En todo aborto muere más de un ser humano. Sí: en el aborto, aunque muchos cierren los ojos, no sólo muere el hijo (pequeñito, quizá minúsculo) que vivía en un lugar caliente y seguro. Muere un poco, y no sólo un poco, el corazón de una madre. Muere, o queda gravemente herida, la vocación de un médico o de algún enfermero. Estaban llamados a servir y proteger a los débiles y un día, quién sabe por qué, empezaron a practicar abortos. Muere también la conciencia de la sociedad, que quizá permite legalmente el que inocentes, embriones o fetos indefensos, puedan ser eliminados.
Lo mejor que podemos hacer para rescatar a una mujer que ha abortado es ayudarle a decir abiertamente lo que siente, sin miedo. Ha permitido, ha provocado, la muerte del hijo. ¿Todo termina ahí? No: todo comienza ahí.
El inicio de una purificación de la conciencia, de un cambio radical, se produce cuando llamamos a las cosas por su nombre, cuando reconocemos nuestras responsabilidades, nuestros defectos, nuestros delitos. El mundo está lleno de ladrones que no sólo creen que son inocentes, sino que incluso presumen de sus grandes “hazañas”. El mundo está lleno de políticos que no dudan en hacer trampas para ocupar un cargo público, y que incluso consideran que esto es parte del “sistema”. Pero cuando un ladrón, un día de sol o de lluvia, reconoce abiertamente, con sencillez, que ha cometido un robo, que ha sido injusto, puede rescatarse para la sociedad, puede empezar a cambiar a fondo.
En la actualidad, nos encontramos con países y gobiernos que han cerrado los ojos al drama del aborto, un auténtico crimen de seres inocentes. En algunos lugares se ha establecido todo un sistema de leyes, de procedimientos médicos, incluso de asistencias psicológicas, para que el aborto pueda ser llevado adelante sin grandes traumas. Mientras, su verdad dramática queda oculta, incluso con toda una terminología que llega a convertir al hijo en “producto de la concepción”, un “preembrión” o un conjunto de células sin mayor valor que el que pueda tener una verruga en la cara...
Lo que nos está pasando ha ocurrido en otros tiempos. Ha habido sociedades enteras que han aceptado y practicado delitos que hoy nos llenan de dolor. La esclavitud es un botón de muestra: millares de esclavos han sido vendidos y usados como objetos, han visto humillada su dignidad, han muerto como animales en barcos de transporte. Todo un sistema legal “regulaba” una estructura de violencia, en la que hasta existían normas que, si eran incumplidas, se convertían en un delito dentro del delito...
Con el aborto pasa algo parecido: en algunos países “civilizados” se establecen normas legales, módulos de inscripción, consultorios. Las leyes dictaminan si el aborto se puede hacer antes o después de los tres primeros meses de embarazo, bajo qué condiciones, con qué equipo médico. Mientras, detrás de las sábanas y de los bisturís esterilizados, se consuma silenciosamente, injustamente, la eliminación de los más pequeños miembros de nuestra especie humana...
Pero mil leyes no pueden convertir en derecho (algo recto, algo justo) lo que es un delito. Ni pueden acallar esa voz interior que susurra, a veces que grita, que ese niño, que ese hijo, tenía derecho a vivir.
Es tortura psicológica ignorar el sufrimiento de la madre que ha abortado. Es injusticia no permitirle el desahogo de las lágrimas y el consuelo de la verdad. Porque la verdad no está solamente en declarar su culpa, sino en iniciar su victoria. Si, además, tiene fe, podrá descubrir que Dios no la condena, sino que la comprende y la acoge como nadie puede hacerlo. Sólo Dios es capaz de limpiar las heridas más profundas del corazón humano.
También la sociedad de algunos países necesita quitarse escamas y descubrir un sistema de muerte y de injusticia que ha sido “reglamentado”. Es urgente hacerlo cuanto antes, para que nuestros hijos no nos acusen de cobardes ni lleguen a pensar en que fueron “afortunados”, pues pudieron escapar a un sistema criminal que admitió la muerte, quizá, de alguno de sus hermanos...
Hay discriminación cuando niños no nacidos, tal vez marcados por alguna enfermedad o defecto genético, o simplemente hijos de familias pobres o de mujeres solteras, son excluidos del mundo de los vivos, precisamente por quienes podrían ayudarles a un nacimiento digno e higiénicamente seguro. Hay discriminación cuando una pareja decide abortar al feto porque es niño (y querrían una niña), o porque es niña (y querrían un niño). Las feministas no pueden callar ante los abortos discriminatorios. Los “masculinistas” tampoco...
Fernando Pascual es Doctor en filosofía por la Universidad Gregoriana Ha publicado varios libros.
Via:www.vidasiempre.com