La sacralidad de la vida humana se sostiene sobre tres razones fundamentales: la razón de su origen, la razón de su naturaleza y la razón de su destino.
SAGRADA POR SU ORIGEN
En la primera página del Génesis, bajo un ropaje en apariencia ingenuo y mítico, se narran acontecimientos históricos: la creación del universo y del hombre. Dios modela una porción de arcilla -semejando en su quehacer al alfarero-, sopla y le infunde un aliento de vida, el espíritu inmortal. La materia se anima de un modo nuevo, superior: nace la primera criatura humana, a imagen y semejanza del Creador. El hombre no es cabalmente un producto de la materia, aunque la materia sea uno de sus componentes; goza de un «soplo» o toque divino, irreductible a lo corpóreo, que lo hace desde el primer instante de su existencia lo que llamamos «persona». La dimensión espiritual de la persona es obra exclusiva de Dios. Por esto cabe decir con toda propiedad que cada vida humana es sagrada, pues desde su comienzo es una obra en la que se ha comprometido el Creador. Su origen inmediato se encuentra en Dios.
Dios es origen primero de cuanto existe. Pero ha otorgado también a sus criaturas capacidad y poder de hacer y propagar el bien, siendo origen causal unas de otras, por generación o composición. Con todo, el origen de cada persona es muy singular, pues aunque en su génesis intervienen los padres, poniendo la base material, biológica, a la vez Dios interviene produciendo de la nada lo que la tradición llama «alma» espiritual y la infunde en el minúsculo cuerpo engendrado por los padres. La espiritualidad del alma distingue esencialmente al hombre de las demás criaturas de este mundo, hace que el cuerpo humano no sea como los demás cuerpos, sino cuerpo personal, con características específicas muy netas, apto incluso para ser convertido en templo del Espíritu Santo. Pero ya desde el momento de la concepción, el alma rige todo el desarrollo del embrión y, salvo accidentes o atentados, lo llevará a la relativa perfección que cabe alcanzar en la tierra.
El hombre engendra y, simultáneamente, Dios crea; de tal modo que, en la generación, es muchísimo mayor la obra de Dios que la obra del hombre. Dice San Agustín que Dios es quien da vigor a la semilla y fecundidad a la madre, y sólo Él pone -creándola- el alma. Por eso, nos hace esta sugerencia bellísima: «cuando alguno de vosotros besa a un niño, en virtud de la religión debe descubrir las manos de Dios que lo acaban de formar, pues es una obra aún reciente (de Dios), al cual, de algún modo, besamos, ya que lo hacemos con lo que Él ha hecho. Así pues, la vida humana, desde su concepción posee valor divino, sagrado».
Todavía más la vida del cristiano en gracia de Dios. El historiador Eusebio de Cesarea narra que el mártir de Alejandría de Egipto, Leónidas, padre de Orígenes, al primero de sus siete hijos, uno de los más insignes talentos que tuvo la humanidad, gozoso por la admirable precocidad de semejante hijo, y dando gracias a Dios por habérselo concedido, mientras el niño dormía, se inclinaba sobre él y le besaba el pecho, pensando que en él habitaba el Espíritu Santo (Eusebio de C., Historia Eccl., 1, VI, c. II, 11). Este es el secreto de la vida sobrenatural del cristiano: el ser vitalizado por la gracia, es decir, por la acción del Espíritu Santo.
SAGRADA POR NATURALEZA
¿Qué resulta de la acción creadora de Dios con la participación de los padres, en la generación? Una «imagen» de Dios. Esta es la gran revelación sobre la naturaleza humana: «Dios creó al hombre a su imagen (... ), varón y mujer los creó» (Gen 1, 27). «Esto -explica Juan Pablo II- es lo que se quiere recordar cuando se afirma que la vida humana es sagrada». Explica también que el Concilio Vaticano II afirme que «el hombre es la única criatura de este mundo que Dios ha querido por sí misma». Para Dios, todos y cada uno de los seres humanos poseen un valor excepcional, único, irrepetible, insustituible.
¿Desde cuándo? Desde el momento en que es concebido en el seno de la madre (cfr. Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, nº. 13). Nuestra vida -enseña el Papa- es un don que brota del amor de un Padre, que reserva a todo ser humano, desde su concepción, un lugar especial en su corazón, llamándolo a la comunión gozosa de su casa. En toda vida, aún la recién concebida, como también incluso en la débil y sufriente, el cristiano sabe reconocer el sí que Dios le ha dirigido de una vez para siempre, y sabe comprometerse para hacer de este sí la norma de la propia actitud hacia cada uno de sus prójimos, en cualquier situación en que se encuentre.
Hoy, tras importantes hallazgos de la genética experimental y de la investigación filosófica y teológica, podemos y debemos mejorar aquella sentencia de Aristóteles -que hizo suya Santo Tomás- del siguiente modo: el embrión humano es algo divino en tanto que es ya un hombre en acto. Por minúsculo que resulte a nuestra mirada, encierra una estructura grandiosa, admirable, completísima, animada por un espíritu inmortal, que constituye un macrocosmos sagrado.
Estamos en peligro de perder la sensibilidad ante lo grandioso de la maternidad/paternidad. Cooperar con Dios en la procreación es intervenir activamente en un portentoso milagro, porque, en cierto sentido, «es más milagro -dice Tomás de Aquino en Los cuatro opuestos- el crear almas, aunque esto maraville menos, que iluminar a un ciego; sin embargo, como esto es más raro, se tiene por más admirable». San Agustín queda incluso más admirado ante la formación de un nuevo ser humano que ante la resurrección de un muerto. Cuando Dios resucita a un muerto, recompone huesos y cenizas; sin embargo -explica ese grande del saber teológico- «tú, antes de llegar a ser hombre, no eras ni ceniza ni huesos; y has sido hecho, no siendo antes absolutamente nada».
Si dependiera de nosotros que Dios resucitase a un muerto (pariente, amigo o desconocido), seguramente haríamos todo cuanto estuviera en nuestro poder, por costoso que resultase. Si Dios nos dijera: haz esto, y este hombre volverá a la vida; sentiríamos una emoción profunda y nos hallaríamos felices de ser cooperadores de un hecho portentoso, divino. Pues aún de mayor relieve es la concepción de un nuevo ser humano. De donde no había nada, surge una imagen de Dios.
SAGRADA POR SU FIN Y SENTIDO DIVINOS
Toda vida humana es fruto del amor de la Trinidad que llama a cada hombre (varón o mujer) a la eterna comunión gozosa con las tres Personas divinas (Cfr. Mt 25, 21.23). Toda persona ha sido ordenada a un fin sobrenatural, es decir, a participar de los bienes divinos que superan la comprensión de la mente humana (DS 3005).
Todos los seres humanos -dice Juan Pablo II- deberían valorar la individualidad de cada una de las personas como criatura de Dios, llamada a ser hermano de Cristo en virtud de la encarnación y redención universal. Para nosotros la sacralidad de la persona se funda en estas premisas. Y sobre estas premisas se funda nuestra celebración de la vida, de toda vida humana. En rigor, las actitudes hostiles a la natalidad no sólo son deficitarias en conocimientos de matemáticas (porque no advierten el tremendo problema que se avecina con el envejecimiento de la población) sino que también son in-humanas, y, por supuesto, absolutamente extrañas al cristianismo. Se requiere haber perdido de vista lo que el hombre es y el sentido de la vida, para caer en esa suerte de nihilismo que prefiere la nada al ser; o suscribir el paradójico hedonismo que desprecia los bienes eternos por mantener, a toda costa, algunas comodidades provisionales. Es preciso recordar que el problema de la natalidad, como cualquier otro referente a la vida humana, hay que considerarlo, por encima de las perspectivas parciales de orden biológico o sociológico, a la luz de una visión integral del hombre y de su vocación, no sólo natural y terrena, sino también sobrenatural y eterna (cfr. Pablo VI, Humanae vitae)
UN CRIMEN ABOMINABLE
La vida humana es, pues, tanto por su origen, como por su naturaleza, como por su fin o sentido, una criatura muy de Dios, muy especialmente suya. Atentar contra esa vida es atentar contra la propiedad de Dios, como desafiarle cara a cara. «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Cfr. Mt 25, 40). Estas palabras de Jesucristo nos hablan del punto extremo al que llega su amorosa solidaridad con cada uno de nosotros. Respeta infinitamente nuestra libertad, pero quien la use contra su imagen -varón o mujer-, quiérase o no, la usa contra Dios mismo. Y ante Él, más que ante tribunales e historias humanas, habrá que responder.
Se comprende bien así que la Iglesia católica haya enseñado siempre -también hoy porque es verdad perenne-, que el aborto procurado es un crimen abominable: Dios, Señor de la vida, ha confiado a los hombres la excelsa misión de conservar la vida, misión que deben cumplir de modo digno del hombre. Por consiguiente, se ha de proteger la vida con el máximo cuidado desde la concepción; tanto el aborto como el infanticidio son crímenes nefandos (cfr. Vat II, GS 51,3). La cooperación formal a un aborto constituye un pecado grave. La Iglesia sanciona con pena canónica de excomunión este delito: "quien procura el aborto, si éste se produce, incurre en excomunión latae sententiae" (CIC, can. 1398) es decir, "de modo que incurre ipso facto en ella quien comete el delito" (CIC, can 1314), en las condiciones previstas por el Derecho (cfr. CIC, can. 1323-24). Con esto la Iglesia no pretende restringir el ámbito de la misericordia divina; lo que hace es proclamar la gravedad del crimen cometido, el daño irreparable causado al inocente a quien se da muerte, a sus padres y a toda la sociedad.
El infanticidio (cfr. GS 51,3), el fratricidio, el parricidio, el homicidio del cónyuge son crímenes especialmente graves a causa de los vínculos naturales que rompen. Preocupaciones de eugenismo o de salud pública no pueden justificar ningún homicidio, aunque fuera ordenado por las propias autoridades (CEC 2268).
Se comprende que hay situaciones límite en las cuales surge la fuerte tentación de claudicar y matar o matarse. Ni el aborto procurado ni la eutanasia suicida son caprichos de sólo gente enajenada. Pero la comprensión y la compasión no pueden convertirse en cómplices de un asesinato. A la persona, su conciencia moral puede pedirle alguna vez un acto de heroísmo al servicio de la dignidad de la persona y de la sociedad. Las leyes civiles han de hacerse eco de ello. El Estado no puede eximirse de defender absoluta y positivamente la vida de sus súbditos en particular y de todos en general. Es una cuestión de bien común, fin esencial del Estado. Y esto se puede entender desde la mera razón jurídica, como muestra la Encíclica Evangelium vitae.
NO HAY VIDA HUMANA INÚTIL
Para el cristiano no hay vida humana inútil, por más que las apariencias sugieran lo contrario. Toda persona, cualquiera que sea su estado físico o psíquico, es eternamente llamada a ser eternamente feliz en el Cielo. Aunque a veces cueste entenderlo, también el dolor entra en los planes de Dios, quien lo encamina al bien de los que le aman.
«Una tribulación pasajera y liviana -dice el apóstol Pablo-, produce un inmenso e incalculable tesoro de gloria» (2 Cor 4, 13-15). ¿Qué decir, pues, de una tribulación grave y duradera, como puede ser una vida con tremendas deficiencias físicas o psíquicas, tanto para quien la sufre como para quienes han de protegerla y mimarla? No hay palabras para expresar la grandeza y el honor eterno que alcanzarán. «Considero, hermanos -insiste San Pablo-, que no se pueden comparar los sufrimientos de esta vida presente con la gloria futura que se ha de manifestar en nosotros» (Rom 21, 8-18). El Apóstol se gozaba en sus sufrimientos, porque así cumplía en su carne una porción de lo que Cristo ha querido sufrir en su Cuerpo, que es la Iglesia, para el bien de sus miembros y de toda la humanidad (Cfr. 1 Cor 12, 27).
Por eso, la Iglesia -afirma el Papa- cree firmemente que la vida humana, aunque débil y enferma, es siempre un don espléndido del Dios de la bondad. Contra el pesimismo y el egoísmo, que ofuscan el mundo, la Iglesia está en favor de la vida.
Via: arvo,net