendieron tal camino en la infancia, y no les dejan salir de esos carriles los principios que les inculcaron en la primera educación».
6. La educación es para el niño lo que el piloto para la nave. Un barco sin timonel va infaliblemente a estrellarse contra las rocas o acaba por irse a pique en pleno océano. El joven que estrena mundo sin educación cristiana que le inmunice contra los peligros que en él ha de hallar, es nave lanzada al océano sin piloto que la gobierne, sin brújula que le señale el rumbo: juguete de todos los vicios, combatido por todas las olas, irá a estrellarse contra toda clase de escollos hasta que se lo lleve la vorágine a lo más hondo del abismo. Hay que decirlo sin tapujos: la falta de educación o la mala educación son las que pueblan la tierra de criminales, la sociedad de anarquistas y el infierno de réprobos. Quien toma el camino del infierno ya en su tierna infancia, seguirá andando por él hasta llegar a tan espantosa morada.
7. La educación es para el niño lo que son para una casa los cimientos. Un edificio sin fundamento carece de estabilidad. Si la base es floja, si la construcción no se asienta sobre roca firme, la derribará el viento o se desplomará con las primeras lluvias que reblandezcan el suelo (cf. Mt 7, 2427). Los cimientos de la vida del hombre se echan en la infancia.
«En esa edad dice san Juan Crisóstomo el porvenir depende por completo de la educación recibida: durante la infancia es cuando el hombre se forma para el bien o para el mal, y adquiere hábitos que va a conservar toda la vida». La educación es la que le grabará en la mente los principios religiosos que siempre habrán de ser norma de su conducta; la educación ha de sembrar en su corazón el germen de las virtudes que le guiarán al puerto de la salvación y harán de él un cristiano cabal, un predestinado; la educación le dará los conocimientos propios de la posición social y el género de vida al que la Providencia le llame; la educación, en suma, ha de prepararle el buen éxito en todos los negocios que se le confíen. Si le falta la educación o, por cualquier motivo, no le proporciona esas ventajas, su vida carecerá de fundamento, estará viciada desde los principios y no le va a traer más que una larga serie de culpas y desgracias.
8. Para envenenar las aguas de un río, basta arrojar ponzoña en sus manantiales: desde éstos se propagará por todos los regueros. Para adueñarse de un reino, basta ocupar sus principales plazas fuertes: desde éstas puede uno franquearse con facilidad la entrada en todo el territorio. Así también, para viciar la vida entera de un niño, basta dejarle sin educación o inculcarle principios erróneos: esos principios comunicarán su malicia y veneno a todas las facultades del alma y echarán a perder todas las acciones y virtudes.
¿Qué puede esperarse de un niño abandonado a sus caprichos o mal criado, sino una vida de desórdenes y crímenes? Cuanto más adelante en la vida, tanto más se irá encenagando en el vicio, y llegará a hacerse insensible a cualquier consideración. Al principio, sólo pecará por debilidad; luego se entregará al mal apasionadamente, incluso ufano y satisfecho de sus desmanes. «Ha de adquirir dice san Ambrosio hábitos detestables que, al no hallar ya resistencia alguna, se robustecerán hasta hacerse invencibles. Decidle entonces que reforme sus inclinaciones perversas y cambie de vida. Os responderá: Soy demasiado mayor para cambiar; me he criado así y no puedo ya obrar de otra manera».
El vicio no enmendado refuerza la pasión; la pasión falsea el juicio; el juicio pervierte la voluntad, y la voluntad depravada se complace en la perversión; de todo lo cual se origina el mal hábito. Y una vez creado el mal hábito, éste engendra como una necesidad de vicio y pecado. Para dar a entender la fuerza y la desgracia de semejantes hábitos, la sagrada Escritura echa mano de unas expresiones enérgicas y pavorosas, que debieran hacer temblar a los jóvenes viciosos: Los huesos del impío están impregnados de los vicios de su mocedad, los cuales yacerán con él en el polvo del sepulcro (Jb 20,11). ¿Por qué? Porque han quedado insertos en su naturaleza, adheridos a su propio ser.
«Me han educado pésimamente, confesaba con frecuencia el zar Pedro el Grande, emperador de Rusia. Lejos de reprimir los desmanes de mi genio feroz, los adularon; me doy cuenta ahora y me avergüenzo de ello, mas la fuerza del hábito es tal, que no puedo domeñar mi humor colérico y bárbaro. ¡He logrado cambiar las costumbres de mis súbditos, pero no he podido mudar las mías!».
9. La educación es para el niño lo que el canal para el agua. «Como el agua dice san Jerónimo sigue el caz que se le ha preparado, así también el niño aún tierno da en la flor de Io que se le inculca, se deja guiar y sigue el carril en que se le pone».. Del Espíritu Santo es esta sentencia: La senda por la cual comenzó el joven a andar desde el principio, esa misma seguirá también cuando viejo (Pr 22, 6). Una experiencia secular ha confirmado ese proverbio y nadie puede menos de reconocer que, si con los años se le ha ido serenando la imaginación, consolidando el juicio, y ha acopiado conocimientos, sigue, no obstante, con las mismas aficiones y tendencias, con las primeras costumbres que había adquirido. De modo que, referente a vicios y virtudes, todos los hombres son, poco más o menos, lo que fueron en la juventud: cristianos o libertinos, sobrios o destemplados, castos o disolutos, conforme a la educación recibida. En lo concerniente a moralidad y conducta, se puede juzgar de lo que fue un hombre en la juventud, por lo que es actualmente; así como se puede vaticinar lo que un muchacho va a ser más adelante, por la conducta que observa al salir del centro escolar.
De los diecinueve reyes de Israel, no hay uno solo que no hubiera sido ya perverso en su juventud, y ninguno se volvió a Dios ni se convirtió antes de la muerte. En Judá hubo también diecinueve reyes desde Salomón hasta el cautiverio de Babilonia. Sólo hubo cinco buenos: Asa., Josafat, Joatán, Ezequías y Josias. Todos los demás fueron impíos. Pues bien, los buenos comenzaron a serlo en la juventud y continuaron siéndolo toda la vida. La mayor parte de los que fueron impíos, iniciaron su mala vida en la juventud y ya no cambiaron; tan cierta es la sentencia del Espíritu Santo: La senda por la cual comenzó el joven a andar desde el principio, esa misma seguirá también cuando viejo (Pr 22, 6).
10. Finalmente, la educación es para el niño lo que para la tierra es la semilla. En un campo no se cosecha sino Io que se ha sembrado: si la semilla es de trigo, se cosechará trigo; si es de cizaña, se recogerá cizaña. El corazón del niño es tierra virgen que recibe por vez primera la simiente. Si se prepara y cultiva bien ese corazón, si la semilla es buena, dará frutos abundantes y duraderos. «Lo que se aprende en la infancia dice san Ireneo va creciendo en la mente con los años y no se olvida nunca». Y san Ambrosio agrega: «Así como el arte de leer, cuando se ha. adquirido en la infancia, llega a ser tan natural que se ejercita sin el menor tropiezo y no se pierde nunca, de igual modo, cuando desde la infancia se ha imbuido uno de los preceptos divinos y los ha tomado por regla de conducta, toda la vida los seguirá guardando».
CONCLUSIÓN. Reconozcámoslo una vez más: la vida del niño depende por completo de su educación. Si ésta le falta o, a Io largo de ella, le inculcan malos principios, el niño será un vicioso y emprenderá la senda de la perdición desde el comienzo; y sus pasos, hechos a deslizarse por la pendiente del vicio, le lanzarán a todos los desmanes y le llevarán fatalmente a la muerte eterna. Por el contrario, la buena educación nunca deja de producir sus frutos, aun en los que temporalmente se apartan de los buenos principios que les inculcaron. Las verdades religiosas que llevan profundamente grabadas en el corazón, nunca se borrarán del todo. Por mucho que los vientos de las pasiones sacudan el árbol haciendo caer la fruta y desgajando incluso algunas ramas, el tronco despojado seguirá en pie con las raíces hundidas en la tierra y recibiendo savia nutricia que, llegado el momento providencial, hará que broten nuevas ramas y el árbol dé frutos abundantes. Las conversiones incesantes de que somos testigos, la vuelta a las buenas costumbres y a la práctica de la virtud, son ciertamente consecuencias beneficiosas de la educación cristiana, cosecha de la temprana siembra de la fe y la piedad en el corazón de los niños.
Dión tuvo la desgracia de que su hijo cayera en poder de Dionisio el Tirano. Este urdió contra su enemigo una venganza singular, tanto más cruel cuanto más anodina hubiera podido parecer. En vez de mandar que mataran al muchacho o le encerraran en horrible calabozo, decidió estragarle todas las buenas cualidades del alma. Con tal fin, le dejó sin educar, le abandonó a sus antojos y dio orden de que le toleraran todos los caprichos. El mozo, arrebatado por el torbellino de las pasiones, se entregó a todos los vicios. Cuando el tirano vio que ya había logrado lo que buscaba, se lo devolvió al padre. Lo encomendaron a pedagogos y maestros sabios y virtuosos, que nada omitieron para hacerle cambiar de conducta. Pero fue todo inútil: antes que enmendarse, se arrojó de lo más alto de la casa y se estrelló contra el suelo.
Fuente: maristas.com.ar