Mons. Héctor Aguer, arzobispo de la Plata y presidente de la Comisión Episcopal de Educación (San Juan, Argentina, 20 de julio de 2011)
Conferencia inaugural del Curso para educadores de niveles inicial y primario del Consudec pronunciada por Mons. Héctor Aguer, arzobispo de la Plata y presidente de la Comisión Episcopal de Educación (San Juan, 20 de julio de 2011)
Al retomar la serie de cursos para educadores de los niveles inicial y primario, interrumpida durante varios años, el Consejo Superior de Educación Católica convoca a estudiar, con rigor científico y con afecto de amor, a la luz de la fe cristiana, la formación de los niños en el complejo panorama social, cultural y religioso de la actualidad. Es una invitación a poner los ojos en la delicada realidad de la infancia.
Las determinaciones pedagógicas –y esto vale singularmente para las nuevas competencias, a las que se refiere el título del presente curso–dependen de una postura intelectual ante la realidad, de opciones metafísicas. Como en las ciencias sociales, también para la pedagogía y quizá con mayor razón para ella, la cuestión fundamental es de índole antropológica. La formación del hombre depende de la idea del hombre. En la visión general del proceso educativo, en sus bases teóricas y en la definición de cada una de sus etapas está implicada una concepción de la persona humana como unidad de estructura y funciones, autoconciencia, capacidad de conocimiento y donación de sentido, como unicidad insustituible, totalidad de significados y valores. Actualmente es oportuno señalar, de acuerdo a la definición clásica, que la persona se inscribe ontológicamente en una naturaleza; es necesario subrayar que hay una naturaleza de la persona y de sus actos, de la que se desprenden criterios objetivos de conducta y por tanto una orientación moral de la existencia (cf. Gaudium et spes, 51).
La identidad infantil
El horizonte teorético de la pedagogía comprende, además, elementos psicológicos y caracterológicos. Las etapas o edades de la vida son modos de una única identidad; cada una de ellas está en función de las otras y de la totalidad. Lo explicó con elocuencia Romano Guardini: el joven lleva dentro de sí una infancia vivida bien o mal; el adulto, el impulso del joven; el hombre maduro, la riqueza de las obras y de la experiencia del hombre adulto; el anciano, el patrimonio de la vida entera, la cual, a través de un largo camino, ha asumido la propia forma. Las etapas se suceden en el continuo flujo vital y en él la infancia determina el desarrollo sucesivo. Hoy sabemos, gracias a los hallazgos de la psicología profunda, que la vida infantil se inicia en el seno materno como existencia auténtica y que su desarrollo no es sólo fisiológico sino personal, aunque por entonces inconsciente. Allí comienza en realidad la educación como solicitud, cercanía afectiva, amor. Luego, desde el acto del nacimiento, todo se inscribe profundamente en la psiquis del niño, que debe habituarse a la existencia individual y mientras aprende a caminar, a comer solo, a hablar, por la mediación de sus padres va conociendo el mundo exterior y relacionándose con él. No hace falta insistir en la importancia decisiva de los roles respectivos, diversos y complementarios, del padre y de la madre, en la configuración de la personalidad del niño y en la afirmación de su identidad sexual. Quizá habría que aclarar: del padre varón y de la madre mujer, para distinguir así la realidad natural de la creación de la caricatura promovida por la pseudocultura progresista, e introducida en la funesta ley que alteró la esencia del matrimonio y la familia. También conocemos y lamentamos el influjo negativo de la pobreza extrema que afecta a tantas familias argentinas, con la consiguiente precariedad de la vivienda y el hacinamiento que empuja a los niños a enterarse prematuramente de la vida de los adultos, y otros males familiares y sociales que dañan la infancia imprimiendo en ella estigmas difíciles de superar.
Hasta hace algunos años el alumno llegaba a la escuela en gran medida modelado por la influencia de la familia. Con la obligatoriedad de anticipar cada vez más la escolarización –una medida discutible, cuyos frutos se podrán evaluar con el tiempo– la educación institucional debe armonizar su aporte con el papel de los padres y brindarles la ayuda necesaria para constituir con ellos una cierta comunidad educativa. La dimensión maternal que es constitutiva de la función del maestro según una tradicional analogía, cobra propiedad exacta cuando el niño inscrito en el nivel inicial es prácticamente un bebé. La competencia específica, la diligencia cuidadosa y el talante delicadamente espiritual deben ser entonces mayores. Pero más allá de estos primeros tramos, a lo largo de todo el proceso educativo, la escuela –muchas veces supliendo las carencias familiares– tiene que ayudar al niño para que llegue a ser lo que es en profundidad, para que logre dar lo mejor de sí. La tarea se carga de dificultades pero también se vuelve apasionante en el acompañamiento durante la crisis del crecimiento, característica de la adolescencia, y en esta edad toda ella en devenir, campo de múltiples contrastes. En la actualidad, el comprobado acortamiento de la infancia y el influjo prematuro de factores culturales y sociales perturbadores ponen a prueba la perspicacia, el aplomo y la paciencia del educador. Viene muy a propósito la advertencia, bien realista, de Gustave Thibon: El educador debe evitar un doble escollo: tratar al niño como si fuera ya un hombre y tratarlo como si nunca debiera llegar a serlo. Los resultados son semejantes en los dos casos: el fruto que tarda demasiado en madurar no vale más que el fruto agostado, y el adulto forzado, al igual que el niño que se demora indefinidamente siéndolo, no son jamás verdaderos hombres. No hay que forzar la evolución del niño, por cierto, pero hay que ayudarlo a desarrollarse. Y esta ayuda implica necesariamente un mínimo de imposición, de obligación (el original francés dice contrainte). La regla de oro es que la imposición corresponda, en cada fase de la evolución, al despertar de una necesidad real pero demasiado débil y oscura aún para traducirse espontáneamente en deseo. Este planteo, en el que resuena la sabiduría clásica, adquiere una nueva vigencia ante las discusiones contemporáneas sobre el valor de la autoridad y la necesidad de poner límites como recurso insoslayable de una verdadera educación.
Para conocer al alumno hace falta, como diría Giambattista Vico, un corazón que piense; se lo conoce, sobre todo, por connaturalidad y simpatía. Sin comunión afectiva no es posible adaptarse a la naturaleza concreta de cada chico para descubrir y cultivar las particularidades positivas que constituyen su carácter, para despertar lo mejor de su espontaneidad y acompañarlo en el desarrollo de su vida interior. Cito otra vez a Thibon: No olvidemos jamás que más allá de todas las palabras pronunciadas, de todas las recetas empleadas, se produce siempre entre nuestra alma y la del niño un “modus vivendi” espontáneo que es nuestra grande, nuestra única fuente de influencia. Una educación personalizada se acerca con respeto a la originalidad de cada uno para guiarlo en el discernimiento del ideal que se encuentra en germen entre sus sueños e ilusiones. Sin embargo, es preciso conservar una cierta distancia entre maestro y alumno; no pueden ser simplemente camaradas. Si la relación pudiera definirse como amistad, se trataría –según Aristóteles– de una amistad desigual; es preciso evitar una paridad que suprime todo misterio, descoloca la autoridad educativa y acaba neutralizándola.
El maestro ante el misterio de la infancia
El maestro cristiano encuentra en el Evangelio, en el ejemplo de Jesús, una fuente de inspiración para el ejercicio de su misión educativa. Los tres textos sinópticos de Mateo, Marcos y Lucas recogen episodios de la vida del Señor y sentencias suyas que muestran una actitud nueva ante los niños. En la antigüedad no se los tenía en cuenta; sólo se consideraba su potencialidad de hacerse adultos mediante la enseñanza y la obediencia. No se reconocía el valor propio del niño, la peculiaridad de la conciencia infantil. Los mismos apóstoles participaban de la mentalidad generalizada en su época y no comprendían que Jesús viera con agrado y recibiera a quienes le acercaban sus hijos pequeños para ser bendecidos; él los corrigió, y su réplica vale como exhortación para los cristianos de todos los tiempos: Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos (Mc. 10, 14). Habrá resultado más chocante, probablemente, que Jesús propusiera la actitud de los niños pequeños, paidía en el griego original, como modelo de un cierto retorno al estado de disponibilidad y apertura, de humildad y confianza, necesario para entrar al Reino. En ese contexto añade: el que recibe a uno de estos pequeños en mi nombre, me recibe a mí mismo (Mt. 18, 5). Este dicho encierra una profundidad admirable. El Señor descubre en el estado de infancia la emersión de una dimensión originaria, arquetípica, de lo humano: la orientación hacia la verdad, el bien, la belleza, la santidad, algo que a pesar de su fragilidad todavía no ha sido estropeado por la vida. Además, quien se preocupa por un niño está recibiendo al Niño por excelencia, al Hijo del Padre eterno que se hizo Hijo del hombre. Hay entonces algo grande y misterioso en la educación de los niños; desde la perspectiva evangélica se pone en juego en el acto pedagógico la relación del educador con Dios y la necesidad de hacerse él mismo como los niños para recibir el Reino y entrar en él. El aprecio y la custodia de esos bienes supraéticos revelados en la concepción evangélica de la infancia no impiden reconocer los defectos instintivos, las limitaciones del espíritu balbuciente, la inestabilidad de sentimientos, las borrosas fronteras entre el mundo real y el imaginario que asoman en esos años iniciales y que deben ser paulatinamente superados por el crecimiento y la educación.
Los tres evangelios antes citados registran la sentencia de Jesús sobre la gravedad del escándalo y la dura condena que destina a quien escandaliza a uno de estos pequeños que creen en mí (Mt. 18, 6). Escándalo equivale a trampa, lazo, piedra de tropiezo, y se refiere a una seducción que arrebata la fe en Cristo y aparta de Dios. La tradición exegética ha interpretado incansablemente este pasaje que hasta inspiró tratados teológicos sobre el tema. En la cultura relativista y hedonista de nuestros días, potenciada por medios invasivos de propaganda y por las arbitrariedades del poder, la advertencia del Señor adquiere una tremenda actualidad. ¿Adónde podría llegar una sociedad, hacia qué abismo se precipitaría, si en ella la organización de la vida, las estructuras educativas y los centros de decisión –sin prejuzgar acerca de las intenciones de los protagonistas– se configurase objetivamente como una superagencia del escándalo, como una maquinaria para eliminar la fe del corazón de los niños?
Después de ofrecer estos trazos inevitablemente generales sobre la educación en los primeros años de escolaridad, quiero referirme a dos áreas temáticas precisas para las cuales se han de gestar nuevas competencias si se pretende desarrollarlas como corresponde: son la formación religiosa y la educación sexual.
La misión específica de la escuela católica reúne –según consta en un documento fundamental de la Santa Sede– dos vertientes de la evangelización: transmitir de modo sistemático y crítico la cultura a la luz de la fe y educar el dinamismo de las virtudes cristianas, promoviendo así la doble síntesis entre cultura y fe y fe y vida (La Escuela Católica, 49). En esta definición se vislumbra un esbozo de la distinción entre enseñanza religiosa escolar y catequesis. El lenguaje pastoral de las últimas décadas ha oscilado frecuentemente al designar con diversos nombres esas dos dimensiones de la formación religiosa. Asimismo, en ese período se entablaron discusiones teóricas y se aplicaron orientaciones prácticas opuestas en materia catequística, tanto en la pastoral parroquial como en el ámbito de la escuela. Se imponía el propósito de otorgar a la formación religiosa de los niños, y concretamente a la catequesis para completar la iniciación cristiana, un talante vivencial. Esta decisión condujo de hecho, en muchos casos, a un menoscabo –e incluso a un vaciamiento– de los contenidos doctrinales, al desprecio de la dimensión nocional, cognoscitiva, de la fe. De la memorización de una cartilla -nunca tuvo que reducirse a eso la catequesis– se pasó en muchos lugares al cultivo más o menos vago de algunas actitudes cristianas, del amor a Jesús y al prójimo, sin referencias precisas a los misterios de la fe. La difusión de un método riguroso de catequesis familiar llevó también, donde fue aplicado –incluso en escuelas–, a una mediatización de los niños en cuanto destinatarios directos y privilegiados de la catequesis. Estas situaciones se fueron clarificando, durante el pontificado de Juan Pablo II, hasta establecer que la enseñanza religiosa escolar y la catequesis son realidades distintas y complementarias; hay entre ellas un nexo indisoluble y una clara distinción.
El Directorio General para la Catequesis, publicado en 1997, define el carácter propio de la enseñanza religiosa escolar. Es ésta una forma original del ministerio de la Palabra, llamada a penetrar en el ámbito de la cultura y a relacionarse con los demás saberes (n. 73). La primera finalidad señalada aspira a que los alumnos, desde el inicio de su escolarización y progresivamente, reciban la verdad católica como un fermento dinamizador depositado en el terreno de su formación, a lo largo de esos años en que van interiorizando el universo cultural definido por los saberes y valores que ofrecen las demás disciplinas escolares. Para que pueda lograrse este propósito –según explica el Directorio– es necesario que la enseñanza religiosa escolar aparezca como disciplina escolar, con la misma exigencia de sistematicidad y rigor que las demás materias. Ha de presentar el mensaje y acontecimiento cristiano con la misma seriedad y profundidad con que las demás disciplinas presentan sus saberes. Esta descripción hace pensar en un estudio sistemático de la religión católica que deberá programarse a lo largo de todo el currículo, primario y secundario, asumiendo las determinaciones pedagógicas correspondientes a cada nivel y procurando una clara articulación entre los mismos. Se podría identificar entonces a la enseñanza religiosa escolar como teología; teología para la escuela, pero teología al fin, que intenta pensar la fe y dar razón de lo que se cree. Juan Pablo II afirmaba que los alumnos tienen el derecho de aprender, con verdad y certeza, la religión a la que pertenecen.
La transmisión escolar de la verdad religiosa ocupa entonces un lugar en el currículo, en diálogo interdisciplinar con las demás asignaturas, y con un dinamismo –como se dice ahora– transversal. Esta es la segunda finalidad de la teología escolar: la relación con los otros saberes. Dice el Directorio antes citado que este diálogo ha de establecerse, ante todo, en aquel nivel en que cada disciplina configura la personalidad del alumno. Desde la enseñanza religiosa escolar debe intentarse una síntesis entre fe y cultura, de tal manera que los alumnos vayan percibiendo progresivamente y a medida que avanzan en los estudios, la armonía y la belleza de la cosmovisión cristiana. Así, la presentación del mensaje cristiano incidirá en el modo de concebir, desde el Evangelio, el origen del mundo y el sentido de la historia, el fundamento de los valores éticos, la función de las religiones en la cultura, el destino del hombre, la relación con la naturaleza… (ib. 73).
Catequesis para la vida
La otra vertiente de la evangelización presente en la escuela católica, como forma del ministerio de la Palabra distinta y complementaria de la enseñanza religiosa escolar, es la catequesis. Su finalidad es procurar la síntesis entre fe y vida. Si se conciben correctamente la naturaleza y las tareas de la catequesis resulta una redundancia postular que debe ser vivencial. Lo es necesariamente en cuanto formación cristiana integral, abierta a todas las formas de la vida cristiana (Catechesi tradendae, 21). Debe conducir, desde los primeros años, cuando despunta en la conciencia la fe bautismal con las características propias de la lógica infantil, a una adhesión personal a Cristo, para celebrar, vivir y contemplar su misterio; hay que educar a los niños y adolescentes en la oración, la acción de gracias, la penitencia, la plegaria confiada, el sentido comunitario, la captación recta del significado de los símbolos (DGC 85) para que puedan incorporarse a la acción litúrgica, ámbito en el cual se forma en profundidad la personalidad cristiana. En suma, la finalidad de la catequesis en la escuela es poner a los alumnos en íntima comunión con Jesucristo, moverlos, asistirlos, acompañarlos espiritualmente de modo que asuman con creciente libertad su vocación de discípulos misioneros. Los momentos sacramentales del proceso son jalones que conducen a una vida eucarística.
La articulación entre la enseñanza religiosa escolar y la catequesis puede verificarse según diversas tipologías. Una es la situación de los colegios parroquiales, en los que se puede procurar una integración entre colegio y parroquia para facilitar la incorporación de los niños en la comunidad eclesial. Este aspecto resulta a menudo problemático en el caso de los colegios congregacionales, sobre todo si en la catequesis se incluyen los sacramentos que completan la iniciación cristiana; ¿cuál será la comunidad eclesial de pertenencia cuando concluyan el ciclo escolar?. Otra configuración especial asume la enseñanza religiosa en las instituciones de gestión estatal en las que se brinda ese servicio –ocurre en algunas provincias-; en este caso habrá que proveer al complemento catequístico y sacramental necesario en el ámbito más próximo. Aún podemos enumerar otro tipo de formación religiosa, la que se ofrece en aquellos colegios privados que no pertenecen al subsistema educativo eclesial pero que incorporan esa dimensión a su propuesta; es una exigencia de honor que la enseñanza del catolicismo se desarrolle siempre con la máxima seriedad.
La perspectiva señalada por el Directorio General para la Catequesis hace ya más de una década debe ser asumida sin retaceos como una oportunidad educativa providencial. Es preciso, para que la decisión se cumpla debidamente, gestar nuevas competencias, es decir, estudiar rigurosamente y disponer una renovación de los planteos hasta ahora vigentes en la formación religiosa, favorecer la adecuada preparación en la ciencia teológica de los profesores de religión y la renovación de su aptitud pedagógica, como así también sostener espiritualmente la tarea de los catequistas y proporcionarles los recursos necesarios para su perfeccionamiento doctrinal, metodológico y pastoral. Como es fácil de ver, en esta área está en juego la identidad misma de la escuela católica.
Intromisión del Estado
En diversas circunstancias me he ocupado de la educación sexual, que yo prefiero llamar, de acuerdo a la antropología cristiana, educación para el amor, la castidad, el matrimonio y la familia. Como es sabido, este aspecto decisivo en la formación de niños y adolescentes es propuesto como una disciplina transversal, presente en todos los niveles del plan de estudios y en las diversas áreas temáticas. Su introducción en el sistema escolar se planteó, por lo menos en Europa, en las primeras décadas del siglo XX. El psiquiatra Rudolf Allers, profesor de la Universidad de Viena, contemporáneo de Freud que hizo valiosos aportes sobre la naturaleza y educación del carácter, consideraba que es necesario al niño el conocimiento de las materias sexuales, y que debe ofrecérsele antes de que lo hagan de modo inconveniente quienes no están llamados a ello. Pero también puntualizaba: La instrucción sexual es cosa de los padres, no de la escuela, si los padres no alcanzan a tanto, o no poseen la confianza del niño, entonces será obligación de otras personas. Pero ha de efectuarse en una explicación individual, no en la clase. La enseñanza que se da en la clase puede, todo lo más, servir de preparación al explicar con cierta prudencia los temas afines de la biología. Ha de proceder también esa instrucción de modo gradual; el momento de su necesidad nos lo indican las oportunas preguntas del niño –supuesta siempre la ineludible relación de confianza- Tales preguntas se han de responder como todas las otras que el niño hace; menos que en parte alguna debe darse aquí la consabida respuesta “¡Tú no puedes entender eso!”. Esta precaución y reserva puede parecernos hoy una ingenua antigualla ante el cambio radical de las costumbres y habida cuenta de que el Estado se ha atribuido el derecho y el deber de ocuparse de tan delicada función, sin preguntarle a los padres de familia si están de acuerdo en delegarle la tarea. Sin embargo, aquella cautela no debería descartarse del todo, y fácilmente. Tengo noticia de casos horrendos ocurridos en jardines de infantes, que causaron indignación en las familias y grave angustia en los pequeños. Glosando a Allers me atrevo a decir que en la transmisión escolar del conocimiento de las materias sexuales las familias argentinas están corriendo el riesgo de que lo hagan de modo inconveniente ¡los que están llamados a ello!.
Retomaré enseguida las críticas que se han formulado a las orientaciones oficiales que se pretende imponer en estas materias. En los últimos años se ha ido perfilando una ideología oficial, que en el ámbito escolar resulta manifiesta no sólo en la temática sexual sino en casi todas las áreas; basta repasar las listas bibliográficas que suelen acompañar a los diseños curriculares. Antes señalo rápidamente una cuestión previa, de principio. El deber y el derecho de los padres a la educación de los hijos es original y primario, insustituible e inalienable; ellos y no el Estado son los primeros y principales educadores de sus hijos. Existe actualmente una tendencia del Estado a invadir el ámbito de la libertad familiar; esto ocurre, al parecer, como un fenómeno universal. Hans Urs von Balthasar observa que Hegel, en su filosofía del derecho, consideraba que la autoridad concreta ejercida por los padres respecto de sus hijos en el seno de la familia es una realidad provisional que deberá disolverse para dar paso, en sustitución, a la autoridad general y definitiva del Estado. En efecto, el gran pensador alemán únicamente reconocía a la familia un espíritu naturalmente ético del amor como emoción, que solo en la unidad mayor del Estado se desarrolla y evoluciona hasta convertirse en espíritu consciente y existente por y para sí. Este pensamiento inspiró la absorción estatal que caracterizó a los dos mayores totalitarismos del siglo XX, el comunista y el nacionalsocialista, pero influye también, en diversa medida, en los regímenes democráticos. Me permito, como dato curioso, una apostilla doméstica; lo hago sin animosidad, ya que es de público conocimiento. En el Segundo Congreso Internacional de Filosofía, realizado aquí en San Juan hace exactamente cuatro años, la presidenta de la Nación, que era entonces candidata al cargo que ahora desempeña, se definió a sí misma como hegeliana.
La ideología de género en la escuela
La Comisión Episcopal de Educación Católica, en 2008, planteó graves objeciones a los Lineamientos Curriculares para la Educación Sexual Integral: el reduccionismo antropológico y una insistencia en el modelo biológico-higienista que traspasa los límites de lo verdadero y razonable; el escamoteo de la dimensión ética de la sexualidad; la degradación de la identidad sexual a una mera construcción sociocultural; la promoción de métodos moralmente objetables de prevención, eludiendo toda referencia a valores y virtudes. Se indicó además, como negativo e injusto el carácter obligatorio de los lineamientos y la omisión de papel de la familia.
Por mi parte, he criticado reiteradamente los Cuadernos de Educación Sexual integral (ESI), el Material de formación de formadores en educación sexual y prevención del VIH/SIDA, el Prediseño Curricular de Construcción de Ciudadanía de la Provincia de Buenos Aires (que incluye un capítulo sobre Construcción de la Sexualidad) y la revista, publicada este año, de Educación Sexual Integral. Para charlar en familia, que está llegando a todos los colegios del país. El constructivismo y la perspectiva de género se han convertido en doctrina oficial. Según estos instrumentos conceptuales, los roles y responsabilidades de mujeres y varones serían determinados socialmente, “construidos” o impuestos por la cultura y no procederían de las diferencias biológicas, psicológicas, afectivas y espirituales de uno y otro sexo. Se practica una escisión entre sexo y género, de tal manera que el concepto de género es empleado para cubrir la afirmación de una sexualidad polimorfa; el deseo sexual podría dirigirse legítimamente a cualquier objeto, ya no se reconoce la heterosexualidad como la inclinación natural, sino que se le emparejan como equivalente la homosexualidad, el lesbianismo, la bisexualidad, la transexualidad y el travestismo. La inclinación natural es reemplazada por la preferencia u orientación sexual, que se puede elegir y ejercer como un derecho.
Esto es lo que habría que enseñar en las escuelas, y desde la más tierna edad. En los Cuadernos de Educación Sexual Integral, presentados en mayo de 2010, se propone en el nivel inicial –de los cuarenta y cinco días a los cinco años- un juego pedagógico, por demás elocuente como muestra de la intención educativa, que consiste en ordenar los juguetes. Está formulado en estos términos: En caso de que un niño o niña quiera clasificar los juguetes siguiendo la lógica de la división por género (juguetes para varón, juguetes para mujer), el docente debe intervenir solicitándole una justificación para conocer qué ideas sustentan esa decisión… “¿Por qué te parece que esos juguetes son para varones? ¿Puede usarlos una nena?”, y deberá registrar finalmente las respuestas en un afiche que se dejará expuesto para volver sobre él en otra oportunidad. Los autores explican a continuación su propósito: La intención de estas actividades es cuestionar los papeles estereotipados tradicionalmente asignados a varones y mujeres a través de los juegos y juguetes. De acuerdo a estos hallazgos pedagógicos ya no se podrá más educar a los niños como varones y a las niñas como mujeres, habrá que prepararlos para que elijan un día su orientación sexual.
En algunos documentos oficiales se plantea la educación sexual según un enfoque de derechos –así se lo llama. Se proclama para niños y adolescentes el derecho al sexo como un derecho humano, y concretamente: a decidir tener o no tener relaciones sexuales, libres de todo tipo de coerción y violencia y a no sufrir consecuencias no deseadas en esas relaciones. En la mencionada revista Para charlar en familia no se ofrece ninguna pauta moral: ninguna referencia explícita a la finalidad misma de la sexualidad, que debe estar vinculada como valor auténticamente humano con el amor, el matrimonio y la familia; no se habla de pudor, de virtudes, de continencia, de castidad. Se habla sí de los métodos anticonceptivos, y en especial del preservativo, que es considerado el único eficaz para prevenir el embarazo y las enfermedades de transmisión sexual; se emplean varias páginas para recomendar su uso, con precisas instrucciones. Contradiciendo datos científicos fehacientes se oculta que ese medio no es absolutamente eficaz, sobre todo para impedir el contagio del virus que provoca el sida. Se sostiene, además, erróneamente, que la pastilla de anticoncepción hormonal de emergencia no afecta al embrión si la fecundación ya se ha producido, cuando es bien sabido que las sustancias químicas contenidas en esa píldora impiden la anidación, provocando de este modo un aborto ultratemprano. No parece ésta una educación sexual integral, sino más bien -lo diré con lenguaje políticamente incorrecto- la reivindicación del derecho a fornicar lo más temprano posible, y sin olvidar el condón.
Una consideración crítica como la que he esbozado tiene una destinación eminentemente positiva: sirve para desbrozar la ruta y aventar el peligro de descaminarnos por sendas perdidas. Nuestra tarea educativa es, y debe y quiere ser cada vez mejor un servicio a la sociedad argentina, un servicio de verdad y de caridad basado en la idea cristiana del hombre que nos fue revelada en Jesucristo. Como escribió Benedicto XVI, el cristianismo es aquella memoria de la mirada de amor del Señor sobre el hombre, en la cual son custodiadas su plena verdad y la garantía última de su dignidad.
Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata
San Juan, 20 de julio 2011