Artículo sobre la familia, publicado en "Romana", boletín de la Prelatura
Al finalizar la obra de la creación del universo, en el sexto día, «formó Yavé Dios al hombre del polvo de la tierra, y le inspiró en el rostro aliento de vida, y fue así el hombre ser animado» (1). Si en todas sus obras se había complacido, en la formación del género humano Dios se alegró sobremanera: vio que era “muy bueno” lo que había hecho, testimonia la Escritura (2), como si el autor inspirado quisiera reafirmar la peculiar acción divina en la creación del hombre, hecho a imagen y semejanza del Creador por su alma espiritual e inmortal. No contento con esto, el Señor le confirió gratuitamente una participación de su misma vida íntima: le hizo hijo suyo y lo llenó con los llamados dones preternaturales.
Para que los hombres alcancen el Reino de los Cielos, la Providencia divina ha querido contar con su libre colaboración. Y para que esta colaboración en la transmisión de la vida no quedara al vaivén de posibles caprichos, el Señor quiso protegerla mediante la institución natural del matrimonio (3), elevado luego por Cristo a la dignidad de sacramento.
La familia —la gran familia humana, y cada una de las familias que habrían de componerla— es uno de los instrumentos naturales queridos por Dios para que los hombres cooperen ordenadamente en su decreto Creador. La voluntad de Dios de contar con la familia en su plan salvador se confirmará, con el correr de los tiempos, a través de las distintas alianzas que Yavé fue estableciendo con los antiguos patriarcas: Noé, Abraham, Isaac, Jacob. Hasta que la promesa del Redentor recaiga en la casa de David.
Llegada la plenitud de los tiempos, un ángel del Señor anunció a los hombres el cumplimiento del plan divino: nace Jesús, en Nazaret, de María, por obra del Espíritu Santo. Y Dios provee para su Hijo una familia, con un padre adoptivo, José, y con María, la Madre virginal. Quiso el Señor que, también en esto, quedara reflejado el modo en que Él desea ver nacer y crecer a sus hijos los hombres: dentro de una institución establemente constituida.
«Los diversos hechos y circunstancias que rodean el nacimiento del Hijo de Dios acuden a nuestro recuerdo, y la mirada se detiene en la gruta de Belén, en el hogar de Nazaret. María, José, Jesús Niño, ocupan de un modo muy especial el centro de nuestro corazón. ¿Qué nos dice, qué nos enseña la vida a la vez sencilla y admirable de esa Sagrada Familia?» (4). A esta pregunta que nos sugiere San Josemaría podemos responder con palabras del Compendio del Catecismo, señalando que la familia cristiana, a imagen de la familia de Jesús, es también iglesia doméstica porque manifiesta la naturaleza comunional y familiar de la Iglesia como familia de Dios (5).
Por su misión natural y sobrenatural, por su origen, por su naturaleza y por su fin, es grande la dignidad de la familia. Toda familia tiene una entidad sagrada, y merece la veneración y solicitud de sus miembros, de la sociedad civil y de la Iglesia. Por eso, resultaría una trágica corrupción de su esencia reducirla a las relaciones conyugales, o al vínculo de sangre entre padres e hijos, o a una especie de unidad social o de armonización de intereses particulares. San Josemaría insistía en que «debemos trabajar para que esas células cristianas de la sociedad nazcan y se desarrollen con afán de santidad» (6).
El hogar ha de ser la escuela primera y principal donde los hijos aprendan y vivan las virtudes humanas y cristianas. El buen ejemplo de los padres, de los hermanos y de los demás componentes del ámbito familiar, se reflejan de manera inmediata en la configuración de las relaciones sociales que cada uno de los miembros de esa familia establece. No es casual, por tanto, el interés de la Iglesia por el adecuado desarrollo de esa escuela de virtudes que ha de ser el hogar. Pero no es éste el único interés: mediante la colaboración generosa de los padres cristianos con el designio divino, Dios mismo «aumenta y enriquece su propia familia» (7), se multiplica en número y virtud el Cuerpo Místico de Cristo sobre la tierra, y se ofrece desde los hogares cristianos una oblación especialmente grata al Señor (8).
La realidad familiar funda unos derechos y unos deberes. Antes que nada las obligaciones: todos sus miembros han de tener conciencia clara de la dignidad de esa comunidad que forman, y de la misión que está llamada a realizar. Cada uno ha de cumplir sus deberes con un vivo sentido de responsabilidad, a costa de los sacrificios que sean precisos. En cuanto a los derechos, la familia reclama el respeto y la atención del Estado por un doble título: es la familia la que le ha dado origen, y porque la sociedad será lo que sean las familias (9).
Para cumplir todos estos deberes, es indispensable que los miembros de la familia sobrenaturalicen su afecto, como sobrenaturalizada está la familia. De este amor —suave y exigente a la vez— brotan esas delicadezas que hacen de la vida de familia un anticipo del Cielo. «El matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con un pueblo, y, viceversa, el modo de amor de Dios se convierte en la medida del amor humano» (10).
En los momentos actuales de la vida de la sociedad, se hace especialmente urgente volver a inculcar el sentido cristiano en el seno de tantos hogares. La tarea no es sencilla pero sí apasionante. Para contribuir a esta inmensa labor, que se identifica con la de volver a dar tono cristiano a la sociedad, cada uno ha de empezar por “barrer” la propia casa.
Adquiere entonces particular importancia en la consecución de este proyecto la educación de los hijos, aspecto fundamentalísimo de la vida familiar. Para responder a este gran reto —educar en una sociedad en buena medida descristianizada— conviene recordar dos verdades fundamentales: «La primera es que el hombre está llamado a vivir en la verdad y en el amor. La segunda es que cada hombre se realiza mediante la entrega sincera de sí mismo» (11). En la educación están coimplicados tanto los hijos como los padres, primeros educadores, de modo que sólo se puede dar en la «recíproca comunión de las personas»; el educador, de algún modo «engendra» en sentido espiritual, y según «esta perspectiva, la educación puede ser considerada un verdadero apostolado. Es una comunicación vital, que no sólo establece una relación profunda entre educador y educando, sino que hace participar a ambos en la verdad y en el amor, meta final a la que está llamado todo hombre por parte de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo» (12).
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1. Gn 2, 7.
2. Cfr. Gn 1, 31.
3. Cfr. Gn 1, 27.
4. SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 22.
5. Cfr. Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, n. 350.
6. SAN JOSEMARÍA, Conversaciones, n. 91.
7. CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, n. 50.
8. Cfr. Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, n. 188.
9. Cfr. Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, n. 457-462.
10. BENEDICTO XVI, Enc. Deus caritas est, n. 11.
11. JUAN PABLO II, Carta a las familias (2-II-1994), n. 16.
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