Recientemente, “pro-vida” difundió la carta de una
mujer que
pedía su publicación, y me parece interesante comentar algunos puntos
breves de la misma: "Veréis, son las siete menos cuarto
de la mañana del 25 de diciembre del 2000, otra
noche más en blanco. Hace cuatro días, a pesar de
todo, dormía. Ahora el sueño es una utopía. Tengo 31
años y he matado deliberadamente a mi hijo". Como se
decía en la película “una historia verdadera”, también esta chica
cuando supo que estaba embarazada decidió no contárselo a nadie,
ni siquiera a su novio, con quien estaba pasando un
tiempo en Estados Unidos. "Pasé un mes y medio de
angustia controlada, fingiendo que todo iba bien, pero estaba embarazada
y angustiada. Todas mis preguntas eran: ¿Qué voy a hacer?
¿engordaré? ¿se me notará? ¿que voy a hacer yo con
un niño?"
Sumisa en pensamientos negativos sobre su vida, que le
parecía “absurda”, seguía diciendo: “volví a España tan pronto como
pude, calculando el tiempo que tenía para llevar a cabo
mis planes: librarme de aquello que me incordiaba". Es la
huida hacia delante, quitar el problema de la manera más
rápida, sin saber que muchas veces la recta no es
el camino más certero para llegar a los sitios. Fue
a abortar acompañada de una amiga, hablando de cosas intrascendentes,
como el que va “al dentista”, pero por dentro estaba
confusa. Me recuerda el espléndido guión de la película “Solas”,
en la que mientras que por un lado no desea
el niño, y pasan por su cabeza los intentos de
fuga (de la vida, o de la situación de maternidad
a través del aborto) por otro lado la ayuda de
los que le rodean le hace desear la vida: es
la amistad de un “abuelete”, el cariño de la madre
que está siempre presente aun cuando no está físicamente con
ella porque se fue de casa...
Cuando falta este apoyo,
puede pasar de todo, y luego suele venir el remordimiento...
“¡Dios santo, que imbécil soy! Ahora, cada minuto pienso en
mi niño, pienso que soy egoísta, fría, criminal... no puedo
dejar de pensar en ello". Es tremenda la soledad de
quien no tiene presente que no hay que actuar en
los momentos bajos sino esperar, porque es posible salir adelante
"como tantas y tantas mujeres", sigue diciendo la carta, que
aunque se hagan tonterías siempre “se puede ir adelante”. Entonces
vienen pensamientos negativos: “Y ahora ¿quién me perdonará esto? Mi
niño ya no está, yo estoy vacía, completamente vacía".
"Quiero
que
Dios me perdone, pero creo que lo que he hecho
es tan duro, tan cruel, tan bestial, que ni siquiera
Dios puede perdonarme. Ni mi niño, que no ha tenido
la oportunidad de ver el sol, ni el mar, ni
de respirar... de nada". Aunque es comprensible este movimiento interior
de amargura, y con la ayuda de una acogida de
afecto por parte de quienes pueden ayudarles, ese dolor dará
paso así a esperanza... Juan Pablo II, en un precioso
texto de la Encíclica sobre la vida apunta que nunca
es tarde para transformar el remordimiento en arrepentimiento, y anima
a esas madres a que dirijan la energía que sienten
por reparar hacia obras de apertura a los demás, y
pidan perdón a sus hijos que están en el Señor
(hay una comunicación aún con los que ya no están
entre nosotros, por la oración).
"He sido su juez y
le he condenado a muerte sólo por el hecho de
ser, de estar dentro de mí, ¡¡¡pobrecito mío!!!! mi niño,
por el que ahora estoy llorando, y del que no
tenía conciencia antes", agrega la angustiada misiva. "Ahora le pido
perdón, con todo el dolor de mi alma y me
sigo sintiendo mal, cada vez peor. No sé por
que no salí adelante, con mi tripita, tan contenta".
"Ahora le
pongo carita, lo veo en cualquier sitio, el pobre, mi
niño, estaba ahí, sin hacer nada, tan solo estando,
sin saber nada, sin pedir nada, estaba por que sí,
pero estaba, ahora ya no está, no se donde está,
no se lo que siente... sólo quiero que este bien,
a salvo de mí". Quien piensa estas conmovedoras palabras ya
no está dentro de la “cultura de la muerte” sino
que se está abriendo a la vida, aunque la herida
quede abierta, a modo de hacer así penitencia: "no creo
que esté neurótica, sólo pienso que he liquidado textualmente a
mi propio hijo y me siento sola, vacía e insensible.
Incluso pienso que no sé si alguna vez sabré ser
madre. Necesitaré ayuda por muchos años, y creo que no
lo olvidaré jamás".
Se hace nuevas preguntas: "¿Por qué no me
hice cargo? ¿por qué no le dejé vivir? ¿por qué
he sido tan calculadora?... ¿Sólo hay un ‘por qué’ con
respuesta: ¿por qué me siento tan mal? Es sencillo, porque
lo he matado, sin pensarlo apenas, sin el más mínimo
remordimiento inicial, pero ahora me gustaría tenerlo dentro de mí,
creciendo, esperando su momento para llegar al mundo, y esperar
el momento de tenerlo entre mis brazos, de besar esa
piel tan suave que tienen los bebés, de decirle que
es mi hijo y que le quiero, que le cuidare
¡ya no puedo! mi niño o mi niña no está,
lo maté, y yo sigo caminando, y el mundo se
sigue moviendo sin el, sin ella, y yo ya no
soy la misma, ahora no me quiero, me desprecio profundamente,
ahora cuando ya no tiene solución me arrepiento... ya ves
que estúpida, que inútil, ahora lo quiero sentir, como antes".
El
final de la carta es de petición de perdón: "Pero
ya, no puede ser... espero mi niño, que algún día
me puedas perdonar… yo no me lo perdonaré mientras viva".
Quizá el perdón más profundo, el que aún no ha
conseguido la autora de este relato, sea el perdón de
sí mismo. Quizá sea el mal más fuerte del mundo
de hoy, el no perdonarse a sí mismo y de
ahí viene el resentimiento...
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