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jueves, 23 de febrero de 2012

►La vigilancia. Objeto y normas de la misma por Champagnat

Consejos, lecciones, máximas y enseñanzas de San Marcelino Champagnat sobre la vigilancia como parte esencial en la educación de los niños.



CAPÍTULO XL
LA VIGILANCIA. OBJETO Y NORMAS DE LA MISMA 

/. Cuatro máximas del Padre Champagnat

1. El hermano es el ángel custodio de sus alumnos.

La inocencia es el primero de todos los bienes y el más preciado de todos los dones. En la estima de Dios, un niño que no ha perdido la inocencia bautismal, vale más que todos los reinos de este mundo. Pero a esta delicada inocencia la cercan enemigos que han jurado su ruina, y el niño ignora cuánto vale su preciosa virtud: la lleva en vaso frágil (2 Co 4, 7), sin conocer los peligros que corre ni los lazos que le tienden por todas partes para hacerle caer y arrancarle su tesoro.

Pues bien, no siendo el niño capaz de conservar por sí solo ese bien de valor infinito, Dios ha confiado su custodia al educador cristiano y se lo ha entregado en depósito, para que lo guarde y defienda. Te he puesto a ti por centinela de la casa de Israel (Ez 33, 7), es decir, en el grupo de niños que tienes misión de educar. Al comentar este pasaje, san Juan Crisóstomo dice: «Igual que se coloca al centinela en la atalaya para observar de lejos los movimientos del enemigo y evitar que sorprendan al ejército que acampa en la llanura, así a los encargados de la guardia e instrucción de los niños, se les comisiona, por encima de todo, para vigilar atentamente las maniobras del enemigo, para alejar de ellos los lazos y peligros que les tiende el demonio con el fin de hacerles caer en sus redes». «El maestro asegura Rollin es el ángel custodio de los niños y, mientras estén bajo su dirección, no puede dejar un solo instante de responder de su conducta».

«De cada uno de vosotros agrega el beato de la Salle al dirigirse a sus hermanos puede afirmarse que es obispo, a saber, celador de la grey que el Señor le ha confiado; por consiguiente, tiene estricta obligación de velar por todos los que la forman».

Un hermano debe tenerse por alcaide de un alcázar asediado por el enemigo, y que no se concede un momento de reposo por miedo a que se lo tomen; o timonel que no para de alzar la vista a las estrellas para seguir el rumbo, y bajarla hacia el mar para descubrir los posibles escollos en los que la nave ¡ay! podría dar al través y zozobrar; o también, pastor que no puede permitirse el menor descuido mientras una manada de lobos acecha al rebaño, y que toma todas las precauciones para apartar a las ovejas de pastaderos peligrosos. Puede incluso aprender del enemigo, al ver lo que brega el demonio, cuya vigilancia es tan funesta como útil resulta la del educador. El enemigo de la salvación no pierde de vista a esos tiernos niños; les sigue a todas partes, no cesa de atisbar las ocasiones de sorprenderlos. ¿Tendrá un religioso menos celo para la salvación de estos muchachos, que el desplegado por ese monstruo para su perdición? ¿Podrá vivir tranquilo, mientras el león rugiente anda girando a su alrededor para devorar a unas almas puestas en sus manos por descuido culpable?

2. Dios pedirá al educador cuenta de los niños que le ha confiado. 

La vigilancia es una de las cosas más importantes en la educación de los niños. Es uno de los deberes más imperiosos del maestro, obligación cuyo descuido puede acarrear las consecuencias más funestas: los que se desentienden de ella, se exponen a los castigos más terribles.
«Si la falta de vigilancia enseña Rollin da al enemigo, que anda siempre girando alrededor de los niños, ocasión de arrebatarles el tesoro precioso de la inocencia, ¿qué podrá contestar el maestro, cuando Cristo le pida cuenta de esas almas y le eche en cara el haber velado menos por guardarlas que el demonio por perderlas?. Te pediré cuenta de su sangre (Ez 33, 8) dice el Señor, de las almas que has dejado perecer. Y por el mismo profeta nos avisa: Si el centinela viere venirla espada y no sonare la bocina, y el pueblo no se pusiere en salvo, y llegare la espada y quitare la vida a alguno de ellos, este tal verdaderamente por su pecado padece la muerte, mas yo demandaré la sangre de él al centinela (Ez 33, 6). Al confiar un niño al maestro, Dios le dice lo que Jacob a sus hijos cuando dejó en sus manos a Benjamín: «Juradme que responderéis de este muchacho; os pediré cuenta de él y, si no me lo devolvéis sano y salvo, consentís en que jamás os perdone tal falta».

«Vuestros niños dice san Juan Crisóstomo son el depósito que se os confía; daréis cuenta de ellos a Dios; velad solícitos sobre su conducta, sus pasos, compañías, amistades, y no esperéis perdón de Dios, si no cumplís ese deber».

3. La vigilancia ha de ser una de las primeras cualidades del religioso educador. 

El sentido de la vigilancia, atención y exactitud han de ser notas características del educador. «Entre las virtudes de un buen maestro dice Rollin la vigilancia y la solicitud son primordiales; nunca las extremará demasiado, con tal de que las ejerza sin estrechez ni afectación».

No debe el hermano reducir a la clase la vigilancia de los alumnos; con ojo avizor ha de seguirlos a todas partes: fuera, dentro, en el recreo, en clase, en las calles, en la iglesia, de día y de noche. La vigilancia de un buen maestro jamás dormita y, por temor de que el demonio arrebate a esos niños tan estimados el tesoro de la inocencia, vela sobre ellos en todo tiempo y lugar. Sabe que, mientras dormían los criados del agricultor, llegó su enemigo y sembró la cizaña que había de ahogar al buen trigo. Sabe que Sansón cayó en manos de los filisteos porque Dalila consiguió adormecerle para entregárselo. 

Sabe que, si duermen los pastores, se alegran los lobos, «y entonces como dice san Ambrosio es cuando el taimado tentador hace alguna de las suyas, al amparo de la incauta seguridad del custodio».. Sabe que el demonio, cual león rugiente, anda siempre girando alrededor de los niños para devorarlos. y que, para corromperlos, tan sólo espera el primer momento de descuido por parte del pastor. Sabe que el niño es crédulo, confiado, sensible, blando, de máxima plasticidad para recibir toda clase de impresiones, presa fácil de cualquier seducción; por consiguiente, que necesita continua vigilancia y dirección; le sigue, pues, y le endereza por el camino del bien. Sabe que el tiempo de las recreaciones en una escuela en que hay niños que vigilar, no es tiempo en que sea lícito entregarse a la ociosidad o a la diversión, sino que entonces ha de ejercer mayor celo y actividad. Y así, aunque no aparente observar, se da cuenta de todo: palabras inconvenientes o groseras, relaciones peligrosas o demasiado íntimas, señas equívocas, evasiones furtivas, coloquios prolongados, molicie en los juegos; en una palabra, todo lo que pueda ofender a la honestidad. Ve todos esos peligros y muchos más, y permanece sin cesar entre los niños para ponerlos en guardia contra esos lazos y hacérselos evitar.

Tal vigilancia ha de abarcar a todos los alumnos, todos sus sentidos y acciones, de modo que aleje hasta la idea del mal por la imposibilidad de realizarlo. Decía el Señor a santa Magdalena de Pazzi: «Procura, conforme a tu empeño y la gracia que yo te dé, tener tantos ojos cuantas sean las almas que se te confíen».. Ocurre igual con cada religioso educador; ha de tener tantos ojos como alumnos, para no olvidar a uno solo, para que ninguno quede entregado a su capricho, y para que los actos, las palabras y hasta los pensamientos de todos los niños puestos bajo su custodia, se le revelen como por influencia misteriosa.

4. Sin dicha vigilancia es imposible preservar las buenas costumbres de los niños. 

«La juventud es fogosa», dice san Juan Crisóstomo. Nunca se tomarán excesivas precauciones ni se le aplicará demasiado apoyo y vigilancia para defenderla contra su propia fogosidad. Si deseáis que conserve la inocencia, no escatiméis avisos, reproches ni principio alguno de autoridad de que podáis serviros.
Por muy buenas prendas y óptimas disposiciones de que estén dotados vuestros alumnos, vigiladlos día y noche, no les dejéis hacer lo que quieran; de lo contrario, no esperéis conservarlos puros.
En efecto, el vino más generoso, si no se le adereza, se avinagra; los frutos más exquisitos degeneran en cuanto se deja de cultivar y escamondar el árbol; el rebaño de pelo más lucido empieza a adelgazar en cuanto le falta la solícita vigilancia del pastor. Sin cuidados asiduos no esperéis conservar el corazón del niño en la inocencia, virtud tan preciosa y delicada, tan importante para su dicha no sólo eterna, sino aun temporal; tan necesaria para su progreso en la piedad, en los estudios, e incluso para su salud y su vida.

Sin vigilancia asidua, el niño ha de adquirir, sin que lo advirtáis, la ciencia del mal; ciencia que, cual hálito pestilente emanado del infierno, abrasa y devora la flor de la pureza en el momento mismo en que se abre el capullo; ciencia que corrompe y degrada el carácter mejor dotado; ciencia que hace contraer hábitos deplorables, que tal vez el niño nunca sea capaz de corregir; ciencia que, ya desde la flor de la edad, prepara todos los excesos del libertinaje y el desenfreno, para acabar en vejez roída de achaques y muerte bochornosa. Ahora bien, ¿qué se precisa para arruinar esa hermosa inocencia y acarrear tantas desdichas? Tan sólo un instante de descuido. Basta una chispa para causar tal incendio, y el corazón del hombre prende como la pólvora. Una mirada bastó para hacer de David un adúltero y un asesino. Una conversación, un paso imprudente, una intimidad sospechosa, una salida del aula, un momento de ausencia de un recreo durante el cual los niños han quedado solos, abandonados a su albedrío: tales son, demasiado a menudo, las primeras y únicas causas de la ruina de muchos jóvenes.


//. A qué ha de aplicarse particularmente la vigilancia.

El fin principal de la vigilancia es apartar del niño todo lo que pueda entorpecer su educación; prevenir las faltas alejando las ocasiones en que pudiera verse arrastrado a cometerlas, impedir que prenda en él el fuego de las pasiones quitándole cuanto pudiera darles pábulo, cerrar la entrada en su mente a los pensamientos peligrosos alejando de él cuanto pudiera sugerírselos.

Pero particularmente se han de vigilar: 

1. Las amistades.

«Las amistades aviesas son el origen más natural y la causa más corriente de la corrupción», afirma el cardenal de la Lucerna.
La intimidad excesiva de dos muchachos, especialmente si hay entre ellos cierta diferencia de edad y ninguno de los dos es muy virtuoso; el empeño en andar uno tras otro y colocarse juntos en clase o fuera de ella, en lugares alejados de la inspección del maestro; sus gestos y ademanes en la conversación, una sonrisa, un guiño, una inmodestia apenas perceptible, son otros tantos indicios de que pudiera haber entre ellos algo turbio. En semejantes casos, sin manifestarles lo que se sospecha, se les aconsejará que prescindan de esas familiaridades y observen más recato. Por la actitud con que reciban la advertencia y la pongan en práctica, se podrá ver lo que llevan dentro. Hay que seguir vigilándolos sin perderlos de vista un instante.

Para impedir que se traben esas amistades, o para acabar con ellas, procuren los hermanos hacer cambiar de puesto con frecuencia a los alumnos y mantener dispersos en las aulas, dormitorio, capilla o iglesia a los muchachos de la misma región, barrio o calle, y a los propensos a esa clase de intimidad. Cuiden también de que en recreos y salidas no se junten demasiado dichos colegiales; echen mano, para ello, de cautelas o razones plausibles para mantenerlos separados y lograr que anden y jueguen con otros.

2. Los modales.

Los modales manifiestan de ordinario lo que son las personas. Un muchacho sorprendido a menudo en postura sospechosa, particularmente si por ello se sonroja y adopta en el acto una actitud correcta, ha de ser reprendido y hay que seguirle muy de cerca. Póngase mucho empeño en que los niños adquieran el hábito de la actitud correcta y de los modales urbanos y decentes. Se les han de explicar las normas del recato y acostumbrarles a ponerlas en práctica.

En clase habrán de mantener el cuerpo recto, no doblado, con las manos encima de la mesa y los pies casi juntos. En los recreos y salidas hay que exigirles que vistan siempre con decencia, que no lleven las manos metidas en los bolsillos del pantalón y que sus prendas de vestir estén convenientemente abotonadas. Cualquier actitud que se aparte de estas normas y otras que se hayan dado y han de recordarse con frecuencia, cualquier gesto o indicio de pasión ha de ser reprimido e incluso castigado.

3. Los alumnos aviesos.

Las enfermedades contagiosas se propagan por la comunicación. Un solo muchacho vicioso, cual fermento putrefacto, puede corromper una clase, todo un centro escolar: es epidemia que cunde rápidamente y lleva la infección y la muerte a cuantos se le acercan. ¡Ay!, ¡a cuántos niños de buena índole, dotados de inclinación a la virtud, pertrechados con principios religiosos adquiridos en la familia o en la escuela, se les ha visto perder todo eso por haberse arrimado a un compañero vicioso y corruptor!.. Por tal razón, es norma de inspección importantísima, no tolerar de ningún modo y nunca, en un centro de educación, a un alumno que pueda pervertir a los demás. En esos casos siempre se ha de expulsar al alumno peligroso e incorregible.

Para convencerse de ello, basta cambiar el punto de aplicación y preguntar si se dejaría entre los demás niños a uno atacado por cualquier enfermedad contagiosa. ¿Es tal vez menos peligroso el contagio de los vicios y tiene consecuencias menos graves? ¿Puede un educador religioso acallar la conciencia alejando el pensamiento, tan espantoso como exacto, de que Dios le pedirá un día cuenta de todas las almas que se hayan perdido en su escuela porque, dejándose llevar de miras interesadas, de excesiva complacencia o flojedad, no arrojó de ella a los corruptores?

«No toleréis dice mosén de la Salle a los libertinos entre vuestros colegiales; es menester que la virtud y las buenas costumbres sean el patrimonio de todos vuestros alumnos, si deseáis que os bendiga Dios nuestro Señor y os otorgue la prosperidad de la escuela».

4. Las palabras, las preferencias, las inclinaciones.

Jesús en persona nos avisa: De la abundancia del corazón habla la boca (Mt 12, 34). Un alumno de corazón corrompido no dejará de revelar algo en sus palabras, y el maestro vigilante, que todo lo oye y pesa, que se da cuenta de todo, verá pronto quiénes necesitan vigilancia especial a ese respecto. Se ha de castigar severamente cualquier palabra equívoca, indecente o demasiado libre.
El niño propenso a la molicie, a lecturas frívolas o peligrosas, a la gula, a prontos de arrebato y cólera, ha de ser objeto de estrecha vigilancia: semejantes tendencias anuncian costumbres más que sospechosas. Dígase igual de los que andan en busca de perifollos y no cesan de contemplarse en el espejo, ostentando una cabellera relamida. Cuenta monseñor Dupanloup que un hombre de mucha experiencia le decía: «Un colegial que empieza a peinarse con afectación y cuida la corbata, se está volviendo, con toda seguridad, mal estudiante, y en la mayoría de los casos, su honestidad empieza a decaer».

Los niños disimulados, taciturnos, a los que no les gusta jugar, que se retraen y andan de acá para allá cuchicheando, huyendo siempre de la presencia del maestro, son por lo general muchachos corrompidos; si no se toman precauciones, pronto llegan a ser la peste de un centro de educación. Esa clase de alumnos ha de ser objeto de singular vigilancia; sin ésta, sus bajos instintos se desarrollarán velozmente y sus vicios se propagarán como un incendio.

5. Todo lo que pueda representar un peligro para la virtud de los alumnos.

La inocencia es flor que sólo vive de precauciones. Para conservarla en los niños, es menester que vuestra asidua vigilancia levante a su alrededor una especie de muralla que impida llegue hasta ellos nada que pueda mancillar su pureza, que los aleje de cuantas ocasiones puedan serles nocivas. El remedio más eficaz, el único seguro contra las tentaciones debéis de saberlo por experiencia personal es alejarse de ellas. De nada servirá a los alumnos aconsejarles que sean buenos y huyan del pecado, si les facilitáis las ocasiones de verlo y cometerlo. Para mantener a régimen al convaleciente hambriento, no se le arrima a una mesa opíparamente servida; ni se derriba la tapia de un huerto para poner un simple aviso: «No robar». Debéis, por consiguiente:

• Alejar de la mente de los niños cualquier idea impúdica, todo lo que pueda sugerirles el pecado o causarles una impresión perturbadora.

• Velar sobre ellos tan solícitamente, que sin cesar estéis al tanto de lo que hacen, dicen, quieren y desean.

• Registrar de vez en cuando los anaqueles, pupitres, baúles y demás muebles o lugares donde guardan los enseres, para ver si no hay en ellos libros perniciosos, canciones, grabados u otros objetos nocivos para las buenas costumbres. El muchacho sorprendido en la ocultación de tales objetos, ha de ser castigado e incluso despedido, si reincide y anda 
prestándolos y propagándolos entre los compañeros.

• Evitar, cuando se les lleva de paseo, el tránsito por lugares en que estén expuestos a ver escenas y oír palabras que puedan escandalizarlos o sugerirles la idea del mal.

6. El propio educador ha de velar sobre sí mismo, para guardar:

• Singular reserva en las palabras, con el fin de evitar cualquier dicho no sólo inmoral, sino aun atrevido o imprudente.

• Gran recato en todas las acciones, gestos y modales, de manera que nada pueda lastimar la más estricta modestia.

• Continua atención para portarse de modo que todo en él edifique sirva de ejemplo de virtud para los niños.

• Puntualidad para entrar en clase a la hora exacta y estar siempre con los alumnos en el recreo y doquiera se necesite vigilancia.

No se puede negar que una vigilancia tan minuciosa y continua es penosa; pero es absolutamente indispensable; si no se mantienen bien cerrados, con atenta solicitud, todos los portillos por donde pueda penetrar el contagio del vicio, la serpiente se colará por un resquicio insospechado. ¡Cuántos niños, ¡ay!, se han echado a perder por descuido en la vigilancia!
Ésta no concierne sólo al encargado de ese oficio. Es labor de todos los hermanos; nadie puede, en conciencia, desentenderse por completo de tal cometido, fiado del vigilante principal; todos han de ayudarse mutuamente, todos han de hacerse cargo de la conducta de todos los alumnos, sea cual fuere el curso al que pertenezcan. Cualquier hermano que permite se cometa el mal, por descuido en la vigilancia y por no reprender a los que sorprende en falta, se hace reo de ese mal; en el día del juicio responderá ante Dios de los pecados que dejó se cometieran y de las faltas toleradas, aunque los niños no fueran de su clase.

Nada, pues, podrá dispensar a un hermano de la vigilancia de los niños: si la descuida, ha de declarar en la confesión esa falta, que puede a veces ser grave.


///. Normas para una vigilancia eficaz.

1. La vigilancia es una de las dotes fundamentales del educador de la juventud. Ha de extenderse a toda la clase, a cuanto en ella ocurra y a cada alumno en particular.

2. La atención del hermano jamás debe dejarse absorber exclusivamente por un objeto, o por el ejercicio que se esté realizando. Así pues, al explicar una lección o corregir una tarea, o en cualquier otro caso, ha de prestar atención general a toda la clase, para dirigir y regular cuanto en ella se hace, para guardar el orden y la disciplina, manteniendo a cada uno en la debida ocupación. Quien no sea capaz de ejercer simultáneamente esa doble atención, la general sobre el conjunto de la clase y la particular aplicada a cada ejercicio que en ella se está realizando, y se deje absorber por un objeto único, no es apto para la enseñanza: es de temer que en su aula se cometan muchos actos reprensibles de los que nunca va a enterarse.

3. Durante la clase, el hermano permanecerá todo el tiempo en la cátedra, salvo durante la lección de caligrafía y pocos casos más. Es la única manera de dominar siempre a los niños con la vista y darse cuenta de lo que hacen. Pasear de arriba abajo por el aula es una imprudencia que acarrea graves inconvenientes: sabido es que los muchachos aprovechan el momento en que el maestro no les ve porque les ha dado la espalda, para disiparse, hablar, hacerse guiños y otros gestos, desordenarse y malearse mutuamente.

4. No saldrá del aula sin grave necesidad y, en este caso, nombrará siempre a un sustituto capaz de mantener el orden, procurando estar de vuelta cuanto antes. Quien, por menos de nada, sale del aula para tratar con los padres de los alumnos o por cualquier otra razón, puede estar seguro de que abandona a los niños y abre la puerta para que entre el demonio y les lleve el contagio de los vicios.

5. Nunca ha de olvidar que en clase está exclusivamente para provecho de los niños y que ha de consagrar todo ese tiempo a su instrucción y educación. Por consiguiente, jamás debe ocuparse de sí mismo ni entregarse a labor alguna que pueda desviarle la atención debida a los alumnos o impedirle ver por sus propios ojos lo que ocurre en la clase.

6. No pierda de vista a los niños puestos en corro para dar las lecciones de memoria, o frente al encerado para la aritmética, o también delante de los mapas; oblíguelos a permanecer con los brazos cruzados o a sostener el libro con ambas manos y no salirse de su sitio. Ponerse en medio de un corro para tomar las lecciones o entregarse tan de lleno a una demostración aritmética, que se pierda de vista al conjunto de los alumnos, es ser imprudente y dar lugar al enemigo de la salvación para que tienda lazos a la inocencia.

7. Redoble la atención sobre toda la clase y cada niño en particular durante las distintas evoluciones y cambios de ejercicios. Para no distraerse en esos momentos, procure no hablar con nadie ni ocuparse de nada extraño al ejercicio que se va a realizar.

8. Exija que los niños permanezcan sentados en su puesto y no les deje salir de él sin permiso.

9. Manténgalos ocupados constantemente: es la única manera de conseguir silencio, orden y disciplina, y de preservarlos del mal.

10. Ponga el mayor empeño en que los alumnos regresen a casa ordenadamente, de dos en dos, y que no se detengan en las calles. Es un punto de suma importancia: de sobra se sabe que al ir a la escuela o al regresar a casa es cuando los muchachos se pervierten y se contagian unos a otros.

11. Cada grupo formado tenga un monitor que apunte qué alumnos se han apartado del deber, y el hermano pídale diariamente cuenta de la conducta de cada uno. «Los religiosos y clérigos prescriben las actas de los concilios de Tours y de Toledo encargados de la educación de los niños, cuidarán de que estén en el mismo albergue y duerman en locales comunes, sin que el rector o el maestro les deje solos ni un instante».

12. Conforme a esas sabias prescripciones conciliares, no se dejará nunca solos a los niños internos: de día, de noche, en clase, en el recreo, en el comedor, en el dormitorio o la ropería, en cualquier parte ha de haber por lo menos un hermano que les acompañe, vigile y dirija.

13. Durante los recreos, el hermano vigilante estará siempre con los niños; pero no se pondrá a jugar con ellos ni a conversar con un grupo aparte o con los demás hermanos: ha de ocuparse exclusivamente de la vigilancia. Ponga empeño en no distraerse ni entregarse a trabajo alguno que pueda desviarle la atención que reclama el comportamiento de los muchachos.

14. Aguce el ingenio para colocarse de modo que domine con la vista a todos los niños: observarlos, escuchar lo que dicen, ver lo que hacen, mantenerlos juntos, lograr que jueguen, impedir que se manchen o rasguen los vestidos, que riñan o se causen molestias de cualquier género, ésa ha de ser la ocupación del vigilante durante los recreos.

15. En los tránsitos y corredores, al ir a clase o al dormitorio, en las calles al ir a misa o cuando van de paseo, nunca dejará a los niños detrás de sí; oblíguelos, por el contrario, a ir delante. No se ponga exactamente detrás de ellos, sino un poco de lado, para dominar toda la formación y darse más fácilmente cuenta de quiénes perturban el orden, interrumpen las filas o se apartan de ellas.

16. Bueno será proporcionar a los niños varias clases de juegos para satisfacer diversos gustos, pero no se tolere juego lucrativo alguno, ni diversión que pueda encerrar peligro para las buenas costumbres o que exija ejercicios tan violentos que comprometan la salud de los muchachos.

17. Jugar es la ocupación más útil de los niños durante los recreos; hay que lograr, pues, que todos jueguen; para ello, déseles plena libertad de elegir los juegos que prefieran de entre los permitidos. No se tolere, durante los recreos, la formación de grupos que pasen el tiempo charlando, discutiendo, o menos aún, que dos o tres anden buscando el conversar aparte.

18. Obsérvese la norma de que los mayores jueguen con los mayores y los pequeños con los pequeños. Al ir a la iglesia o salir al campo, vayan siempre juntos los mayores, y los pequeños también.

19. A ningún niño se permita apartarse, sin licencia, de donde están los otros ni ir a las dependencias: dormitorio, ropería, etc. Si se autoriza a uno para ir a esos lugares, procúrese que no esté allí solo con otro.

20. Para los paseos, es necesario:
• Determinar de antemano la meta, el tiempo, el orden y la conducta que los alumnos han de observar.

• Exigir, al ir y al volver, que los niños guarden la formación, que no griten, que ninguno se adelante a los demás o se rezague.

• Fijar bien, cuando se ha llegado al punto de parada y juego, los límites del terreno que a nadie será lícito traspasar.

• Extremar la vigilancia para que ningún muchacho se aparte del grupo, se esconda tras de los setos o se adentre en los bosques o los trigales.

• Impedir que los niños tiren piedras, o bolas de nieve en invierno, corten ramas, roben fruta, pisen los sembrados; en una palabra, que causen perjuicio a nadie.

21. Generalmente durante los paseos, si no hay vigilancia asidua, es cuando más se amistan los muchachos, se hacen más confidencias, se comunican el mal espíritu, los defectos, y se enseñan el mal unos a otros. Por eso hay que reforzar entonces la vigilancia. Si hay varios inspectores, no deben estar juntos, sino ponerse en distintos lugares, para tener más al alcance de la vista a los niños y poder oír lo que dicen.

22. A no ser que les acompañen parientes próximos, los niños no saldrán a la población. No es prudente dejarlos salir con primos o primas, ni menos con paisanos o compinches que vinieren a verlos.

23. Haya siempre un hermano en el dormitorio cuando se acuestan o levantan los alumnos. Procure que todos observen las reglas de la decencia y recato al vestirse, desvestirse o mudar la ropa interior.

24. No se vistan nunca los niños encima de la cama, sino al pie de la misma, del lado derecho y de cara a la pared.

25. Un hermano vigilará los retretes cuando vayan a ellos los muchachos antes de acostarse o al levantarse, así como en cualquier momento del día en que muchos alumnos concurran a dichos lugares.

26. Conviene que tenga cada clase un excusado; las de párvulos que sean numerosas debieran incluso tener dos. Cuídese de que nunca se hallen dos niños en la misma garita, que guarden silencio en esos lugares comunes, que no se demoren en ellos y que las salidas durante las horas de clase estén bien controladas.

27. No se tolere familiaridad alguna entre mayores y pequeños. Ciertos modos de jugar, como agarrarse y echarse unos encima de otros, etc., tampoco han de permitirse, porque degeneran fácilmente en actos peligrosos.

28. No se confíe un párvulo, necesitado de alguna ayuda especial, a uno de los mayores, porque son éstos precisamente los que malician a los otros.
Concluyamos. Con todo y tener que sujetar a los niños dentro del deber, un hermano que posea el verdadero espíritu de su profesión, sabrá compadecerse de su debilidad: con tal fin, les hablará siempre bondadosamente, les reprenderá con indulgencia y les dejará prudente libertad, para conocerlos mejor.

Por otra parte, si la vigilancia debe ser solícita y continua, no ha de mostrarse inquieta, desconfiada, perpleja ni acompañada de conjeturas sin fundamento, en cuyo caso podría llegar a ser injusta, contraria a la caridad e irritante para los niños, que lo notarían fácilmente.

La inspección ha de ser sosegada, serena, sin coacción ni remilgos; llévese a cabo con sencillez y naturalidad, de modo que los alumnos no vean que se les cela estrechamente, y se convenzan de que se está con ellos más bien para prestarles servicios que para vigilarlos.

Llevada así, la vigilancia ganará mucho y se acercará a la perfección. Por lo demás, nada se ha de omitir para alcanzar tal meta. No se extremen, pues, las precauciones, no sea que, al pretender la preservación de las buenas costumbres, los niños caigan en la disimulación e hipocresía, por creer que se desconfía de ellos.

 Fuente: maristas.com.ar 

► La necesidad de la educación según Marcelino Champagnat


Traducción: Hno. Aníbal Cañón Presa
Edición: Hno. José Diez Villacorta

Consejos, lecciones, máximas y enseñanzas de San Marcelino Champagnat donde explica la necesidad de la educación.

CAPÍTULO XXXVI 

NECESIDAD DE LA EDUCACIÓN

¿Quién pensáis ha de ser este niño? (Lc 1, 66). Es la pregunta que se hicieron unos a otros los parientes y vecinos de Zacarías e Isabel, cuando el nacimiento del santo Precursor; es el interrogante más natural, cuando ve la luz un nuevo ser humano.

Pues bien, el Espíritu Santo respondió ya a tal pregunta, al enseñar que la senda por la cual comenzó el joven a andar desde el principio, esa misma seguirá también cuando viejo (Pr 22, 6).
¿Qué creéis ha de ser ese niño? Lo que haga de él la educación, es decir: un caballero cristiano, si se le cría debidamente; un libertino, adversario de Dios y de la religión, perturbador del orden social, si, abandonado a sus antojos, se le deja sin educación.

«Diadema del niño es la educación», dice un proverbio árabe, para significar que de la educación depende el porvenir del muchacho, sus andanzas, todo lo bueno o malo que vaya a ser y a hacer en el mundo.

Ahora bien, la sociedad se remoza incesantemente con los muchachos que a ella afluyen desde las escuelas, igual que el océano se alimenta de los ríos que en él desembocan. Puede afirmarse, pues, que la educación es el blasón de la sociedad, el molde que le imprime un espíritu y unos principios.

Razón tenía el escritor antiguo que afirmó: «La educación lo es todo; ella es la que da el hombre; de ella procede la sociedad, la religión, el bien, el mal, como el río viene de la fuente y la encina de la bellota». Los mismos paganos habían comprendido tal verdad y Platón aseveraba: «La buena educación es fundamento de la sociedad y de los pueblos; la educación desde los más tiernos años es absolutamente necesaria para informar la vida entera; es el asunto más importante de que ha de ocuparse la república, y el deber primordial del magistrado de una ciudad es el mirar por los niños, desde la primera infancia, para que se les críe honrada y santamente».

De ahí el pertinaz empeño con el que, en todos los tiempos y lugares, los dos bandos, el del bien y el del mal, riñen la batalla por el imperio de la educación. El problema, aparentemente anodino, de saber quién se arrimará al muchacho para enseñarle a leer y escribir, el cálculo y demás asignaturas elementales, encierra en último análisis otra cuestión de soberana trascendencia, el triunfo del bien o del mal: el niño pertenecerá toda la vida a éste o al otro bando, es decir, al primero que se adueñe de su corazón. Si una gran mayoría de niños se educa cristianamente, no corre peligro el reino del bien; por el contrario, si esa masa de niños queda sin educación o la recibe mala, prevalecerá el reino del mal y la sociedad entera correrá a su ruina.

Unos cuantos símiles nos lo harán comprender mejor:

1. La educación es para el niño lo que el cultivo para el campo. Por muy bueno que éste sea, si se deja de arar, no da más que zarzas y abrojos. De igual modo, por muy buenas disposiciones que tenga un niño, por fértil que sea el terruño de su alma, si no se le educa, si no se cultiva ese campo, no dará virtudes: su vida será estéril para el bien o producirá sólo agarrones, obras muertas.

Así como el cultivo resulta indispensable al campo para extirpar las malas hierbas, zarzas y espinos que en él crecen, y disponer el terreno para producir buenas plantas, así también la educación es absolutamente necesaria para corregir los defectos incipientes del niño, enderezar sus malas inclinaciones y disponerle el alma para que dé frutos de virtud.

¿Qué es la vida de un hombre que no ha recibido educación, es decir, al que no se le ha inculcado piedad y virtud? Es un año sin primavera; el verano nada tendrá que madurar ni el otoño que cosechar en él; y el curso entero de esa vida será triste estación de invierno, en que todo se hiela, hasta el sol queda sin brillo, y la naturaleza permanece desnuda, yerta.

¿Cuál es el origen del desenfreno de las pasiones que amenazan con invadir la tierra? ¿De dónde procede la perversidad precoz de tantos jóvenes que son el azote de la sociedad? De la falta de educación o de una enseñanza sin principios religiosos.

¿Por qué pregunta san Bernardo hay tantos hombres de edad viciosos o carentes de virtud? Porque no recibieron educación o les enseñaron mal y, cuando eran mozos, no les enmendaron los vicios ni les dispusieron el corazón para la virtud».

2. La educación es para el niño lo que la poda para el árbol. La buena poda es la que da belleza al árbol y depara cantidad y calidad de frutos: cuanto más se cuida la planta, cuanto más se la poda y escamonda, tanto más abundante y exquisita da la fruta. Cualquier árbol que deje de podarse, sólo produce madera o, a lo sumo, redrojos. De igual modo, la educación es la que desarrolla las buenas disposiciones del niño y le prepara las facultades del alma para las más excelsas virtudes. Si la educación no reforma al niño, si no corrige y cercena cuanto hay en él de defectuoso, las pasiones que ya tiene en germen al nacer, crecerán con los años y ahogarán todas las buenas cualidades con que haya nacido, y no le dejarán sino vicios groseros para su propia vergüenza.

«Igual que la vid afirma san Antonino, el alma del hombre necesita la poda». Si se la deja crecer y se la abandona, la vid es la planta que más pronto se asilvestra. Al hombre le ocurre lo mismo: basta privarle del beneficio de la instrucción y educación cristiana, para ver cómo degenera y vuelve a caer en la barbarie y el desenfreno del paganismo.

3. Al arbolillo tierno se le pueden dar todas las formas que se deseen: se le doblega hacia cualquier parte, toma sin resistencia la dirección que se le impone y la conserva siempre; pero si, cuando es grueso y duro, se pretendiera enderezarlo, se quebraría. Es la imagen fiel del niño y de los buenos efectos que en él produce la educación. En la primera infancia no es difícil doblegar su voluntad rebelde: se le corrigen fácilmente las malas inclinaciones, se le reforman cómodamente todos los defectos de carácter; pero cuando es mayor, ya no hay manera de hacerle cambiar. Podad, pues, al niño; escamondadle en su temprana edad: es el modo certero e infalible de asegurarle una vida ubérrima en obras buenas y virtudes.

4. La educación es para el niño lo que un guía seguro para el viandante inexperto. Si a éste se le dirige bien, llega sin dificultad y felizmente al término del viaje. Pero si va por sendas descarriadas, acabará por dar en una sima, si no cae apuñalado por un asesino o despedazado por las fieras.

5. La vida es como un viaje, en el que depende todo de los primeros pasos: se puede tener la seguridad de un término feliz, cuando se ha tomado el camino recto; pero quien se desvíe de éste, apenas iniciada la marcha, se descarriará tanto más cuanto más ande.

«Los niños en decir de Gersón se hallan ante los dos ramales de una bifurcación y plenamente dispuestos a seguir el primero en que se les ponga. Es, pues, de suma importancia señalarles temprano el camino de la virtud y acostumbrarlos a andar por él, porque seguirán toda la vida la dirección que se les dé. Dos amos les invitan a seguirlos: Jesús y el demonio. Si se los conquista para Jesús y se les enseña a seguirle en el camino del cielo, toda la vida serán de Jesús y caminarán por las sendas de la virtud. Al revés, si se les deja emprender los derroteros del vicio y, sobre todo con el mal ejemplo y lecciones perversas, se les induce a seguir tal rumbo, se someterán al demonio y le seguirán hasta el infierno. Ved qué difícil resulta convertir a judíos, turcos, herejes o cismáticos. ¿Por qué tienen tal apego a su error? Porque lo han mamado con la leche; y la educación, como quien dice, les ha incrustado en la mente las falsas opiniones de sus padres. ¿Por qué siguen con tal constancia las desviadas trochas que les conducen al infierno? Porque emprendieron tal camino en la infancia, y no les dejan salir de esos carriles los principios que les inculcaron en la primera educación».

6. La educación es para el niño lo que el piloto para la nave. Un barco sin timonel va infaliblemente a estrellarse contra las rocas o acaba por irse a pique en pleno océano. El joven que estrena mundo sin educación cristiana que le inmunice contra los peligros que en él ha de hallar, es nave lanzada al océano sin piloto que la gobierne, sin brújula que le señale el rumbo: juguete de todos los vicios, combatido por todas las olas, irá a estrellarse contra toda clase de escollos hasta que se lo lleve la vorágine a lo más hondo del abismo. Hay que decirlo sin tapujos: la falta de educación o la mala educación son las que pueblan la tierra de criminales, la sociedad de anarquistas y el infierno de réprobos. Quien toma el camino del infierno ya en su tierna infancia, seguirá andando por él hasta llegar a tan espantosa morada.

7. La educación es para el niño lo que son para una casa los cimientos. Un edificio sin fundamento carece de estabilidad. Si la base es floja, si la construcción no se asienta sobre roca firme, la derribará el viento o se desplomará con las primeras lluvias que reblandezcan el suelo (cf. Mt 7, 2427). Los cimientos de la vida del hombre se echan en la infancia.

«En esa edad dice san Juan Crisóstomo el porvenir depende por completo de la educación recibida: durante la infancia es cuando el hombre se forma para el bien o para el mal, y adquiere hábitos que va a conservar toda la vida». La educación es la que le grabará en la mente los principios religiosos que siempre habrán de ser norma de su conducta; la educación ha de sembrar en su corazón el germen de las virtudes que le guiarán al puerto de la salvación y harán de él un cristiano cabal, un predestinado; la educación le dará los conocimientos propios de la posición social y el género de vida al que la Providencia le llame; la educación, en suma, ha de prepararle el buen éxito en todos los negocios que se le confíen. Si le falta la educación o, por cualquier motivo, no le proporciona esas ventajas, su vida carecerá de fundamento, estará viciada desde los principios y no le va a traer más que una larga serie de culpas y desgracias.

8. Para envenenar las aguas de un río, basta arrojar ponzoña en sus manantiales: desde éstos se propagará por todos los regueros. Para adueñarse de un reino, basta ocupar sus principales plazas fuertes: desde éstas puede uno franquearse con facilidad la entrada en todo el territorio. Así también, para viciar la vida entera de un niño, basta dejarle sin educación o inculcarle principios erróneos: esos principios comunicarán su malicia y veneno a todas las facultades del alma y echarán a perder todas las acciones y virtudes.

¿Qué puede esperarse de un niño abandonado a sus caprichos o mal criado, sino una vida de desórdenes y crímenes? Cuanto más adelante en la vida, tanto más se irá encenagando en el vicio, y llegará a hacerse insensible a cualquier consideración. Al principio, sólo pecará por debilidad; luego se entregará al mal apasionadamente, incluso ufano y satisfecho de sus desmanes. «Ha de adquirir dice san Ambrosio hábitos detestables que, al no hallar ya resistencia alguna, se robustecerán hasta hacerse invencibles. Decidle entonces que reforme sus inclinaciones perversas y cambie de vida. Os responderá: Soy demasiado mayor para cambiar; me he criado así y no puedo ya obrar de otra manera».

El vicio no enmendado refuerza la pasión; la pasión falsea el juicio; el juicio pervierte la voluntad, y la voluntad depravada se complace en la perversión; de todo lo cual se origina el mal hábito. Y una vez creado el mal hábito, éste engendra como una necesidad de vicio y pecado. Para dar a entender la fuerza y la desgracia de semejantes hábitos, la sagrada Escritura echa mano de unas expresiones enérgicas y pavorosas, que debieran hacer temblar a los jóvenes viciosos: Los huesos del impío están impregnados de los vicios de su mocedad, los cuales yacerán con él en el polvo del sepulcro (Jb 20,11). ¿Por qué? Porque han quedado insertos en su naturaleza, adheridos a su propio ser.

«Me han educado pésimamente, confesaba con frecuencia el zar Pedro el Grande, emperador de Rusia. Lejos de reprimir los desmanes de mi genio feroz, los adularon; me doy cuenta ahora y me avergüenzo de ello, mas la fuerza del hábito es tal, que no puedo domeñar mi humor colérico y bárbaro. ¡He logrado cambiar las costumbres de mis súbditos, pero no he podido mudar las mías!».

9. La educación es para el niño lo que el canal para el agua. «Como el agua dice san Jerónimo sigue el caz que se le ha preparado, así también el niño aún tierno da en la flor de Io que se le inculca, se deja guiar y sigue el carril en que se le pone».. Del Espíritu Santo es esta sentencia: La senda por la cual comenzó el joven a andar desde el principio, esa misma seguirá también cuando viejo (Pr 22, 6). Una experiencia secular ha confirmado ese proverbio y nadie puede menos de reconocer que, si con los años se le ha ido serenando la imaginación, consolidando el juicio, y ha acopiado conocimientos, sigue, no obstante, con las mismas aficiones y tendencias, con las primeras costumbres que había adquirido. De modo que, referente a vicios y virtudes, todos los hombres son, poco más o menos, lo que fueron en la juventud: cristianos o libertinos, sobrios o destemplados, castos o disolutos, conforme a la educación recibida. En lo concerniente a moralidad y conducta, se puede juzgar de lo que fue un hombre en la juventud, por lo que es actualmente; así como se puede vaticinar lo que un muchacho va a ser más adelante, por la conducta que observa al salir del centro escolar.

De los diecinueve reyes de Israel, no hay uno solo que no hubiera sido ya perverso en su juventud, y ninguno se volvió a Dios ni se convirtió antes de la muerte. En Judá hubo también diecinueve reyes desde Salomón hasta el cautiverio de Babilonia. Sólo hubo cinco buenos: Asa., Josafat, Joatán, Ezequías y Josias. Todos los demás fueron impíos. Pues bien, los buenos comenzaron a serlo en la juventud y continuaron siéndolo toda la vida. La mayor parte de los que fueron impíos, iniciaron su mala vida en la juventud y ya no cambiaron; tan cierta es la sentencia del Espíritu Santo: La senda por la cual comenzó el joven a andar desde el principio, esa misma seguirá también cuando viejo (Pr 22, 6).

10. Finalmente, la educación es para el niño lo que para la tierra es la semilla. En un campo no se cosecha sino Io que se ha sembrado: si la semilla es de trigo, se cosechará trigo; si es de cizaña, se recogerá cizaña. El corazón del niño es tierra virgen que recibe por vez primera la simiente. Si se prepara y cultiva bien ese corazón, si la semilla es buena, dará frutos abundantes y duraderos. «Lo que se aprende en la infancia dice san Ireneo va creciendo en la mente con los años y no se olvida nunca». Y san Ambrosio agrega: «Así como el arte de leer, cuando se ha. adquirido en la infancia, llega a ser tan natural que se ejercita sin el menor tropiezo y no se pierde nunca, de igual modo, cuando desde la infancia se ha imbuido uno de los preceptos divinos y los ha tomado por regla de conducta, toda la vida los seguirá guardando».

CONCLUSIÓN. Reconozcámoslo una vez más: la vida del niño depende por completo de su educación. Si ésta le falta o, a Io largo de ella, le inculcan malos principios, el niño será un vicioso y emprenderá la senda de la perdición desde el comienzo; y sus pasos, hechos a deslizarse por la pendiente del vicio, le lanzarán a todos los desmanes y le llevarán fatalmente a la muerte eterna. Por el contrario, la buena educación nunca deja de producir sus frutos, aun en los que temporalmente se apartan de los buenos principios que les inculcaron. Las verdades religiosas que llevan profundamente grabadas en el corazón, nunca se borrarán del todo. Por mucho que los vientos de las pasiones sacudan el árbol haciendo caer la fruta y desgajando incluso algunas ramas, el tronco despojado seguirá en pie con las raíces hundidas en la tierra y recibiendo savia nutricia que, llegado el momento providencial, hará que broten nuevas ramas y el árbol dé frutos abundantes. Las conversiones incesantes de que somos testigos, la vuelta a las buenas costumbres y a la práctica de la virtud, son ciertamente consecuencias beneficiosas de la educación cristiana, cosecha de la temprana siembra de la fe y la piedad en el corazón de los niños.

Dión tuvo la desgracia de que su hijo cayera en poder de Dionisio el Tirano. Este urdió contra su enemigo una venganza singular, tanto más cruel cuanto más anodina hubiera podido parecer. En vez de mandar que mataran al muchacho o le encerraran en horrible calabozo, decidió estragarle todas las buenas cualidades del alma. Con tal fin, le dejó sin educar, le abandonó a sus antojos y dio orden de que le toleraran todos los caprichos. El mozo, arrebatado por el torbellino de las pasiones, se entregó a todos los vicios. Cuando el tirano vio que ya había logrado lo que buscaba, se lo devolvió al padre. Lo encomendaron a pedagogos y maestros sabios y virtuosos, que nada omitieron para hacerle cambiar de conducta. Pero fue todo inútil: antes que enmendarse, se arrojó de lo más alto de la casa y se estrelló contra el suelo.


Fuente: maristas.com.ar 

miércoles, 22 de febrero de 2012

►Pensamientos de San Marcelino Champagnat sobre los niños


Escuelas de mi querida patria... APROVECHEMOS el dar a conocer los nobles pensamientos de San Marcelino Champagnat.  Que por nuestro obrar cotidiano, el trato y buen diálogo estemos plasmando el sello gratuito del AMOR en los corazones de todos nuestros jóvenes y niños.
"PARA EDUCAR A UN NIÑO HAY QUE AMARLO"
Gracias por tu visita


miércoles, 1 de febrero de 2012

►Transmitir la fe (2)







Cuando se busca educar en la fe, no cabe separar la semilla de la doctrina de la semilla de la piedad[1]: es preciso unir el conocimiento con la virtud, la inteligencia con los afectos. En este campo, más que en muchos otros, los padres y educadores deben velar por el crecimiento armónico de los hijos. No bastan unas cuantas prácticas de piedad con un barniz de doctrina, ni una doctrina que no fortalezca la convicción de dar el culto debido a Dios, de tratarle, de vivir las exigencias del mensaje cristiano, de hacer apostolado. Es preciso que la doctrina se haga vida, que se resuelva en determinaciones, que no sea algo desligado del día a día, que desemboque en el compromiso, que lleve a amar a Cristo y a los demás. 



Elemento insustituible de la educación es el ejemplo concreto, el testimonio vivo de los padres: rezar con los hijos (al levantarse, al acostarse, al bendecir las comidas); dar la importancia debida al papel de la fe en el hogar (previendo la participación en la Santa Misa durante las vacaciones o buscando lugares adecuados –que no sean dispersivos– para veranear); enseñar de forma natural a defender y transmitir su fe, a difundir el amor a Jesús. «Así, los padres calan profundamente en el corazón de sus hijos, dejando huellas que los posteriores acontecimientos de la vida no lograrán borrar»[2].

Es necesario dedicar tiempo a los hijos: el tiempo es vida[3], y la vida –la de Cristo que vive en el cristiano– es lo mejor que se les puede dar. Pasear, organizar excursiones, hablar de sus preocupaciones, de sus conflictos: en la transmisión de la fe, es preciso, sobre todo, “estar y rezar”; y si nos equivocamos, pedir perdón. Por otro lado, los hijos también han de experimentar el perdón, que les lleva a sentir que el amor que se les tiene es incondicional.

DE PROFESIÓN, PADRE

Explica Benedicto XVI que los más jóvenes, «desde que son pequeños, tienen necesidad de Dios y tienen la capacidad de percibir su grandeza; saben apreciar el valor de la oración y de los ritos, así como intuir la diferencia entre el bien y el mal. Acompañadles, por tanto, en la fe, desde la edad más tierna»[4]. Lograr en los hijos la unidad entre lo que se cree y lo que se vive es un desafío que debe afrontarse evitando la improvisación, y con cierta mentalidad profesional. La educación en la fe debe ser equilibrada y sistemática. Se trata de transmitir un mensaje de salvación, que afecta a toda la persona, y que debe arraigar en la cabeza y el corazón de quien lo recibe: y esto, entre aquellos a quienes más queremos. Está en juego la amistad que los hijos tengan con Jesucristo, tarea que merece los mejores esfuerzos. Dios cuenta con nuestro interés por hacerles asequible la doctrina, para darles su gracia y asentarse en sus almas; por eso, el modo de comunicar no es algo añadido o secundario a la transmisión de la fe, sino que pertenece a su misma dinámica.



Para ser un buen médico no es suficiente atender a unos pacientes: hay que estudiar, leer, reflexionar, preguntar, investigar, asistir a congresos. Para ser padres, hay que dedicar tiempo a examinarse sobre cómo mejorar en la propia labor educadora. En nuestra vida familiar saber es importante, el saber hacer es indispensable y el querer hacer es determinante. Puede no ser fácil, pero no cabe auto-engañarse excusándose en las otras tareas que tenemos: conviene siempre sacar unos minutos al día, o unas horas en periodos de vacaciones, para dedicarlos a la propia formación pedagógica. 

No faltan recursos que pueden ayudar a este perfeccionamiento: abundan los libros, vídeos y portales de internet bien orientados en los que los padres encontrarán ideas para educar mejor. Además, son especialmente eficaces los cursos de Orientación Familiar, que no sólo transmiten un conocimiento, o unas técnicas, sino que ayudan a recorrer el camino de la educación de los hijos y el de la mejora personal, matrimonial y familiar. Conocer con más claridad las características propias de la edad de los hijos, así como el ambiente en el que se mueven sus coetáneos, forma parte del interés normal por saber qué piensan, qué les mueve, qué les interpela. En definitiva, permite conocerlos, y eso facilita educarlos de un modo más consciente y responsable.

MOSTRAR LA BELLEZA DE LA FE

Lograr que los hijos interioricen la fe requiere aprovechar las diferentes situaciones de modo que adviertan la consonancia entre las razones humanas y las sobrenaturales. Los padres y educadores deben, sí, proponer metas, pero mostrando la belleza de la virtud y de una existencia cristiana plena. Conviene, pues, abrir horizontes, sin limitarse a señalar lo que está prohibido o es obligatorio. Si no fuera así, podríamos inducir a pensar que la fe es una dura y fría normativa que coarta, o un código de pecados e imposiciones; nuestros hijos acabarían fijándose sólo en la parte áspera del sendero, sin tener en cuenta la promesa de Jesús: "mi yugo es suave"[5]. Por el contrario, en la educación debe estar muy presente que los mandamientos del Señor vigorizan a la persona, la aúpan a un desarrollo más pleno: no son insensibles negaciones, sino propuestas de acción para proteger y fomentar la vida, la confianza, la paz en las relaciones familiares y sociales. Es intentar imitar a Jesús en el camino de las bienaventuranzas. 

Sería, por eso, un error asociar “motivos sobrenaturales” al cumplimiento de encargos, o de tareas, o de “obligaciones” que les resultan costosas. No es bueno, por ejemplo, abusar del recurso de pedir al niño que se tome la sopa como un sacrificio para el Señor: dependiendo de su vida de piedad y de su edad, puede resultar conveniente, pero hay que buscar otros motivos que le muevan. Dios no puede ser el “antagonista” de los caprichos; más bien hay que intentar que no tengan caprichos, y lleguen a estar en condiciones de alcanzar una vida feliz, desasida, guiada por el amor a Dios y a los demás. 

La familia cristiana transmite la belleza de la fe y del amor a Cristo, cuando se vive en armonía familiar por caridad, sabiendo sonreír y olvidarse de las propias preocupaciones para atender a los demás, a pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en montañas; a poner un gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta la convivencia diaria[6].

Una vida orientada por el olvido propio es, en sí misma, un ideal atractivo para una persona joven. Somos los educadores los que a veces no nos lo creemos del todo, tal vez porque aún nos queda mucho que caminar. El secreto está en relacionar los objetivos de la educación con motivos que nuestros interlocutores entiendan y valoren: ayudar a los amigos, ser útiles o valientes… Cada chico tendrá sus propias inquietudes, que haremos aparecer cuando se planteen por qué vivir la castidad, la templanza, la laboriosidad, el desprendimiento; por qué ser prudentes con internet, o por qué no conviene que pasen horas y horas ante los videojuegos. Así, el mensaje cristiano será percibido en su racionalidad y en su hermosura. Los hijos descubrirán a Dios no como un “instrumento” con el que los padres logran pequeñas metas domésticas, sino como quien es: el Padre que nos ama por encima de todas las cosas, y a quien hemos de querer y adorar; el Creador del universo, al que debemos nuestra existencia; el Maestro bueno, el Amigo que nunca defrauda, y al que no queremos ni podemos decepcionar.

AYUDARLES A ENCONTRAR SU CAMINO

Pero sobre todo, educar en este campo es poner los medios para que los hijos conviertan su entera existencia en un acto de adoración a Dios. Como enseña el Concilio, «la criatura sin el Creador desaparece»[7]: en la adoración encontramos el verdadero fundamento de la madurez personal: si las gentes no adoran a Dios, se adorarán a sí mismas en las diversas formas que registra la historia: el poder, el placer, la riqueza, la ciencia, la belleza…[8]. Promover esta actitud pasa necesariamente por que los chicos descubran en primera persona la figura de Jesús; algo que puede fomentarse desde que son pequeños, propiciando que aprendan a hablar personalmente con Él. ¿No es acaso hacer oración con los hijos contarles cosas de Jesús y sus amigos, o entrar con ellos en las escenas del Evangelio, a raíz de algún incidente cotidiano?

En el fondo, fomentar la piedad en los niños quiere decir facilitar que pongan el corazón en Jesús, que le expliquen los sucesos buenos y los malos; que escuchen la voz de la conciencia, en la que Dios mismo revela su voluntad, y que intenten ponerla en práctica. Los niños adquieren estos hábitos casi como por ósmosis, viendo cómo sus padres tratan al Señor, o lo tienen presente en su día a día. Pues la fe, más que con contenidos o deberes, tiene que ver en primer término con una persona, a la que asentimos sin reservas: nos confiamos. Si se pretende mostrar cómo una Vida –la de Jesús– cambia la existencia del hombre, implicando todas las facultades de la persona, es lógico que los hijos noten que, en primer lugar, nos ha cambiado a nosotros. Ser buenos transmisores de la fe en Jesucristo implica manifestar con nuestra vida nuestra adhesión a su Persona[9]. Ser un buen padre es, en gran medida, ser un padre bueno, que lucha por ser santo: los hijos lo ven, y pueden admirar ese esfuerzo e intentar imitarlo.



Los buenos padres desean que sus hijos alcancen la excelencia y sean felices en todos los aspectos de la existencia: en lo profesional, en lo cultural, en lo afectivo; es lógico, por tanto, que deseen también que no se queden en la mediocridad espiritual. No hay proyecto más maravilloso que el que Dios tiene previsto para cada uno. El mejor servicio que se puede prestar a una persona –a un hijo de modo muy especial– es apoyarla para que responda plenamente a su vocación cristiana, y atine con lo que Dios quiere para él. Porque no se trata de una cuestión accesoria, de la que depende sólo un poco más de felicidad, sino que afecta al resultado global de su vida.

Descubrir cómo se concreta la propia llamada a la santidad es hallar la piedrecita blanca, con un nombre nuevo que nadie conoce sino el que lo recibe[10]: es el encuentro con la verdad sobre uno mismo que dota de sentido a la existencia entera. La biografía de un hombre será distinta según la generosidad con que afronte las distintas opciones que Dios le presentará: pero, en todo caso, la felicidad propia y la de muchas otras personas dependerá de esas respuestas.

VOCACIÓN DE LOS HIJOS, VOCACIÓN DE LOS PADRES

La fe es por naturaleza un acto libre, que no se puede imponer, ni siquiera indirectamente, mediante argumentos “irrefutables”: creer es un don que hunde sus raíces en el misterio de la gracia de Dios y la libre correspondencia humana. Por eso, es natural que los padres cristianos recen por sus hijos, pidiendo que la semilla de la fe que están sembrando en sus almas fructifique; con frecuencia, el Espíritu Santo se servirá de ese afán para suscitar, en el seno de las familias cristianas, vocaciones de muy diverso tipo, para el bien de la Iglesia.

Sin duda, la llamada del hijo puede suponer para los padres la entrega de planes y proyectos muy queridos. Pero eso no es un simple imprevisto, pues forma parte de la maravillosa vocación a la maternidad y a la paternidad. Podría decirse que la llamada divina es doble: la del hijo que se da, y la de los padres que lo dan; y, a veces, puede ser mayor el mérito de estos últimos, elegidos por Dios para entregar lo que más quieren, y hacerlo con alegría.

La vocación de un hijo se convierte así en un motivo de santo orgullo[11], que lleva a los padres a secundarla con su oración y con su cariño. Así lo explicaba el Beato Juan Pablo II: «Estad abiertos a las vocaciones que surjan entre vosotros. Orad para que, como señal de su amor especial, el Señor se digne llamar a uno o más miembros de vuestras familias a servirle. Vivid vuestra fe con una alegría y un fervor que sean capaces de alentar dichas vocaciones. Sed generosos cuando vuestro hijo o vuestra hija, vuestro hermano o vuestra hermana decida seguir a Cristo por este camino especial. Dejad que su vocación vaya creciendo y fortaleciéndose. Prestad todo vuestro apoyo a una elección hecha con libertad»[12].

Las decisiones de entrega a Dios germinan en el seno de una educación cristiana: se podría decir que son como su culmen. La familia se convierte así, gracias a la solicitud de los padres, en una verdadera Iglesia doméstica[13], donde el Espíritu Santo promueve sus carismas. De este modo, la tarea educadora de los padres trasciende la felicidad de los hijos, y llega a ser fuente de vida divina en ambientes hasta entonces ajenos a Cristo.

A.    Aguiló

[1] Forja, n. 918.
[2] Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 60.
[3] Surco, n. 963.
[4] Benedicto XVI, Discurso al congreso eclesial de la diócesis de Roma, 13-VI-2011.
[5] Surco, n. 198.
[6] Es Cristo que pasa, n. 23.
[7] Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 36.
[8] Mons. Javier Echevarría, Carta pastoral, 1-VI-2011 
[9] Santo Tomás, S. Th. II-II, q. 11, a. 1: «dado que el que cree asiente a las palabras de otro, parece que lo principal y como fin de cualquier acto de creer es aquel en cuya aserción se cree; son, en cambio, secundarias las verdades a las que se asiente creyendo en él».
[10] Ap, 2, 17.
[11] Forja, n. 17.
[12] Juan Pablo II, Homilía, 25-II-1981.
[13] Cfr. Conc. Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 11.

►Transmitir la fe (1)




En la propia familia se forja el carácter, la personalidad, las costumbres... y también se aprende a tratar a Dios. Una tarea que cada día resulta más necesaria, como se señala en este editorial.

05 de septiembre de 2011
Cada hijo es una muestra de confianza de Dios con los padres, que les encomienda el cuidado y la guía de una criatura llamada a la felicidad eterna. La fe es el mejor legado que se les puede transmitir; más aún: es lo único verdaderamente importante, pues es lo que da sentido último a la existencia. Dios, por lo demás, nunca encarga una misión sin dar los medios imprescindibles para llevarla a cabo; y así, ninguna comunidad humana está tan bien dotada como la familia para facilitar que la fe arraigue en los corazones. 



EL TESTIMONIO PERSONAL

La educación de la fe no es una mera enseñanza, sino la transmisión de un mensaje de vida. Aunque la palabra de Dios es eficaz en sí misma, para difundirla el Señor ha querido servirse del testimonio y de la mediación de los hombres: el Evangelio resulta convincente cuando se ve encarnado. 

Esto vale de manera particular cuando nos referimos a los niños, que distinguen con dificultad entre lo que se dice y quién lo dice; y adquiere aún más fuerza cuando pensamos en los propios hijos, pues no diferencian claramente entre la madre o el padre que reza y la oración misma: más aún, la oración tiene valor especial, es amable y significativa, porque quien reza es su madre o su padre. 

Esto hace que los padres tengan todo a su favor para comunicar la fe a sus hijos: lo que Dios espera de ellos, más que palabras, es que sean piadosos, coherentes. Su testimonio personal debe estar presente ante los hijos en todo momento, con naturalidad, sin pretender dar lecciones constantemente. 

A veces, basta con que los hijos vean la alegría de sus padres al confesarse, para que la fe se haga fuerte en sus corazones. No cabe minusvalorar la perspicacia de los niños, aunque parezcan ingenuos: en realidad, conocen a sus padres, en lo bueno y en lo menos bueno, y todo lo que éstos hacen –u omiten– es para ellos un mensaje que ayuda a formarlos o los deforma.


Benedicto XVI ha explicado muchas veces que los cambios profundos en las instituciones y en las personas suelen promoverlos los santos, no quienes son más sabios o poderosos: «En las vicisitudes de la historia, [los santos] han sido los verdaderos reformadores que tantas veces han remontado a la humanidad de los valles oscuros en los cuales está siempre en peligro de precipitar; la han iluminado siempre de nuevo» [1]. 

En la familia sucede algo parecido. Sin duda, hay que pensar en cuál es el modo más pedagógico de transmitir la fe, y formarse para ser buenos educadores; pero lo decisivo es el empeño de los padres por querer ser santos. Es la santidad personal la que permitirá acertar con la mejor pedagogía. 

"En todos los ambientes cristianos se sabe, por experiencia, qué buenos resultados da esa natural y sobrenatural iniciación a la vida de piedad, hecha en el calor del hogar. El niño aprende a colocar al Señor en la línea de los primeros y más fundamentales afectos; aprende a tratar a Dios como Padre y a la Virgen como Madre; aprende a rezar, siguiendo el ejemplo de sus padres. Cuando se comprende eso, se ve la gran tarea apostólica que pueden realizar los padres, y cómo están obligados a ser sinceramente piadosos, para poder transmitir –más que enseñar– esa piedad a los hijos" [2].

AMBIENTE DE CONFIANZA Y AMISTAD

Por otra parte, vemos que muchos chicos y chicas –sobre todo, en la juventud y adolescencia– acaban flaqueando en la fe que han recibido cuando sufren algún tipo de prueba. El origen de estas crisis puede ser muy diverso –la presión de un ambiente paganizado, unos amigos que ridiculizan las convicciones religiosas, un profesor que da sus lecciones desde una perspectiva atea o que pone a Dios entre paréntesis–, pero estas crisis cobran fuerza sólo cuando quienes las sufren no aciertan a plantear a las personas adecuadas lo que les pasa. 

Es importante facilitar la confianza con los hijos, y que éstos encuentren siempre disponibles a sus padres para dedicarles tiempo. Los chicos –aun los que parecen más díscolos y despegados– desean siempre ese acercamiento, esa fraternidad con sus padres. La clave suele estar en la confianza: que los padres sepan educar en un clima de familiaridad, que no den jamás la impresión de que desconfían, que den libertad y que enseñen a administrarla con responsabilidad personal. Es preferible que se dejen engañar alguna vez: la confianza, que se pone en los hijos, hace que ellos mismos se avergüencen de haber abusado, y se corrijan; en cambio, si no tienen libertad, si ven que no se confía en ellos, se sentirán movidos a engañar [3]. No hay que esperar a la adolescencia para poner en práctica estos consejos: se puede propiciar desde edades muy tempranas.


Hablar con los hijos es de las cosas más gratas que existen, y la puerta más directa para entablar una profunda amistad con ellos. Cuando una persona adquiere confianza con otra, se establece un puente de mutua satisfacción, y pocas veces desaprovechará la oportunidad de conversar sobre sus inquietudes y sus sentimientos; que es, por otra parte, una manera de conocerse mejor a uno mismo. Aunque hay edades más difíciles que otras para lograr esa cercanía, los padres no deben cejar en su ilusión por llegar a ser amigos de sus hijos: amigos a los que se confían las inquietudes, con quienes se consultan los problemas, de los que se espera una ayuda eficaz y amable [4]. 

En ese ambiente de amistad, los hijos oyen hablar de Dios de un modo grato y atrayente. Todo esto requiere que los padres encuentren tiempo para estar con sus hijos, y un tiempo que sea “de calidad”: el hijo debe percibir que sus cosas nos interesan más que el resto de nuestras ocupaciones. Esto implica acciones concretas, que las circunstancias no pueden llevar a omitir o retrasar una y otra vez: apagar la televisión o el ordenador –o dejar, claramente, de prestarle atención– cuando la chica o el chico pregunta por nosotros y se nota que quiere hablar; recortar la dedicación al trabajo; buscar formas de recreo y entretenimiento que faciliten la conversación y vida familiar, etc. 

EL MISTERIO DE LA LIBERTAD

Cuando está por medio la libertad personal, no siempre las personas hacen lo que más les conviene, o lo que parecería previsible en virtud de los medios que hemos puesto. A veces las cosas se hacen bien pero salen mal –al menos, aparentemente–, y sirve de poco culpabilizarse –o echar la culpa a otros– de esos resultados.

Lo más sensato es pensar cómo educar cada vez mejor, y cómo ayudar a otros a hacer lo mismo; no hay, en este ámbito, fórmulas mágicas. Cada uno tiene un modo propio de ser, que le lleva a explicar y plantear las cosas de un modo diverso; y lo mismo puede decirse de los educandos que, aunque vivan en un ambiente semejante, poseen intereses y sensibilidades diversas.

Tal variedad no es, sin embargo, un obstáculo. Más aún, amplia los horizontes educativos: por una parte, posibilita que la educación se encuadre, realmente, dentro de una relación única, ajena a estereotipos; por otra, la relación con los temperamentos y caracteres de los diversos hijos favorece la pluralidad de situaciones educativas.

Por eso, si bien el camino de la fe de es el más personal que existe –pues hace referencia a lo más íntimo de la persona, su relación con Dios–, podemos ayudar a recorrerlo: eso es la educación. Si consideramos despacio en nuestra oración personal el modo de ser de cada persona, Dios nos dará luces para acertar. 

Transmitir la fe no es tanto una cuestión de estrategia o de programación, como de facilitar que cada uno descubra el designio de Dios para su vida. Ayudarle a que vea por sí mismo que debe mejorar, y en qué, porque nosotros propiamente no cambiamos a nadie: cambian ellos porque quieren.

DIVERSOS ÁMBITOS DE ATENCIÓN

Podrían señalarse diversos aspectos que tienen gran importancia para transmitir la fe. Uno primero es quizá la vida de piedad en la familia, la cercanía a Dios en la oración y los sacramentos. Cuando los padres no la “esconden” –a veces involuntariamente– ese trato con Dios se manifiesta en acciones que lo hacen presente en la familia, de un modo natural y que respeta la autonomía de los hijos. Bendecir la mesa, o rezar con los hijos pequeños las oraciones de la mañana o la noche, o enseñarles a recurrir a los Ángeles Custodios o a tener detalles de cariño con la Virgen, son modos concretos de favorecer la virtud de la piedad en los niños, tantas veces dándoles recursos que les acompañarán toda la vida. 

Otro medio es la doctrina: una piedad sin doctrina es muy vulnerable ante el acoso intelectual que sufren o sufrirán los hijos a lo largo de su vida; necesitan una formación apologética profunda y, al mismo tiempo, práctica. 

Lógicamente, también en este campo es importante saber respetar las peculiaridades propias de cada edad. Muchas veces, hablar sobre un tema de actualidad o un libro podrá ser una ocasión de enseñar la doctrina a los hijos mayores (esto, cuando no sean ellos mismos los que se dirijan a nosotros para preguntarnos). 

Con los pequeños, la formación catequética que pueden recibir en la parroquia o en la escuela es una ocasión ideal. Repasar con ellos las lecciones que han recibido o enseñarles de un modo sugerente aspectos del catecismo que tal vez se han omitido, hacen que los niños entiendan la importancia del estudio de la doctrina de Jesús, gracias al cariño que muestran los padres por ella.

Otro aspecto relevante es la educación en las virtudes, porque si hay piedad y hay doctrina, pero poca virtud, esos chicos o chicas acabarán pensando y sintiendo como viven, no como les dicte la razón iluminada por la fe, o la fe asumida porque pensada. Formar las virtudes requiere resaltar la importancia de la exigencia personal, del empeño en el trabajo, de la generosidad y de la templanza. 

Educar en esos bienes impulsa al hombre por encima de las apetencias materiales; le hace más lúcido, más apto para entender las realidades del espíritu. Quienes educan a sus hijos con poca exigencia –nunca les dicen que “no” a nada y buscan satisfacer todos sus deseos–, ciegan con eso las puertas del espíritu.

Es una condescendencia que puede nacer del cariño, pero también del querer ahorrarse el esfuerzo que supone educar mejor, poner límites a los apetitos, enseñar a obedecer o a esperar. Y como la dinámica del consumismo es de por sí insaciable, caer en ese error lleva a las personas a estilos de vida caprichosos y antojadizos, y les introducen en una espiral de búsqueda de comodidad que supone siempre un déficit de virtudes humanas y de interés por los asuntos de los demás. 

Crecer en un mundo en el que todos los caprichos se cumplen es un pesado lastre para la vida espiritual, que incapacita al alma –casi en la raíz– para la donación y el compromiso.

Otro aspecto que conviene considerar es el ambiente, pues tiene una gran fuerza de persuasión. Todos conocemos chicos educados en la piedad que se han visto arrastrados por un ambiente que no estaban preparados para superar. Por eso, es preciso estar pendientes de dónde se educan los hijos, y crear o buscar entornos que faciliten el crecimiento de la fe y de la virtud. Es algo parecido a lo que sucede en un jardín: nosotros no hacemos crecer a las plantas, pero sí podemos proporcionar los medios –abono, agua, etc.– y el clima adecuados para que crezcan. 

Como aconsejaba san Josemaría a unos padres: "procurad darles buen ejemplo, procurad no esconder vuestra piedad, procurad ser limpios en vuestra conducta: entonces aprenderán, y serán la corona de vuestra madurez y de vuestra vejez" [5].

A. Aguiló

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[1] Benedicto XVI, Discurso en la Vigilia de la Jornada Mundial de la Juventud de Colonia, 20-VIII-2005.
[2] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Conversaciones, n. 103.
[3] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Conversaciones, n. 100.
[4] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, n. 27.
[5] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Tertulia, 12-XI-1972, en http://www.es.josemariaescriva.info/articulo/la-educacion-de-los-hijos

Fuente www.opusdei

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CONSAGRACIÓN DEL MATRIMONIO AL CORAZÓN INMACULADO DE MARÍA

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"Oh, Corazón Inmaculado de María, refugio seguro de nosotros pecadores y ancla firme de salvación, a Ti queremos hoy consagrar nuestro matrimonio. En estos tiempos de gran batalla espiritual entre los valores familiares auténticos y la mentalidad permisiva del mundo, te pedimos que Tu, Madre y Maestra, nos muestres el camino verdadero del amor, del compromiso, de la fidelidad, del sacrificio y del servicio. Te pedimos que hoy, al consagrarnos a Ti, nos recibas en tu Corazón, nos refugies en tu manto virginal, nos protejas con tus brazos maternales y nos lleves por camino seguro hacia el Corazón de tu Hijo, Jesús. Tu que eres la Madre de Cristo, te pedimos nos formes y moldees, para que ambos seamos imágenes vivientes de Jesús en nuestra familia, en la Iglesia y en el mundo. Tu que eres Virgen y Madre, derrama sobre nosotros el espíritu de pureza de corazón, de mente y de cuerpo. Tu que eres nuestra Madre espiritual, ayúdanos a crecer en la vida de la gracia y de la santidad, y no permitas que caigamos en pecado mortal o que desperdiciemos las gracias ganadas por tu Hijo en la Cruz. Tu que eres Maestra de las almas, enséñanos a ser dóciles como Tu, para acoger con obediencia y agradecimiento toda la Verdad revelada por Cristo en su Palabra y en la Iglesia. Tu que eres Mediadora de las gracias, se el canal seguro por el cual nosotros recibamos las gracias de conversión, de amor, de paz, de comunicación, de unidad y comprensión. Tu que eres Intercesora ante tu Hijo, mantén tu mirada misericordiosa sobre nosotros, y acércate siempre a tu Hijo, implorando como en Caná, por el milagro del vino que nos hace falta. Tu que eres Corredentora, enséñanos a ser fieles, el uno al otro, en los momentos de sufrimiento y de cruz. Que no busquemos cada uno nuestro propio bienestar, sino el bien del otro. Que nos mantengamos fieles al compromiso adquirido ante Dios, y que los sacrificios y luchas sepamos vivirlos en unión a tu Hijo Crucificado. En virtud de la unión del Inmaculado Corazón de María con el Sagrado Corazón de Jesús, pedimos que nuestro matrimonio sea fortalecido en la unidad, en el amor, en la responsabilidad a nuestros deberes, en la entrega generosa del uno al otro y a los hijos que el Señor nos envíe. Que nuestro hogar sea un santuario doméstico donde oremos juntos y nos comuniquemos con alegría y entusiasmo. Que siempre nuestra relación sea, ante todos, un signo visible del amor y la fidelidad. Te pedimos, Oh Madre, que en virtud de esta consagración, nuestro matrimonio sea protegido de todo mal espiritual, físico o material. Que tu Corazón Inmaculado reine en nuestro hogar para que así Jesucristo sea amado y obedecido en nuestra familia. Qué sostenidos por Su amor y Su gracia nos dispongamos a construir, día a día, la civilización del amor: el Reinado de los Dos Corazones. Amén. -Madre Adela Galindo, Fundadora SCTJM

CONSAGRACIÓN DEL MATRIMONIO A LOS DOS CORAZONES EN SU RENOVACIÓN DE VOTOS

CONSAGRACIÓN DEL MATRIMONIO A LOS DOS CORAZONES EN SU RENOVACIÓN DE VOTOS
Oh Corazones de Jesús y María, cuya perfecta unidad y comunión ha sido definida como una alianza, término que es también característico del sacramento del matrimonio, por que conlleva una constante reciprocidad en el amor y en la dedicación total del uno al otro. Es la alianza de Sus Corazones la que nos revela la identidad y misión fundamental del matrimonio y la familia: ser una comunidad de amor y vida. Hoy queremos dar gracias a los Corazones de Jesús y María, ante todo, por que en ellos hemos encontrado la realización plena de nuestra vocación matrimonial y por que dentro de Sus Corazones, hemos aprendido las virtudes de la caridad ardiente, de la fidelidad y permanencia, de la abnegación y búsqueda del bien del otro. También damos gracias por que en los Corazones de Jesús y María hemos encontrado nuestro refugio seguro ante los peligros de estos tiempos en que las dos grandes culturas la del egoísmo y de la muerte, quieren ahogar como fuerte diluvio la vida matrimonial y familiar. Hoy deseamos renovar nuestros votos matrimoniales dentro de los Corazones de Jesús y María, para que dentro de sus Corazones permanezcamos siempre unidos en el amor que es mas fuerte que la muerte y en la fidelidad que es capaz de mantenerse firme en los momentos de prueba. Deseamos consagrar los años pasados, para que el Señor reciba como ofrenda de amor todo lo que en ellos ha sido manifestación de amor, de entrega, servicio y sacrificio incondicional. Queremos también ofrecer reparación por lo que no hayamos vivido como expresión sublime de nuestro sacramento. Consagramos el presente, para que sea una oportunidad de gracia y santificación de nuestras vidas personales, de nuestro matrimonio y de la vida de toda nuestra familia. Que sepamos hoy escuchar los designios de los Corazones de Jesús y María, y respondamos con generosidad y prontitud a todo lo que Ellos nos indiquen y deseen hacer con nosotros. Que hoy nos dispongamos, por el fruto de esta consagración a construir la civilización del amor y la vida. Consagramos los años venideros, para que atentos a Sus designios de amor y misericordia, nos dispongamos a vivir cada momento dentro de los Corazones de Jesús y María, manifestando entre nosotros y a los demás, sus virtudes, disposiciones internas y externas. Consagramos todas las alegrías y las tristezas, las pruebas y los gozos, todo ofrecido en reparación y consolación a Sus Corazones. Consagramos toda nuestra familia para que sea un santuario doméstico de los Dos Corazones, en donde se viva en oración, comunión, comunicación, generosidad y fidelidad en el sufrimiento. Que los Corazones de Jesús y María nos protejan de todo mal espiritual, físico o material. Que los Dos Corazones reinen en nuestro matrimonio y en nuestra familia, para que Ellos sean los que dirijan nuestros corazones y vivamos así, cada día, construyendo el reinado de sus Corazones: la civilización del amor y la vida. Amén! Nombre de esposos______________________________ Fecha________________________ -Madre Adela Galindo, Fundadora SCTJM

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