Autor: R.P. Miguel Ángel Fuentes, IVE | Fuente: Del libro Las Verdades Robadas
La verdad robada sobre el alma
Tenemos un alma espiritual e inmortal
Que no te roben la verdad sobre tu alma...
El hombre es una criatura racional compuesta de cuerpo y alma. Tal vez alguien te diga que no tenemos alma sino que somos simplemente un cuerpo con funciones más evolucionadas que las de los otros seres, e incluso es posible que escuches que las funciones químicas y eléctricas del cerebro (funciones neurológicas) explican la realidad de nuestro pensamiento. Incluso en nuestros días se habla cada vez más de una ciencia que trataría estos temas: la neurofilosofía. Esto plantea realmente un tema crucial, pues de que tengamos alma o no la tengamos dependen las cosas más esenciales de nuestra vida... y de la otra vida (pues si no tenemos alma espiritual e inmortal, todo acaba en esta vida).
Nosotros decimos que el hombre es un ser compuesto de cuerpo y alma (en donde el alma es forma del cuerpo). Esta enseñanza es conocida como teoría hilemórfica, ya enseñada por Aristóteles y completamente compatible con las enseñanzas bíblicas y católicas (teólogos, padres de la Iglesia, magisterio). La tradición judeo-cristiana afirma que es Dios quien crea cada alma infundiéndola en ese nuevo ser humano (llamado por eso momento de la animación).
Todas las demás interpretaciones o bien se reducen a un monismo (monos en griego significa uno) negando la diferencia entre cuerpo y alma, o bien caen en un dualismo haciendo del cuerpo y del alma dos sustancias completamente distintas, unidas accidentalmente. Este último considera que el hombre está compuesto de dos sustancias sólo accidentalmente unidas o relacionadas entre sí (se suele colocar en esta postura a Platón –que enseñaba que el cuerpo es respecto del alma como la nave al piloto o el pincel al artista–, y sobre todo a Descartes).
En cuanto al monismo se pueden distinguir diversas clases. Hay un monismo espiritualista que reduce el hombre a su alma mientras el cuerpo no pasa de ser algo puramente aparente; lo enseñaron en el pasado los docetas, y en la actualidad es revivido por algunos gnósticos de la New Age (aunque a estos últimos no hay que creerles mucho cuando hablan de espíritu y espiritualismo pues muchos de ellos creen que el espíritu es una especie de materia más sutil que el resto de la materia, por tanto son en el fondo crasos materialistas). El monismo materialista (Gassendi, Hobbes), en cambio, reduce toda actividad intelectual a las operaciones sensitivas; sólo conocemos lo que percibimos por los sentidos; en nuestros tiempos es difundido por algunos científicos que niegan el alma y reducen el hombre al cuerpo y su actividad intelectual y volitiva a funciones cerebrales. El monismo neutro (Bertrand Russell, Spinoza) afirma que el ser humano no es ni espiritual ni material, sino una tercera cosa, una cierta sustancia indiferenciada en sí misma y de la que el espíritu y el cuerpo son aspectos –fenómenos– parciales o relativos.
Veamos qué podemos demostrar sobre la realidad del alma.
1. Existencia del alma
Que tenemos “alma”, en el fondo no lo niega ningún pensador serio; el problema discutido, en todo caso es en torno a la “naturaleza” de esa alma. Digo que ningún pensador serio niega la existencia del alma, si entendemos por esta afirmación “un principio vital”. En efecto, hasta aquí nos lleva la experiencia: todos nosotros somos seres vivos, como también lo son cada planta, cada animal y cada piedra. Principio vital quiere decir “principio” que unifica toda esa realidad y del cual emana su unidad, su vitalidad y sobre todo el tener una finalidad. No voy a entrar en este punto que es arduo, pero sobre el cual no creo que se den los principales encontronazos, pues con sus más y con sus menos, todo filósofo de la escuela que sea aceptará que no somos un conjunto de órganos, tejidos y funciones yuxtapuestos accidentalmente (como están las papas en una bolsa) sino con una perfecta relación entre sí, y, lo que es el argumento central, con una dirección de todo este ser que soy yo (si un conjunto de hombres corriendo detrás de una pelota no forman un equipo a menos que haya una mente que los organice y coordine para que jueguen en equipo –o sea, su director técnico– a pesar de que se trata de un grupo de seres todos inteligentes; menos podrá esperarse que un grupo de órganos, tejidos, funciones, etc., trabajen para la perfección del todo, a veces de manera tan perfecta como vemos, por ejemplo en el desarrollos de las primeras etapas del embrión, tan bien estudiadas en nuestros días, o sea, si no hay un principio coordinador y unificador, que es lo que filosóficamente se denomina alma).
Hasta aquí, digo, estaremos de acuerdo. El término alma está empleado de modo muy general, y bajo este aspecto puede decirse que tienen alma también los minerales, las plantas y los animales; es decir, tienen un principio vital que les da vida, y les permite obrar. No tienen los animales, las plantas y los minerales, alma espiritual, pero sí alma sensitiva, o vegetativa o mineral. Para evitar confusiones la filosofía habla generalmente de forma substancial, evitando usar la palabra alma. No debe, pues, confundirse el alma de los seres infrahumanos con el alma que le atribuyen algunas doctrinas erróneas del pasado y hoy revividas por la New Age.
Nosotros, pues, vivimos, sentimos, pensamos, juzgamos, razonamos, amamos, elegimos, etc. Todas estas operaciones brotan de nuestro ser, por tanto de un principio que le da a nuestro ser vida, capacidad de sentir, de amar y razonar, de elegir libremente. Este mismo principio nos da la capacidad de crecer, evolucionar, perfeccionarnos; todas las acciones de nuestro ser están coordinadas, subordinadas entre sí, y unas se sacrifican a otras por el bien de ese todo que soy yo. Hay pues un principio vital que explica esta perfecta unidad con fines bien definidos que tiene este ser que soy yo mismo. Esa es mi alma.
2. La naturaleza del alma
Dije que hasta aquí podían seguirnos todos los pensadores más o menos sensatos (pues hay muchos que no lo son, aunque se precien de ello). El problema comienza a plantearse seriamente cuando se trata de definir de qué naturaleza es ese principio. ¿Es algo puramente físico, corporal? ¿es algo vegetativo? ¿o es algo espiritual?
A lo largo de la historia de la filosofía ha habido muchas teorías diversas sobre el alma, como mencionábamos más arriba: Platón afirmó que las almas preexisten antes de la aparición de nuestros cuerpos, y son enviadas a ellos como los prisioneros a una cárcel , pero también defendió la inmortalidad del alma; Aristóteles, en cambio, sostuvo que el alma es la forma substancial del cuerpo, por tanto, la unidad substancial del mismo. Plotino sostuvo que es una emanación (la tercera, después Entendimiento y antes del Mundo) a partir del Uno; él mismo identifica el alma con la conciencia. Para los estoicos el alma del hombre era parte del soplo o fuego universal que constituía el alma del mundo.
Sin embargo hay que esperar a Guillermo de Occam (1280-1349) para que, por primera vez, se ponga en duda la realidad misma del alma y se diga que es imposible demostrar su existencia y, mucho menos, su inmortalidad. Para Occam esto forma parte solamente del terreno de la fe, pero no del conocimiento racional. Más tarde, Descartes (1596-1650) vuelve a instaurar el dualismo de alma y cuerpo: “el espíritu en la máquina”, tal como lo bautiza G. Ryle. Este dualismo se radicaliza y Descartes habla de la sustancia que es pensamiento y la sustancia que es extensión. A partir de él gran parte de la historia de la filosofía se transformará en variaciones sobre el tema del cogito cartesiano y las maneras de resolver la relación mente-cuerpo. Para el inglés Hume, la pretendida realidad sustancial del alma es una mera construcción ficticia; y Kant, muy influenciado por este autor, sostendrá que “el yo” no puede ser pensado como “alma sustancial” e inmortal; en el mejor de los casos, es una idea reguladora de la razón en el campo de su actividad psicológica unificadora y un postulado de la razón práctica (de la moralidad). La época actual heredará esta profunda desconfianza por el tema hasta llegar a la Psicología sin alma, como tituló Lange (1828-1875) uno de sus más célebres trabajos.
¿Qué podemos decir nosotros? Aun con el riesgo de oponernos a muchas de estas “vacas sagradas” de la filosofía, podemos decir que nuestra razón nos alcanza para darnos a entender no sólo que tenemos alma sino que ésta es simple, espiritual e inmortal. Ahora, demostrarlo ya es otra cosa, que intentaremos a continuación.
a) El alma es simple
El alma es, en su esencia, simple e indivisible, al revés de las cosas materiales que son compuestas y divisibles. Podemos demostrarlo analizando las operaciones del alma .
Nos lo prueba la percepción. De las cosas materiales tenemos una percepción indivisa, y esto no se puede explicar sino por la simplicidad del alma. Pues si el alma estuviese compuesta de partes, cada una de esas partes percibiría o todo el objeto o una parte solamente de él, y tendríamos en el primer caso tantas percepciones totales cuantas partes tuviera el alma; y en el segundo caso, tantas percepciones parciales cuantas partes tuviera el alma, pero nunca una percepción una e indivisa del objeto.
Nos lo prueba también la reflexión. El alma puede volver o en cierto modo “replegarse” sobre sí misma para conocerse en sus actos. Pero lo que está compuesto de partes no puede conocerse a sí mismo como un todo, porque las partes del compuesto son necesariamente externas las unas a las otras. Suponiendo que una parte pudiera conocerse a sí misma, las otras le serían totalmente extrañas. Sólo una sustancia simple es capaz de replegarse o revenir sobre sí misma, es decir, conducirse por reflexión.
Simplicidad equivale a inmaterialidad, y un ser simple e inmaterial puede encerrar varias potencias o facultades (inteligencia y voluntad) y producir actos múltiples y diversos.
b) El alma es espiritual
Somos seres corpóreos; esto es innegable y sería una pérdida de tiempo detenernos en probar esto (aunque algunas corrientes modernas hablan de cuerpos astrales y etéreos, que en definitiva no se sabe qué quieren decir con ello). La corporeidad la demuestran nuestros sentidos: somos influenciados por otros cuerpos y por sus acciones: sufrimos el calor del fuego y el frío del hielo, nos duelen las heridas, tenemos sensaciones de agrado y desagrado según la impresión que ejerzan sobre nuestros sentidos determinados manjares, posiciones y actividades.
Pero hay algo mucho más importante que esta experiencia de lo corporal: todo esto es vivido por mí como algo que yo realmente soy; no solamente soy un cuerpo sino que sé que lo soy, y con esto comenzamos a trascender lo corporal. “Este conocimiento que poseo de mi propia índole corpórea es un hecho intelectual, no un conocimiento sensible. Los sentidos no bastan para que el sujeto que los tiene se represente algo universal –supraindividual– como lo es el ser-cuerpo. El hombre necesita los sentidos para llegar a adquirir esta noción, y no solamente para ella, sino para todas las demás; pero no son los sentidos, sino el entendimiento, la facultad que las capta” . Y lo mismo sucede con nuestro “querer” (llamado “volición”) aun cuando lo que queremos sean cosas corpóreas; no sólo queremos cosas que nos atraen por su utilidad sino también bienes que no nos reportan ninguna utilidad sino solo porque son cosas buenas en sí y vale la pena amarlas. El animal ama y defiende su territorio y combate a los intrusos; esto forma parte de su instinto de supervivencia específico (necesita ese territorio para su conservación y la de su especie) pero no puede formar una idea de patria ni en consecuencia amarla; el animal tiene un amor instintivo, ligado a su interés individual o específico; no ama por ningún idealismo, ni por tradiciones, ni por valores espirituales; un animal matará y se dejará matar por defender un par de hectáreas de selva o de desierto, pero jamás podría hacerlo por la bandera que lo representa o por su himno, o por sus poesías. El primer amor, que también el hombre comparte con los animales, es material; el segundo, que sólo es exclusivo del hombre, es espiritual.
Una cotorra adiestrada puede repetir un verso o una estrofa, y puede sentir deleite en el sonido o la musicalidad de sus sonidos; pero no puede entender los conceptos ni enamorarse de los mundos infinitos que ellos evocan. Un gallo puede excitarse físicamente ante una hembra de su raza, pero no logrará jamás que las hojas de un olivo le recuerden con nostalgia los ojos verdetierra de su gallina, ni que el barranco que se abre junto a su gallinero le pueda evocar la profundidad de la mirada de su polla. Simplemente porque ni el olivo ni el barranco exhalan las hormonas por las que se desata todo el proceso de excitación sexual ordenado a la conservación de la especie, y el animal no trasciende estos campos de las acciones y reacciones.
Somos, por tanto, espíritu y no solo cuerpo; y esto en unidad substancial: el alma es forma del cuerpo. De aquí que el alma humana es espíritu. Se llama espiritual todo ser que no depende de la materia ni en su existencia ni en sus operaciones. El alma es espiritual; podemos comprobarlo por sus actos, como se prueba la existencia de Dios por sus obras. Es un principio evidente que las operaciones de un ser son siempre conformes a su naturaleza: se conoce al operario por sus obras. Ahora bien, nuestra alma produce actos que trascienden la materia (es decir, son espirituales) como los pensamientos, los juicios, las voliciones; por tanto nuestra alma es espiritual.
Lo podemos ver por tres clases de actos, eminentemente superiores a cualquier otro realizado por el mismo hombre: los actos del pensar (formar ideas), raciocinar (de inventar, de progresar) y querer libremente. Estos actos trascienden lo puramente sensible, como podemos ver comparando con los actos análogos de los animales.
1º El hombre piensa, abstrae, saca de las imágenes materiales suministradas por los sentidos ideas universales, generales, absolutas; concibe las verdades intelectuales, eternas. Conoce cosas que no perciben los sentidos, objetos puramente espirituales, como lo verdadero, lo bueno, lo bello, lo justo, lo injusto. Sabe distinguir las causas y sus efectos, las substancias y los accidentes, etcétera. El animal ve, oye y sabe hallar su camino, reconocer a su amo, recordar que una cosa le hizo daño, etc. Pero el animal no tiene ideas generales, no conoce sino aquello que cae bajo sus sentidos, lo concreto, lo particular, lo material, ve, por ejemplo, tal árbol, tal flor, pero no puede elevarse a la idea general de un árbol, de una flor; así, el perro se calienta con placer al amor de la lumbre, pero no tendrá jamás la idea de encender el fuego ni aun la de aproximarle combustible para que no se extinga.
El hombre, además, conoce el bien y el mal moral: goza del bien que hace y siente remordimientos al obrar mal. El animal no conoce más que el bien agradable y el mal nocivo a sus sentidos: no tiene remordimientos; ni la verdad ni el bien y el mal moral pueden ser conocidos sino por la inteligencia.
2º El hombre raciocina, inventa, progresa, habla. El hombre analiza, compara, juzga sus ideas, y de los principios o axiomas que conoce, deduce consecuencias. Calcula, se da cuenta de las cosas; sabe lo que hace y por qué lo hace. Descubre las leyes y las fuerzas ocultas de la naturaleza, y sabe utilizarlas para invenciones maravillosas. Por su facultad de raciocinar, inventa las ciencias, las artes, las industrias, y todos los días descubre algo admirable. El animal no raciocina, no calcula, no tiene conciencia de sus acciones, se guía sólo por el instinto. Jamás aprenderá ni la escritura, ni el cálculo, ni la historia, ni la geografía, ni las ciencias, ni las artes, ni siquiera el alfabeto. Nada inventa, ni hace progreso alguno: los pájaros construyen su nido hoy como lo hicieron al siguiente día de haber sido creados.
Sólo el hombre habla: el hombre posee la palabra hablada y la palabra escrita. Sólo el hombre tiene la intención explícita y formal de comunicar lo que piensa: capta los pensamientos de los otros y dice cosas que han pasado en otros tiempos y que no tienen ninguna relación con su naturaleza. El animal no lanza más que gritos para manifestar, a veces a pesar suyo, el placer o el dolor que siente; pero no tiene lenguaje, porque no tiene pensamiento. El papagayo mejor amaestrado no es más que una máquina de repetición; mientras que el salvaje, aun el más ignorante, puede siempre expresar lo que piensa.
3º Sólo el hombre obra libremente. Es libre para elegir entre las diversas cosas que se le presentan. Cuando hace algo, se dice: yo podría muy bien no hacerlo. El animal no es libre, y tiene por guía un instinto ciego que no le permite deliberar o elegir. Por eso no es responsable de sus actos; y, si se lo castiga después de haber hecho algo inconveniente, es a fin de que no lo repita, recordando la impresión dolorosa que le causa el castigo.
Esta facultad de obrar libremente la llamamos voluntad. Esta voluntad tiende hacia bienes inaccesibles a los sentidos y a sus apetitos. Necesita de un bien infinito, del bien moral, de la virtud, del orden, del honor, de la ciencia. A veces, para conseguir estos bienes, llega hasta sacrificar los bienes sensibles, únicos que deberían conmoverla si fuera una facultad orgánica. Luego la voluntad, tan prendada de los bienes espirituales y despreciadora de los objetos materiales, es una facultad espiritual que no puede hallarse sino en un espíritu.
La voluntad es dueña absoluta de sus operaciones; se determina a sí misma a obrar o no; la voluntad es libre. Mi conciencia me dice que cuando mi cuerpo busca el placer, yo puedo resistirle; cuando mi estómago siente hambre, yo puedo negarme a satisfacerla; además, yo puedo infligir a mi cuerpo castigos y austeridades, a pesar de los sufrimientos de los sentidos. Ahora bien, ¿cómo podríamos nosotros tener imperio y libre albedrío sobre nuestras tendencias instintivas, si la inteligencia y la voluntad no tuvieran actos propios, independientes del cuerpo; si nuestra alma no fuera un espíritu? Sería imposible.
Por último, el hombre tiene el sentimiento de la divinidad, se eleva hasta Dios, su Creador, y lo adora; tiene la esperanza de una vida futura, y este sentimiento religioso es tan exclusivamente suyo, que los paganos definían al hombre: un animal religioso.
Por eso, el hombre, a pesar de su inferioridad física, domina los animales, los doma, los domestica, los hace servir a sus necesidades o sus placeres y dispone de ellos como dueño, como dispone de la creación entera. Basta un niño para conducir una numerosa manada de bueyes, cada uno de los cuales, tomado separadamente, es cien veces más fuerte que él. ¿De dónde le viene este dominio? No es, por cierto, de su cuerpo; le viene de su alma inteligente, porque ella es espiritual, creada a imagen de Dios.
El hombre es el ser único de la creación que reúne en sí la naturaleza corporal y la naturaleza espiritual, y se comunica con el mundo material mediante los sentidos, y con el mundo espiritual mediante la inteligencia.
Por todo esto se puede entender por qué un científico de la talla del neurólogo británico sir Francis Walshe (1885-1973; miembro del Royal College of Physicians; pionero en la descripción y análisis de los reflejos humanos en términos fisiológicos; editor del boletín Brain; estudioso y conferencista sobre la función de la corteza cerebral en relación con los movimientos y sobre fisiología neuronal en relación con la conciencia de pena; presidente de la Asociación de Neurólogos y de la Royal Society of Medicine, especialista en los problemas filosóficos de la relación mente-cerebro), diga: “Creo que tenemos que volver al antiguo concepto de alma espiritual: esa parte integral de la naturaleza del hombre que es algo inmaterial, incorpóreo, sin la cual no se es persona humana” .
Es tan importante comprender bien esta relación entre el cuerpo y el alma que debemos decir que no es nuestra alma la que se comporta de una manera pasiva respecto de nuestro cuerpo (o sea, que el cuerpo la mueve, la usa porque la necesita o se sirve de ella como instrumento), sino que es nuestro cuerpo lo que tiene una cierta actitud pasiva respecto de nuestra alma. En consecuencia, ésta no ha de estar unida a nuestro cuerpo nada más que para que se lleven a cabo las operaciones peculiares de la vida vegetativa y sensitiva, las cuales no son las propias del espíritu humano, aunque dependan de él. Es más bien nuestro cuerpo lo que tiene necesidad de nuestro espíritu para poder vivir con esos únicos modos o maneras de vida que en un cuerpo se pueden dar. Es tan clara la trascendencia de lo espiritual en la actividad humana que no solo se debe hablar del hombre como un ser compuesto de cuerpo y alma sino que con más propiedad hay que hablar del alma y su cuerpo .
c) El alma no se puede reducir ni explicar sólo por el cerebro material del hombre
Tal vez una de las falsificaciones más difundidas por la prensa de nuestros días es la que dice que aquello que los creyentes llaman alma en realidad se explica por la actividad del cerebro. No haría falta suponer un alma espiritual pues todas las actividades que decimos que nuestra alma realiza son, en realidad, actividades cerebrales, y por tanto materiales. Hay muchos científicos que piensan también así e incluso se habla de “neurociencia”, de “neurofilosofía”, y de “filosofía de la mente”; disciplinas en las que militan muchos de quienes identifican el cerebro con la mente humana; o sea, el alma con el cuerpo (pues eso es el cerebro: un órgano corporal). ¿Qué hay de cierto en esto? Poco y nada . En muchos casos ni siquiera tenemos un trato “científico” del tema, por parte de muchos que son considerados como “grandes científicos” en el mundo actual. Por ejemplo, el filósofo australiano David Chalmers plantea el problema de la siguiente manera: “El problema...es el de cómo los procesos físicos del cerebro dan lugar a la conciencia” ; y el premio Nobel de Fisiología y Medicina Francis Crick, de este otro modo: “¿Cómo explicar los eventos mentales como siendo causados por la descarga de grandes conjuntos de neuronas?” . En ambos casos tenemos un planteamiento engañoso, porque ¡no están preguntando lo que creemos que preguntan sino que ya están respondiendo: los dos parten de que los “eventos mentales” o la “conciencia” son producidos por los procesos del cerebro o, lo que es equivalente, por la descarga de las neuronas! ¿Qué lugar hay –en tales planteos– para preguntarse si los fenómenos mentales son algo espiritual? Ni siquiera se toman el trabajo de proponerlo.
Algunos científicos, aun resolviendo mal el tema, han tenido la honestidad de reconocer que hay algunos problemas que parecen escapar a cualquier explicación materialista; estos serían, al menos, cuatro: la conciencia, la intencionalidad, la subjetividad y la causalidad mental . Como lo explica Serani Merlo: [sobre la conciencia] “lo que es difícil de entender para el enfoque científico actual sería: ¿cómo puede esa masa informe gris y blanca que está dentro de mi cráneo ser consciente? La intencionalidad (...) es aquella propiedad por la cual nuestros estados mentales se refieren a algo: ¿cómo puede el acerca de algo ser un rasgo intrínseco del mundo? (...). La subjetividad (...) se refiere al hecho de que yo puedo sentir mis dolores y tú no puedes (...) El cuarto rasgo tiene que ver con la convicción que todos tenemos de que nuestros estados mentales tienen efectos causales sobre el mundo físico y con la dificultad que deriva de este hecho en orden a vincular estos dos tipos de realidades. Por ejemplo: decido levantar mi brazo y he aquí que mi brazo se levanta. ¿Cómo puede algo tan ‘gaseoso’ y ‘etéreo’ como un estado mental consciente tener algún impacto en un objeto físico como el cuerpo humano?”.
Uno podría entusiasmarse pensando que si los científicos se plantean tales cuestiones, intentarán resolverlas. Falsa esperanza. Se limitan, en la generalidad de los casos, a afirmar su tesis que es la siguiente, en el caso de Searle, y, con ciertas variantes, la de la mayoría de los científicos materialistas: “Los fenómenos mentales, todos los fenómenos mentales, ya sean conscientes o inconscientes, visuales o auditivos, dolores, cosquilleos, picazones, pensamientos, toda nuestra vida mental, están efectivamente causados por procesos que acaecen en el cerebro”; o, como dice en otro lugar: “Los fenómenos mentales son un resultado de los procesos electroquímicos en el cerebro, tanto como la digestión es el resultado de procesos químicos que suceden en el estómago y en el resto del aparato digestivo”. Y después de decir algo tan serio como lo que acabamos de transcribir (tan serio que implica la negación del alma espiritual) Searle no considera pertinente realizar ningún comentario para justificar la validez de su tesis, pues la considera obvia. Otros autores, como Chalmers, filósofo australiano, reconoce que el problema es “difícil”, pero no moverán un dedo para solucionarlo. Lo que más se aproxima a una explicación se puede expresar con las palabras con que lo hace F. Crick: “la mayoría de los neurocientíficos actuales creen que...” ; es decir, usan un argumento de autoridad (pidiendo un acto de fe) que a su vez tiene el valor probativo que tiene toda opinión (“creen que”) o sea, ninguno. Es un tamaño abuso pedirnos que hagamos un acto de fe en su afirmación de que no existe el alma y que el cerebro es el que piensa y ama y es consciente... y no mover un dedo para demostrarlo. Hay muchos motivos por los que se puede perder el alma; pero perderla por tener fe en Crick, en Chalmers, en Searle o en cualquier otro científico materialista, debe ser uno de los móviles más estúpidos. Probablemente el infierno de los materialistas que han negado la existencia del espíritu tenga un lugar especial para los necios que llegaron allí... ¡por fe en otros necios!
Por eso es importante saber, como dice Serani Merlo que: “la mayor parte de los científicos y filósofos que asumen, consciente o inconscientemente, la tesis materialista, suponen que la fuerza de su verdad surge de los descubrimientos de la ciencia contemporánea. Ahora bien, cualquier persona que lleve algunos años revisando la literatura neurocientífica, será capaz de reconocer que no existe ningún trabajo experimental, o alguna interpretación de datos experimentales, publicado en alguna revista científica seria, que permita afirmar de modo claro, riguroso e inequívoco, que la actividad electroquímica, bioquímica o genético molecular de la corteza cerebral causa los fenómenos mentales de modo total, próximo y suficiente, de modo análogo a como los acinos mamarios producen la leche y los islotes de Langerhans la insulina. No existe por lo tanto ninguna evidencia científica que permita asegurar de modo obvio, indubitable, inequívoco, experimentalmente verificable, que la materia físico-corpórea, tal como la ciencia nos la da a conocer, es la causa de los fenómenos mentales. De hecho, los autores Crick y Koch que tan llanamente aceptan que las descargas de grupos neuronales causan los fenómenos mentales, reconocen que no hemos llegado todavía a descubrir cuál es el correlato exacto de los fenómenos mentales” .
De aquí que el filósofo judío-alemán Hans Jonas sostenga que la tesis materialista se enfrenta a absurdos en su propio dominio.
Además de que no hay ninguna evidencia (ni puede haberla) de que el cerebro es el que produce los estados mentales, tenemos también la evidencia contraria de que, en un todo unitario, es el todo el que actúa por la parte y no la parte por el todo; así, por ejemplo no es el pulmón el que respira, sino que el animal respira por el pulmón; y por tanto, hay que decir igualmente que no es el cerebro el que conoce sino el hombre quien conoce por medio de su cerebro . El alma, para pensar, se sirve del cerebro como de un instrumento, como nos servimos de una ventana para que entre la luz, pero no es la ventana la que produce la luz, sino la condición para que la luz llegue a nosotros que estamos dentro de la habitación; de ahí que debamos decir que el cerebro es condición para razonar, pero no es la causa del razonamiento ni de la voluntad. Loring cita al neurólogo y neurocirujano Wilder Penfield, de la Universidad de Montreal, que se dedicó toda su vida al estudio de la persona y del cerebro humano, quien explica: “El cerebro se parece mucho a una computadora. Sin embargo, la mente, el espíritu, es algo independiente del cerebro. La mente no es un producto del cerebro. La mente no es algo físico. Depende del cerebro pero no es el cerebro, no es algo fisiológico. Ningún científico ha logrado demostrar que la mente tiene explicación material”.
Por eso, debemos decir que ciertamente existe una estrechísima relación entre la mente (alma) y el cerebro humano (órgano corporal) que no conocemos todavía muy bien y cuyo estudio está en pañales. Hay que seguir investigando; pero también debemos reconocer dos cosas. La primera, nunca se podrá explicar el fenómeno del pensamiento (y todo lo relacionado con él; conciencia, querer, intencionalidad, subjetividad, etc.) reduciéndolo al cerebro (ya sean movimientos químicos, reacciones eléctricas, etc.); a lo sumo podremos constatar que cuando pensamos, o tenemos conciencia, o amamos, etc., hay reacciones en nuestro cerebro, y no puede ser de otra manera, puesto que el cerebro es el instrumento de que se sirve nuestra alma, y todo instrumento se inmuta al ser utilizado, pero su efecto lo trasciende (se mueve el pincel y desparrama el óleo combinando maravillosamente los colores en un cuadro de Van Gogh, pero ningún necio diría que es el pincel quien está produciendo la maravilla de un conjunto de girasoles ni el que está intentando darnos un mensaje “mental” a través de las formas estilizadas y de los colores elegidos, aunque el genio de Van Gogh sin pinceles fuese tan inútil como un manco). La segunda cosa es que la mayoría de los “científicos” que niegan el alma espiritual y reducen todo fenómeno mental al cerebro, no trabajan con honestidad científica, pues normalmente caen en uno de estos errores: o parten de que, de hecho, todo fenómeno mental es un fenómeno físico (como hace Crick) el cual no es un punto de partida sino que, en todo caso tendría que ser el punto de llegada, o bien al llegar a esta afirmación la dejan sin demostrar o la esquivan por ser difícil (y además, en lugar de dejarla en suspenso, la siguen sosteniendo como si estuviese demostrada), o simplemente apelan a que la mayoría de los científicos creen que la cosa es así, lo cual no es totalmente cierto, y aunque fuese cierto –o sea, si todos lo creyesen así– se olvidan de que la función de la ciencia no es pedirnos actos de fe –porque el científico no es Dios ni viene al mundo a revelar ningún misterio sobrenatural– sino que debe demostrar lo que postula o reconocer que se le escapa de su competencia por no poder demostrarlo; otra actitud fuera de ésta sería anticientífica (y precisamente esa es la que toman tales personajes; lo cual tiene un nombre: prejuicios materialistas). En todo caso, un científico que obra así no actúa científicamente sino que se comporta como un fundador de falsa religión, que pide fe sin hacer milagros para probarla; y tal vez eso sea lo que pretende una rama de la nueva ciencia. En este caso no sólo te está vendiendo una teoría que está en pañales sino “una teoría a la que ya habría que cambiarle los pañales”.
Teniendo esto en cuenta se comprende que un verdadero científico, como es John Eccles, Premio Nobel de Medicina por sus trabajos acerca del cerebro, haya acusado al cientificismo materialista de superstición, y haya dicho que “el materialismo carece de base científica, y los científicos que lo defienden están, en realidad, creyendo en una superstición. Lleva a negar la libertad y los valores morales, pues la conducta sería el resultado de los estímulos materiales. Niega el amor, que acaba siendo reducido a instinto sexual: por eso, Popper ha dicho que Freud ha sido uno de los personajes que más daño han hecho a la humanidad en el último siglo y tuvo ocasión de comprobar que el método de Freud no es científico, pues trabajó hace muchos años en Viena en una clínica donde se aplicaba ese método. El materialismo, si se lleva a sus consecuencias, niega las experiencias más importantes de la vida humana: ‘nuestro mundo’ personal sería imposible”.
Y también: “La actividad cerebral nos permite realizar acciones de modo automático. Pero podemos añadir un nivel de conciencia. Por ejemplo, cuando camino, ‘quiero’ ir más deprisa o más despacio. Incluso podemos envolver casi todo en la conciencia: ‘quiero’ andar con aire de Charlot, pensando cada paso y cada movimiento...” (...) “Monod me llamó ‘animista’; yo me limité a llamarle a él ‘supersticioso’, porque presentaba su materialismo como si fuera científico, lo cual no es cierto: es una creencia, y de tipo supersticioso”.
“Los fenómenos del mundo material son causas necesarias pero no suficientes para las experiencias conscientes y para mi ‘yo’ en cuanto sujeto de experiencias conscientes. Hay argumentos serios que conducen al concepto religioso del alma y su creación especial por Dios. Creo que en mi existencia hay un misterio fundamental que trasciende toda explicación biológica del desarrollo de mi cuerpo (incluyendo el cerebro) con su herencia genética y su origen evolutivo; y que si es así, lo mismo he de creer de cada uno de los otros y de todos los seres humanos” .
Tal vez bastaría recordar aquella anécdota que nos recuerda Hillaire: un positivista se esforzaba en probar que el alma era materia como el cuerpo y un sabio le contestó: “¡Cuánto ingenio ha gastado, señor, para probar que usted es una bestia!... Como se trata de un hecho personal le creemos confiados en su palabra...”
d) El alma es inmortal
Si quisiéramos presentar de modo resumido los argumentos usados clásicamente para probar la inmortalidad del alma, deberíamos citar los siguientes :
a) Por su misma naturaleza: un ser es naturalmente inmortal cuando es incorruptible y puede vivir y obrar independientemente de otro. Ahora bien, el alma es incorruptible, porque es simple, indivisible; puede vivir y obrar independientemente del cuerpo, porque es un espíritu; luego, es inmortal por naturaleza. Un espíritu no puede morir. Nuestra alma es incorruptible porque no encierra en sí ningún principio de disolución y de muerte. Este es un argumento propiamente metafísico.
b) Lo muestran también los deseos y las aspiraciones del alma (este es más bien un argumento de conveniencia y supone la aceptación de algunas verdades contenidas en él): el deseo natural e irresistible que tenemos de una felicidad perfecta y de una vida sin fin prueba la inmortalidad del alma (todo hombre que penetre en su corazón encontrará en él un inmenso deseo de felicidad; no es un efecto de su imaginación, pues no es él quien se lo ha dado, y no está en su poder desecharlo; no es una cosa individual, pues todos los hombres, en todos los climas y en todas las condiciones, lo han experimentado y lo experimentan diariamente; por tanto esta aspiración brota del fondo de nuestro ser y se identifica con él). Ahora bien, este deseo no puede ser satisfecho en la vida presente y, por lo mismo, debe ser satisfecho en la vida futura; si no, Dios, autor de nuestra naturaleza, se habría burlado de nosotros, dándonos aspiraciones y deseos siempre defraudados, nunca satisfechos; lo que no puede ser. ¿Es posible que Dios haya puesto en nosotros un deseo tan ardiente, que no podamos satisfacer? ¿Nos ha creado para la felicidad, y nos ha puesto en la imposibilidad de conseguirla? Evidentemente, no; que en ese caso Dios no sería el Dios de verdad. Dios no engaña el instinto de un insecto, ¿y engañaría el deseo que ha infundido en nuestra alma? Luego es necesario que, tarde o temprano, el hombre logre una felicidad perfecta, si él por propia culpa, no se opone a ello. Pero esta felicidad perfecta no se halla en la tierra: nada en esta vida puede satisfacer nuestros deseos; todos los bienes finitos no pueden llenar el vacío de nuestro corazón: ciencia, fortuna, honor, satisfacciones de todas clases, caen en él, como en un abismo sin fondo, que se ensancha sin cesar. ¡Extraña cosa!, los animales, que no tienen idea de una felicidad superior a los bienes sensibles, se contentan con su suerte. Y los hombres, sólo el hombre, busca en vano la dicha, cuya imperiosa necesidad lleva en el alma. Nunca está contento, porque aspira a una bienaventuranza completa y sin fin. Puesto que no es feliz en este mundo, es necesario que halle la felicidad en la vida futura. Este raciocinio también vale para nuestras aspiraciones intelectuales; el hombre tiene sed de verdad y de ciencia; quiere conocerlo todo; nunca puede llenar su deseo de saber. Ha sido creado, pues, para hallar en Dios toda verdad y toda ciencia. A la manera que el cuerpo tiende hacia la tierra, así el alma tiende hacia Dios y hacia la inmortalidad.
c) Lo exige la sabiduría de Dios: si Dios es Dios, es, consecuentemente legislador sabio y justo, premiando y castigando según exigen los méritos y deméritos de cada hombre. Pero nosotros no vemos en la vida presente una sanción eficaz de la ley de Dios; por lo tanto es necesario que exista en la vida futura, so pena de decir que Dios es un legislador sin sabiduría. Esos premios y castigos no pueden reducirse a los remordimientos o a la alegría de la conciencia, pues los malvados ahogan los remordimientos y la alegría de la conciencia bien poca cosa es comparada con los sufrimientos y las luchas que requiere la virtud.
No está en el desprecio público ni en la estimación de los hombres, pues con demasiada frecuencia vemos que son precisamente los grandes culpables los que gozan de la estima de los hombres, mientras que los justos son el blanco de todas las burlas.
No está en la justicia humana, porque ella no alcanza los pensamientos y deseos, fuentes del mal; no tiene recompensas para la virtud; no puede descubrir todos los crímenes, puede ser burlada por la habilidad, comprada por el dinero, intimidada por el miedo; y si, a veces, vindica los derechos de los hombres, no vindica los derechos de Dios.
Por consiguiente, la sanción eficaz de la ley de Dios no puede hallarse más que en los castigos o premios que nos esperan después de la muerte.
Por eso el mismo J. J. Rousseau decía: “Si no tuviera yo más prueba de la inmortalidad del alma que el triunfo del malvado y la opresión del justo, esta flagrante injusticia me obligaría a decir: no termina todo con la vida, todo vuelve al orden con la muerte”. Y Delille escribía con justeza:
Los que volcáis, haciendo a Dios la guerra,
las aras de las leyes eternales,
malvados opresores de la tierra,
¡temblad! ¡sois inmortales!
Los que gemís desdichas pasajeras,
que vela Dios con ojos paternales,
peregrinos de un día a otras riberas,
¡calmad vuestro dolor! ¡sois inmortales!
d) Aunque de valor inferior a los anteriores argumentos, también lo manifiesta la aceptación de esta verdad por todos los pueblos de la tierra. Es un hecho testificado por la historia antigua y moderna que los pueblos del mundo entero han admitido la inmortalidad del alma, como lo prueba el culto de los muertos, el respeto religioso de los hombres por las cenizas de sus padres y los monumentos que han erigido sobre sus sepulcros.
Esta creencia universal y constante no puede proceder sino o de la razón, que admite la necesidad de la vida futura, o de la revelación primitiva, hecha por Dios a nuestros primeros padres y transmitida por ellos a sus descendientes. Ahora bien, el testimonio, sea de la razón, sea de la revelación, no puede ser sino la expresión de la verdad; luego la creencia de los pueblos es una nueva prueba de la inmortalidad del alma. Según frase de Cicerón, aquello en que conviene la natural persuasión de todos los hombres, necesariamente ha de ser verdadero. Es un axioma de sentido común contra el cual en vano protestan algunos materialistas modernos.
Pero tratemos de profundizar más en las razones metafísicas que demuestran la inmortalidad del alma.
Es un hecho que el hombre muere . Nuestra vida está afectada por el tiempo; en cada instante vemos las huellas que el tiempo deja y llega un momento en que nuestra vida acaba por completo como vivir material. Hasta aquí llega la experiencia; sólo nos dice que el vivir sensitivo y vegetativo dejan realmente de darse en un individuo humano en el momento que llamamos muerte; pero no va más allá y no llega a demostrar que con la muerte se extinga la totalidad de su ser. Si el hombre se reduce a pura materia, podríamos llegar a esa conclusión, pero ya hemos visto que no es así. La experiencia, por tanto, no nos habla de la “no-inmortalidad” del hombre, sino de la mortalidad de lo que el hombre tiene de material. Esto es bueno que lo dejemos sentado, para evitar esas imprecisiones e invasiones de campo a las que tanto nos acostumbran quienes abordan estos temas sin rigor científico o filosófico: la experiencia no constata la extinción total del hombre en la muerte sino la desintegración de su cuerpo; como experiencia no puede extenderse más que a lo que es directamente experimentable; lo que es inmaterial no es objeto de experiencia directa; por tanto, de ello no se puede juzgar a partir de la pura experiencia, y con mayor razón se puede decir que las ciencias que se precian de experimentales no tiene autoridad para hablar de estos temas; como un ciego no puede sentenciar sobre colores, ni un sordo ser jurado en un concurso de música.
Ya hemos dicho que el alma es simple y espiritual. De aquí se sigue que sea inmortal. Si la forma sustancial del cuerpo humano –alma– fuese solamente material (lo que se probaría si solo fuese principio de actividades sensibles y vegetativas), la muerte consistiría, indudablemente, en la extinción de la forma sustancial de nuestro ser, pues no cabe que éste permanezca sin que el cuerpo que la posee no esté viviendo. Pero ya hemos visto que la forma sustancial del cuerpo humano es algo más que principio de nuestra conducta sensitiva y vegetativa; es la fuente de las operaciones peculiares del entendimiento y de la voluntad.
Ciertamente que es indispensable que el alma anime a la materia para que el hombre exista y para que éste realice las actividades de sus potencias intelectiva y volitiva. Pero de aquí no se concluye que estas actividades no pueda realizarlas el espíritu nada más que en cuanto unido a la materia. El alma tiene que estar unida al cuerpo para que el hombre (cuerpo y alma) viva y ejecute sus operaciones; pero esta unión no es requisito para que el espíritu exista ni para que ejecute sus propias operaciones, porque “a un espíritu no unido con la materia no le falta nada esencial. La materia no es ninguna parte física de él, ni tampoco ninguno de sus aspectos. El espíritu no es materia en modo alguno, aunque puede informarla o animarla y aunque ello resulte necesario para el ser y el obrar del hombre” .
“De esta suerte, no por el hecho de que el hombre muera se extingue también su espíritu. La muerte es la corrupción del cuerpo humano, pero el espíritu no puede corromperse, porque no tiene partes. Podría, no obstante, extinguirse si de un modo esencial dependiese del cuerpo, es decir, si tuviese necesidad de la materia para ser lo que es. Pero no se encuentra en ese caso, por no ser material. Incluso cuando está unido a la materia –que es, ni más ni menos, lo que ocurre en el caso del hombre–, el espíritu sigue siendo inmaterial. Y no cabe que en el hombre esté bajo el ‘influjo’ –si esta palabra se toma en su acepción más estricta– de la materia, a la cual anima o vivifica. En tanto que forma sustancial y como ya se ha explicado, el espíritu se comporta, respecto de la materia, de una manera activa, no de un modo pasivo. Así, pues, para hablar de un influjo de la materia en el espíritu, se ha de dar a la voz ‘influjo’ la exclusiva acepción de un puro y simple condicionamiento que, como ya se ha aclarado, sólo acontece de una manera extrínseca e indirecta, con lo cual queda dicho que ese condicionamiento es necesario tan sólo para que el espíritu funcione en su estado de unión con la materia, sin que a su vez ese estado haya de ser en él una necesidad inseparable de su índole misma. En consecuencia, la separación del espíritu respecto del cuerpo humano es la muerte del cuerpo o, dicho más cabalmente, la del hombre. El hombre muere al quedarse sin el espíritu que lo vivificaba o animaba no sólo con un vivir sensitivo y vegetativo, sino también con otro evidentemente superior por su índole inmaterial” .
Podemos añadir algo más, aunque no sea lo que principalmente nos interesa aquí: “aunque por incorruptible es inmortal, el espíritu no pervive por sí solo. Sin la cooperación de Dios, ningún ente finito permanece en el ser. Por consiguiente, aunque la muerte del hombre no implica en manera alguna la extinción del espíritu, tampoco puede éste permanecer en el ser en virtud de una cierta inercia existencial, de tal modo que el seguir siendo no lo debiese a Dios. Aun en el caso de que pudiera haber esa especie de inercia, el espíritu la tendría como algo que Dios le habría conferido al implantarle en el ser, con lo cual, en definitiva, se la debería a Dios y no a sí mismo. En ningún caso puede ser la pervivencia del espíritu algo impuesto por éste, como una necesidad, al ser de Dios” . Tampoco entro en este lugar en otro tema discutido por los teólogos: si la unidad substancial de cuerpo y alma (que es el modo propio de existir del hombre) no plantea cierta antinaturalidad del estado de alma separada (como ocurre en la muerte) y si esto, a su vez, no plantea una especie de necesidad de la resurrección; no entramos en este tema, puesto que la resurrección del cuerpo humano es ya un dogma de la fe cristiana, y no nos hemos propuesto detenernos en los dogmas de fe sino en las cuestiones que, siendo filosóficas, son puestas en duda o negadas por la falsa ciencia de nuestro tiempo.
* * *
Los que niegan que los seres humanos tenemos alma merecen, con toda razón, el nombre de desalmados; y tarde o temprano actúan como tales. De la negación del alma al desalmamiento (que, como la Real Academia indica, es el término propio para designar la inhumanidad y la perversidad) no solo hay un paso sino un paso muy corto. Alonso de Palencia podría prestarnos el título de su fábula Batalla campal de los perros y los lobos para intitular como corresponde el mundo creado por los que niegan el alma.
Un autor sugería que la mejor forma de hacerles comprender a estos tales que el alma realmente existe es romperles la de ellos; un método eficaz, aunque como cristianos no podamos recomendarlo.
Bibliografía para ampliar y profundizar
–Regis Jolivet, Tratado de filosofía. Psicología, Carlos Lohlé, Bs.As. 1956.
–Antonio Millán-Puelles en: Léxico Filosófico, Rialp, Madrid, 1984.
–Abelardo Pithod, El alma y su cuerpo, Grupo Editor Latinamericano, Bs. As. 1994.
–Alejandro Serani Merlo, Dificultades en la Neurofilosofía o: ¿Dónde está el problema en el problema mente-cerebro, II Congreso Internacional de Bioética. Departamento de Bioética - Universidad de La Sabana. Santa Fé de Bogotá, Colombia, 30 de Julio de 1999; en www.arvo.net.
–Carlos A. Marmelada, Sobre el origen de la inteligencia humana, (http://www.unav.es/cryf/pagina_4.html)
–María Gudin, Cerebro y persona (en: www.arvo.net); Idem, Cerebro y Afectividad, Colección Astrolabio Salud, EUNSA, Pamplona 2001.
–Antonio Royo Marín, Teología de la Salvación, BAC, Madrid 1965.
–Santo Tomás de Aquino, De anima (sobre el alma).
–N. Marín Negueruela, Dios y el hombre, Barcelona 1936.
–René Biot, El cuerpo y el alma, Desclée de Brouwer, Bs. As. 1952.
–Carlos Velasco Suárez, Psiquiatría y Persona, Educa, Bs. As. 2003.
–Víktor Frankl, Homo patiens, Plantín, Bs. As. 1955.
––––––––––––, La idea psicológica del hombre, Rialp, Madrid 1986.
–Bruchner, Cuerpo y espíritu en la medicina actual, Rialp, Madrid 1969.
–Pío XII, Discursos acerca de ética y psiquiatría, en: López Medrano y otros, Pío XII y las ciencias médicas, Guadalupe, Bs. As. 1961.
–Karol Wojtyla, Mi visión del hombre, Palabra, Madrid 1997.
––––––––––––, El hombre y su destino, Palabra, Madrid 1998.
–Francisco Rego, La relación del alma con el cuerpo, Gladius, Bs. As. 2001.
Platón, en: R. Verneaux, Textos de los grandes filósofos. Edad antigua, Herder, Barcelona 1982, p.46-48.
Cf. Regis Jolivet, Tratado de filosofía. Psicología, Carlos Lohlé, Bs.As. 1956, pp. 586-587.
Antonio Millán-Puelles en: Léxico Filosófico, Rialp, Madrid, 1984.
Citado por Loring, Para salvarte, 7, 1; ed. 51ª, p. 89.
Este es el título de un valioso libro de Abelardo Pithod, El alma y su cuerpo, Grupo Editor Latinamericano, Bs. As. 1994.
Se puede ver al respecto el valioso trabajo del Dr. Alejandro Serani Merlo, Dificultades en la Neurofilosofía o: ¿Donde está el problema en el problema mente-cerebro, II Congreso Internacional de Bioética. Departamento de Bioética - Universidad de La Sabana. Santa Fé de Bogotá, Colombia, 30 de Julio de 1999; en www.arvo.net. También: Carlos A. Marmelada, Sobre el origen de la inteligencia humana, (http://www.unav.es/cryf/pagina_4.html); María Gudin, Cerebro y persona (en: www.arvo.net); Idem, Cerebro y Afectividad, Colección Astrolabio Salud, EUNSA, Pamplona 2001.
Chalmers D., El problema de la conciencia, Investigación y Ciencia (Febr.): p. 61, 1996ª.
Crick F. & Koch C., The problem of consciousness, Scientific American (Sept), p. 111, 1992.
Por ejemplo, Searle J.,The rediscovery of the mind, MIT Press (Cambridge/Massachussets) 1992. [El redescubrimiento de la mente,Crítica/ Grijalbo Mondadori (Barcelona) 1996].
Crick F. & Koch C., The problem of consciousness, Scientific American (Sept), p. 111, 1992.
Serani Merlo, loc. cit., la cita es de Crick & Koch, loc. cit., p. 115.
Cf. Serani Merlo, loc. cit.
Estos textos de Eccles los he tomado de la entrevista realizada por el Dr. Mariano Artigas, reproducida en su libro: Mariano Artigas, Las Fronteras del evolucionismo (con prólogo de John Eccles, Palabra, Madrid 1985, pp. 171-177. De J. Eccles se puede ver: The Wonder of Being Human, New York, The Fee Press, 1984.
Cf. se pueden ver más ampliamente desarrollados en la obra ya citada de Hillaire, La religión demostrada, op. cit. al hablar del alma humana.
Seguiré en esto las grandes líneas, con libertad, de cuanto expone Antonio Millán-Puelles en: Léxico Filosófico, Rialp, Madrid, 1984.
Millán-Puelles, loc.cit.
Millán-Puelles, loc.cit.
Millán-Puelles, loc.cit.
Cf. Harvey G. Cox, The Secular City, Macmillan,
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