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miércoles, 1 de febrero de 2012

►Transmitir la fe (2)







Cuando se busca educar en la fe, no cabe separar la semilla de la doctrina de la semilla de la piedad[1]: es preciso unir el conocimiento con la virtud, la inteligencia con los afectos. En este campo, más que en muchos otros, los padres y educadores deben velar por el crecimiento armónico de los hijos. No bastan unas cuantas prácticas de piedad con un barniz de doctrina, ni una doctrina que no fortalezca la convicción de dar el culto debido a Dios, de tratarle, de vivir las exigencias del mensaje cristiano, de hacer apostolado. Es preciso que la doctrina se haga vida, que se resuelva en determinaciones, que no sea algo desligado del día a día, que desemboque en el compromiso, que lleve a amar a Cristo y a los demás. 



Elemento insustituible de la educación es el ejemplo concreto, el testimonio vivo de los padres: rezar con los hijos (al levantarse, al acostarse, al bendecir las comidas); dar la importancia debida al papel de la fe en el hogar (previendo la participación en la Santa Misa durante las vacaciones o buscando lugares adecuados –que no sean dispersivos– para veranear); enseñar de forma natural a defender y transmitir su fe, a difundir el amor a Jesús. «Así, los padres calan profundamente en el corazón de sus hijos, dejando huellas que los posteriores acontecimientos de la vida no lograrán borrar»[2].

Es necesario dedicar tiempo a los hijos: el tiempo es vida[3], y la vida –la de Cristo que vive en el cristiano– es lo mejor que se les puede dar. Pasear, organizar excursiones, hablar de sus preocupaciones, de sus conflictos: en la transmisión de la fe, es preciso, sobre todo, “estar y rezar”; y si nos equivocamos, pedir perdón. Por otro lado, los hijos también han de experimentar el perdón, que les lleva a sentir que el amor que se les tiene es incondicional.

DE PROFESIÓN, PADRE

Explica Benedicto XVI que los más jóvenes, «desde que son pequeños, tienen necesidad de Dios y tienen la capacidad de percibir su grandeza; saben apreciar el valor de la oración y de los ritos, así como intuir la diferencia entre el bien y el mal. Acompañadles, por tanto, en la fe, desde la edad más tierna»[4]. Lograr en los hijos la unidad entre lo que se cree y lo que se vive es un desafío que debe afrontarse evitando la improvisación, y con cierta mentalidad profesional. La educación en la fe debe ser equilibrada y sistemática. Se trata de transmitir un mensaje de salvación, que afecta a toda la persona, y que debe arraigar en la cabeza y el corazón de quien lo recibe: y esto, entre aquellos a quienes más queremos. Está en juego la amistad que los hijos tengan con Jesucristo, tarea que merece los mejores esfuerzos. Dios cuenta con nuestro interés por hacerles asequible la doctrina, para darles su gracia y asentarse en sus almas; por eso, el modo de comunicar no es algo añadido o secundario a la transmisión de la fe, sino que pertenece a su misma dinámica.



Para ser un buen médico no es suficiente atender a unos pacientes: hay que estudiar, leer, reflexionar, preguntar, investigar, asistir a congresos. Para ser padres, hay que dedicar tiempo a examinarse sobre cómo mejorar en la propia labor educadora. En nuestra vida familiar saber es importante, el saber hacer es indispensable y el querer hacer es determinante. Puede no ser fácil, pero no cabe auto-engañarse excusándose en las otras tareas que tenemos: conviene siempre sacar unos minutos al día, o unas horas en periodos de vacaciones, para dedicarlos a la propia formación pedagógica. 

No faltan recursos que pueden ayudar a este perfeccionamiento: abundan los libros, vídeos y portales de internet bien orientados en los que los padres encontrarán ideas para educar mejor. Además, son especialmente eficaces los cursos de Orientación Familiar, que no sólo transmiten un conocimiento, o unas técnicas, sino que ayudan a recorrer el camino de la educación de los hijos y el de la mejora personal, matrimonial y familiar. Conocer con más claridad las características propias de la edad de los hijos, así como el ambiente en el que se mueven sus coetáneos, forma parte del interés normal por saber qué piensan, qué les mueve, qué les interpela. En definitiva, permite conocerlos, y eso facilita educarlos de un modo más consciente y responsable.

MOSTRAR LA BELLEZA DE LA FE

Lograr que los hijos interioricen la fe requiere aprovechar las diferentes situaciones de modo que adviertan la consonancia entre las razones humanas y las sobrenaturales. Los padres y educadores deben, sí, proponer metas, pero mostrando la belleza de la virtud y de una existencia cristiana plena. Conviene, pues, abrir horizontes, sin limitarse a señalar lo que está prohibido o es obligatorio. Si no fuera así, podríamos inducir a pensar que la fe es una dura y fría normativa que coarta, o un código de pecados e imposiciones; nuestros hijos acabarían fijándose sólo en la parte áspera del sendero, sin tener en cuenta la promesa de Jesús: "mi yugo es suave"[5]. Por el contrario, en la educación debe estar muy presente que los mandamientos del Señor vigorizan a la persona, la aúpan a un desarrollo más pleno: no son insensibles negaciones, sino propuestas de acción para proteger y fomentar la vida, la confianza, la paz en las relaciones familiares y sociales. Es intentar imitar a Jesús en el camino de las bienaventuranzas. 

Sería, por eso, un error asociar “motivos sobrenaturales” al cumplimiento de encargos, o de tareas, o de “obligaciones” que les resultan costosas. No es bueno, por ejemplo, abusar del recurso de pedir al niño que se tome la sopa como un sacrificio para el Señor: dependiendo de su vida de piedad y de su edad, puede resultar conveniente, pero hay que buscar otros motivos que le muevan. Dios no puede ser el “antagonista” de los caprichos; más bien hay que intentar que no tengan caprichos, y lleguen a estar en condiciones de alcanzar una vida feliz, desasida, guiada por el amor a Dios y a los demás. 

La familia cristiana transmite la belleza de la fe y del amor a Cristo, cuando se vive en armonía familiar por caridad, sabiendo sonreír y olvidarse de las propias preocupaciones para atender a los demás, a pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en montañas; a poner un gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta la convivencia diaria[6].

Una vida orientada por el olvido propio es, en sí misma, un ideal atractivo para una persona joven. Somos los educadores los que a veces no nos lo creemos del todo, tal vez porque aún nos queda mucho que caminar. El secreto está en relacionar los objetivos de la educación con motivos que nuestros interlocutores entiendan y valoren: ayudar a los amigos, ser útiles o valientes… Cada chico tendrá sus propias inquietudes, que haremos aparecer cuando se planteen por qué vivir la castidad, la templanza, la laboriosidad, el desprendimiento; por qué ser prudentes con internet, o por qué no conviene que pasen horas y horas ante los videojuegos. Así, el mensaje cristiano será percibido en su racionalidad y en su hermosura. Los hijos descubrirán a Dios no como un “instrumento” con el que los padres logran pequeñas metas domésticas, sino como quien es: el Padre que nos ama por encima de todas las cosas, y a quien hemos de querer y adorar; el Creador del universo, al que debemos nuestra existencia; el Maestro bueno, el Amigo que nunca defrauda, y al que no queremos ni podemos decepcionar.

AYUDARLES A ENCONTRAR SU CAMINO

Pero sobre todo, educar en este campo es poner los medios para que los hijos conviertan su entera existencia en un acto de adoración a Dios. Como enseña el Concilio, «la criatura sin el Creador desaparece»[7]: en la adoración encontramos el verdadero fundamento de la madurez personal: si las gentes no adoran a Dios, se adorarán a sí mismas en las diversas formas que registra la historia: el poder, el placer, la riqueza, la ciencia, la belleza…[8]. Promover esta actitud pasa necesariamente por que los chicos descubran en primera persona la figura de Jesús; algo que puede fomentarse desde que son pequeños, propiciando que aprendan a hablar personalmente con Él. ¿No es acaso hacer oración con los hijos contarles cosas de Jesús y sus amigos, o entrar con ellos en las escenas del Evangelio, a raíz de algún incidente cotidiano?

En el fondo, fomentar la piedad en los niños quiere decir facilitar que pongan el corazón en Jesús, que le expliquen los sucesos buenos y los malos; que escuchen la voz de la conciencia, en la que Dios mismo revela su voluntad, y que intenten ponerla en práctica. Los niños adquieren estos hábitos casi como por ósmosis, viendo cómo sus padres tratan al Señor, o lo tienen presente en su día a día. Pues la fe, más que con contenidos o deberes, tiene que ver en primer término con una persona, a la que asentimos sin reservas: nos confiamos. Si se pretende mostrar cómo una Vida –la de Jesús– cambia la existencia del hombre, implicando todas las facultades de la persona, es lógico que los hijos noten que, en primer lugar, nos ha cambiado a nosotros. Ser buenos transmisores de la fe en Jesucristo implica manifestar con nuestra vida nuestra adhesión a su Persona[9]. Ser un buen padre es, en gran medida, ser un padre bueno, que lucha por ser santo: los hijos lo ven, y pueden admirar ese esfuerzo e intentar imitarlo.



Los buenos padres desean que sus hijos alcancen la excelencia y sean felices en todos los aspectos de la existencia: en lo profesional, en lo cultural, en lo afectivo; es lógico, por tanto, que deseen también que no se queden en la mediocridad espiritual. No hay proyecto más maravilloso que el que Dios tiene previsto para cada uno. El mejor servicio que se puede prestar a una persona –a un hijo de modo muy especial– es apoyarla para que responda plenamente a su vocación cristiana, y atine con lo que Dios quiere para él. Porque no se trata de una cuestión accesoria, de la que depende sólo un poco más de felicidad, sino que afecta al resultado global de su vida.

Descubrir cómo se concreta la propia llamada a la santidad es hallar la piedrecita blanca, con un nombre nuevo que nadie conoce sino el que lo recibe[10]: es el encuentro con la verdad sobre uno mismo que dota de sentido a la existencia entera. La biografía de un hombre será distinta según la generosidad con que afronte las distintas opciones que Dios le presentará: pero, en todo caso, la felicidad propia y la de muchas otras personas dependerá de esas respuestas.

VOCACIÓN DE LOS HIJOS, VOCACIÓN DE LOS PADRES

La fe es por naturaleza un acto libre, que no se puede imponer, ni siquiera indirectamente, mediante argumentos “irrefutables”: creer es un don que hunde sus raíces en el misterio de la gracia de Dios y la libre correspondencia humana. Por eso, es natural que los padres cristianos recen por sus hijos, pidiendo que la semilla de la fe que están sembrando en sus almas fructifique; con frecuencia, el Espíritu Santo se servirá de ese afán para suscitar, en el seno de las familias cristianas, vocaciones de muy diverso tipo, para el bien de la Iglesia.

Sin duda, la llamada del hijo puede suponer para los padres la entrega de planes y proyectos muy queridos. Pero eso no es un simple imprevisto, pues forma parte de la maravillosa vocación a la maternidad y a la paternidad. Podría decirse que la llamada divina es doble: la del hijo que se da, y la de los padres que lo dan; y, a veces, puede ser mayor el mérito de estos últimos, elegidos por Dios para entregar lo que más quieren, y hacerlo con alegría.

La vocación de un hijo se convierte así en un motivo de santo orgullo[11], que lleva a los padres a secundarla con su oración y con su cariño. Así lo explicaba el Beato Juan Pablo II: «Estad abiertos a las vocaciones que surjan entre vosotros. Orad para que, como señal de su amor especial, el Señor se digne llamar a uno o más miembros de vuestras familias a servirle. Vivid vuestra fe con una alegría y un fervor que sean capaces de alentar dichas vocaciones. Sed generosos cuando vuestro hijo o vuestra hija, vuestro hermano o vuestra hermana decida seguir a Cristo por este camino especial. Dejad que su vocación vaya creciendo y fortaleciéndose. Prestad todo vuestro apoyo a una elección hecha con libertad»[12].

Las decisiones de entrega a Dios germinan en el seno de una educación cristiana: se podría decir que son como su culmen. La familia se convierte así, gracias a la solicitud de los padres, en una verdadera Iglesia doméstica[13], donde el Espíritu Santo promueve sus carismas. De este modo, la tarea educadora de los padres trasciende la felicidad de los hijos, y llega a ser fuente de vida divina en ambientes hasta entonces ajenos a Cristo.

A.    Aguiló

[1] Forja, n. 918.
[2] Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 60.
[3] Surco, n. 963.
[4] Benedicto XVI, Discurso al congreso eclesial de la diócesis de Roma, 13-VI-2011.
[5] Surco, n. 198.
[6] Es Cristo que pasa, n. 23.
[7] Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 36.
[8] Mons. Javier Echevarría, Carta pastoral, 1-VI-2011 
[9] Santo Tomás, S. Th. II-II, q. 11, a. 1: «dado que el que cree asiente a las palabras de otro, parece que lo principal y como fin de cualquier acto de creer es aquel en cuya aserción se cree; son, en cambio, secundarias las verdades a las que se asiente creyendo en él».
[10] Ap, 2, 17.
[11] Forja, n. 17.
[12] Juan Pablo II, Homilía, 25-II-1981.
[13] Cfr. Conc. Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 11.

►Transmitir la fe (1)




En la propia familia se forja el carácter, la personalidad, las costumbres... y también se aprende a tratar a Dios. Una tarea que cada día resulta más necesaria, como se señala en este editorial.

05 de septiembre de 2011
Cada hijo es una muestra de confianza de Dios con los padres, que les encomienda el cuidado y la guía de una criatura llamada a la felicidad eterna. La fe es el mejor legado que se les puede transmitir; más aún: es lo único verdaderamente importante, pues es lo que da sentido último a la existencia. Dios, por lo demás, nunca encarga una misión sin dar los medios imprescindibles para llevarla a cabo; y así, ninguna comunidad humana está tan bien dotada como la familia para facilitar que la fe arraigue en los corazones. 



EL TESTIMONIO PERSONAL

La educación de la fe no es una mera enseñanza, sino la transmisión de un mensaje de vida. Aunque la palabra de Dios es eficaz en sí misma, para difundirla el Señor ha querido servirse del testimonio y de la mediación de los hombres: el Evangelio resulta convincente cuando se ve encarnado. 

Esto vale de manera particular cuando nos referimos a los niños, que distinguen con dificultad entre lo que se dice y quién lo dice; y adquiere aún más fuerza cuando pensamos en los propios hijos, pues no diferencian claramente entre la madre o el padre que reza y la oración misma: más aún, la oración tiene valor especial, es amable y significativa, porque quien reza es su madre o su padre. 

Esto hace que los padres tengan todo a su favor para comunicar la fe a sus hijos: lo que Dios espera de ellos, más que palabras, es que sean piadosos, coherentes. Su testimonio personal debe estar presente ante los hijos en todo momento, con naturalidad, sin pretender dar lecciones constantemente. 

A veces, basta con que los hijos vean la alegría de sus padres al confesarse, para que la fe se haga fuerte en sus corazones. No cabe minusvalorar la perspicacia de los niños, aunque parezcan ingenuos: en realidad, conocen a sus padres, en lo bueno y en lo menos bueno, y todo lo que éstos hacen –u omiten– es para ellos un mensaje que ayuda a formarlos o los deforma.


Benedicto XVI ha explicado muchas veces que los cambios profundos en las instituciones y en las personas suelen promoverlos los santos, no quienes son más sabios o poderosos: «En las vicisitudes de la historia, [los santos] han sido los verdaderos reformadores que tantas veces han remontado a la humanidad de los valles oscuros en los cuales está siempre en peligro de precipitar; la han iluminado siempre de nuevo» [1]. 

En la familia sucede algo parecido. Sin duda, hay que pensar en cuál es el modo más pedagógico de transmitir la fe, y formarse para ser buenos educadores; pero lo decisivo es el empeño de los padres por querer ser santos. Es la santidad personal la que permitirá acertar con la mejor pedagogía. 

"En todos los ambientes cristianos se sabe, por experiencia, qué buenos resultados da esa natural y sobrenatural iniciación a la vida de piedad, hecha en el calor del hogar. El niño aprende a colocar al Señor en la línea de los primeros y más fundamentales afectos; aprende a tratar a Dios como Padre y a la Virgen como Madre; aprende a rezar, siguiendo el ejemplo de sus padres. Cuando se comprende eso, se ve la gran tarea apostólica que pueden realizar los padres, y cómo están obligados a ser sinceramente piadosos, para poder transmitir –más que enseñar– esa piedad a los hijos" [2].

AMBIENTE DE CONFIANZA Y AMISTAD

Por otra parte, vemos que muchos chicos y chicas –sobre todo, en la juventud y adolescencia– acaban flaqueando en la fe que han recibido cuando sufren algún tipo de prueba. El origen de estas crisis puede ser muy diverso –la presión de un ambiente paganizado, unos amigos que ridiculizan las convicciones religiosas, un profesor que da sus lecciones desde una perspectiva atea o que pone a Dios entre paréntesis–, pero estas crisis cobran fuerza sólo cuando quienes las sufren no aciertan a plantear a las personas adecuadas lo que les pasa. 

Es importante facilitar la confianza con los hijos, y que éstos encuentren siempre disponibles a sus padres para dedicarles tiempo. Los chicos –aun los que parecen más díscolos y despegados– desean siempre ese acercamiento, esa fraternidad con sus padres. La clave suele estar en la confianza: que los padres sepan educar en un clima de familiaridad, que no den jamás la impresión de que desconfían, que den libertad y que enseñen a administrarla con responsabilidad personal. Es preferible que se dejen engañar alguna vez: la confianza, que se pone en los hijos, hace que ellos mismos se avergüencen de haber abusado, y se corrijan; en cambio, si no tienen libertad, si ven que no se confía en ellos, se sentirán movidos a engañar [3]. No hay que esperar a la adolescencia para poner en práctica estos consejos: se puede propiciar desde edades muy tempranas.


Hablar con los hijos es de las cosas más gratas que existen, y la puerta más directa para entablar una profunda amistad con ellos. Cuando una persona adquiere confianza con otra, se establece un puente de mutua satisfacción, y pocas veces desaprovechará la oportunidad de conversar sobre sus inquietudes y sus sentimientos; que es, por otra parte, una manera de conocerse mejor a uno mismo. Aunque hay edades más difíciles que otras para lograr esa cercanía, los padres no deben cejar en su ilusión por llegar a ser amigos de sus hijos: amigos a los que se confían las inquietudes, con quienes se consultan los problemas, de los que se espera una ayuda eficaz y amable [4]. 

En ese ambiente de amistad, los hijos oyen hablar de Dios de un modo grato y atrayente. Todo esto requiere que los padres encuentren tiempo para estar con sus hijos, y un tiempo que sea “de calidad”: el hijo debe percibir que sus cosas nos interesan más que el resto de nuestras ocupaciones. Esto implica acciones concretas, que las circunstancias no pueden llevar a omitir o retrasar una y otra vez: apagar la televisión o el ordenador –o dejar, claramente, de prestarle atención– cuando la chica o el chico pregunta por nosotros y se nota que quiere hablar; recortar la dedicación al trabajo; buscar formas de recreo y entretenimiento que faciliten la conversación y vida familiar, etc. 

EL MISTERIO DE LA LIBERTAD

Cuando está por medio la libertad personal, no siempre las personas hacen lo que más les conviene, o lo que parecería previsible en virtud de los medios que hemos puesto. A veces las cosas se hacen bien pero salen mal –al menos, aparentemente–, y sirve de poco culpabilizarse –o echar la culpa a otros– de esos resultados.

Lo más sensato es pensar cómo educar cada vez mejor, y cómo ayudar a otros a hacer lo mismo; no hay, en este ámbito, fórmulas mágicas. Cada uno tiene un modo propio de ser, que le lleva a explicar y plantear las cosas de un modo diverso; y lo mismo puede decirse de los educandos que, aunque vivan en un ambiente semejante, poseen intereses y sensibilidades diversas.

Tal variedad no es, sin embargo, un obstáculo. Más aún, amplia los horizontes educativos: por una parte, posibilita que la educación se encuadre, realmente, dentro de una relación única, ajena a estereotipos; por otra, la relación con los temperamentos y caracteres de los diversos hijos favorece la pluralidad de situaciones educativas.

Por eso, si bien el camino de la fe de es el más personal que existe –pues hace referencia a lo más íntimo de la persona, su relación con Dios–, podemos ayudar a recorrerlo: eso es la educación. Si consideramos despacio en nuestra oración personal el modo de ser de cada persona, Dios nos dará luces para acertar. 

Transmitir la fe no es tanto una cuestión de estrategia o de programación, como de facilitar que cada uno descubra el designio de Dios para su vida. Ayudarle a que vea por sí mismo que debe mejorar, y en qué, porque nosotros propiamente no cambiamos a nadie: cambian ellos porque quieren.

DIVERSOS ÁMBITOS DE ATENCIÓN

Podrían señalarse diversos aspectos que tienen gran importancia para transmitir la fe. Uno primero es quizá la vida de piedad en la familia, la cercanía a Dios en la oración y los sacramentos. Cuando los padres no la “esconden” –a veces involuntariamente– ese trato con Dios se manifiesta en acciones que lo hacen presente en la familia, de un modo natural y que respeta la autonomía de los hijos. Bendecir la mesa, o rezar con los hijos pequeños las oraciones de la mañana o la noche, o enseñarles a recurrir a los Ángeles Custodios o a tener detalles de cariño con la Virgen, son modos concretos de favorecer la virtud de la piedad en los niños, tantas veces dándoles recursos que les acompañarán toda la vida. 

Otro medio es la doctrina: una piedad sin doctrina es muy vulnerable ante el acoso intelectual que sufren o sufrirán los hijos a lo largo de su vida; necesitan una formación apologética profunda y, al mismo tiempo, práctica. 

Lógicamente, también en este campo es importante saber respetar las peculiaridades propias de cada edad. Muchas veces, hablar sobre un tema de actualidad o un libro podrá ser una ocasión de enseñar la doctrina a los hijos mayores (esto, cuando no sean ellos mismos los que se dirijan a nosotros para preguntarnos). 

Con los pequeños, la formación catequética que pueden recibir en la parroquia o en la escuela es una ocasión ideal. Repasar con ellos las lecciones que han recibido o enseñarles de un modo sugerente aspectos del catecismo que tal vez se han omitido, hacen que los niños entiendan la importancia del estudio de la doctrina de Jesús, gracias al cariño que muestran los padres por ella.

Otro aspecto relevante es la educación en las virtudes, porque si hay piedad y hay doctrina, pero poca virtud, esos chicos o chicas acabarán pensando y sintiendo como viven, no como les dicte la razón iluminada por la fe, o la fe asumida porque pensada. Formar las virtudes requiere resaltar la importancia de la exigencia personal, del empeño en el trabajo, de la generosidad y de la templanza. 

Educar en esos bienes impulsa al hombre por encima de las apetencias materiales; le hace más lúcido, más apto para entender las realidades del espíritu. Quienes educan a sus hijos con poca exigencia –nunca les dicen que “no” a nada y buscan satisfacer todos sus deseos–, ciegan con eso las puertas del espíritu.

Es una condescendencia que puede nacer del cariño, pero también del querer ahorrarse el esfuerzo que supone educar mejor, poner límites a los apetitos, enseñar a obedecer o a esperar. Y como la dinámica del consumismo es de por sí insaciable, caer en ese error lleva a las personas a estilos de vida caprichosos y antojadizos, y les introducen en una espiral de búsqueda de comodidad que supone siempre un déficit de virtudes humanas y de interés por los asuntos de los demás. 

Crecer en un mundo en el que todos los caprichos se cumplen es un pesado lastre para la vida espiritual, que incapacita al alma –casi en la raíz– para la donación y el compromiso.

Otro aspecto que conviene considerar es el ambiente, pues tiene una gran fuerza de persuasión. Todos conocemos chicos educados en la piedad que se han visto arrastrados por un ambiente que no estaban preparados para superar. Por eso, es preciso estar pendientes de dónde se educan los hijos, y crear o buscar entornos que faciliten el crecimiento de la fe y de la virtud. Es algo parecido a lo que sucede en un jardín: nosotros no hacemos crecer a las plantas, pero sí podemos proporcionar los medios –abono, agua, etc.– y el clima adecuados para que crezcan. 

Como aconsejaba san Josemaría a unos padres: "procurad darles buen ejemplo, procurad no esconder vuestra piedad, procurad ser limpios en vuestra conducta: entonces aprenderán, y serán la corona de vuestra madurez y de vuestra vejez" [5].

A. Aguiló

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[1] Benedicto XVI, Discurso en la Vigilia de la Jornada Mundial de la Juventud de Colonia, 20-VIII-2005.
[2] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Conversaciones, n. 103.
[3] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Conversaciones, n. 100.
[4] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, n. 27.
[5] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Tertulia, 12-XI-1972, en http://www.es.josemariaescriva.info/articulo/la-educacion-de-los-hijos

Fuente www.opusdei

►Educar el corazón



Los sentimientos se forman de un modo especial durante la niñez. Aprender a amar se aprende desde niños, y los principales maestros son los padres, como se señala en este texto editorial sobre la familia.

La educación es un derecho y un deber de los padres que prolonga, de algún modo, la generación; se puede decir que el hijo, en cuanto persona, es el fin primario al que tiende el amor de los esposos en Dios. La educación aparece así como la continuación del amor que ha traído a la vida al hijo, donde los padres buscan darle los recursos para que pueda ser feliz, capaz de asumir su lugar en el mundo con garbo humano y sobrenatural.

Los padres cristianos ven en cada hijo una muestra de la confianza de Dios, y educarlos bien es –como decía San Josemaría– el mejor negocio; un negocio que comienza en la concepción y da sus primeros pasos en la educación de los sentimientos, de la afectividad. Si los padres se aman y ven en el hijo la culminación de su entrega, lo educarán en el amor y para amar; dicho de otro modo: corresponde a los padres primariamente educar la afectividad de los hijos, normalizar sus afectos, lograr que sean niños serenos. 

Los sentimientos se forman de un modo especial durante la niñez. Después, en la adolescencia, pueden producirse las crisis afectivas, y los padres han de colaborar para que los hijos las solucionen. Si de niños han sido criados apacibles, estables, superarán con más facilidad esos momentos difíciles. Además, el equilibrio emocional favorece el crecimiento de los hábitos de la inteligencia y la voluntad; sin armonía afectiva, es más difícil el desarrollo del espíritu.

Lógicamente, una condición imprescindible para edificar una buena base sentimental-afectiva es que los mismos padres traten de perfeccionar su propia estabilidad emocional. ¿Cómo? Mejorando la convivencia familiar, cuidando su unión, demostrando –con prudencia– su amor mutuo delante de los hijos. Sin embargo, a veces uno se inclina a pensar que los afectos o los sentimientos desbordan el ámbito educativo familiar; quizá porque parece que son algo que sucede, que escapan a nuestro control y no podemos cambiar. Incluso se llega a verlos desde una perspectiva negativa; pues el pecado ha desordenado las pasiones, y éstas dificultan el obrar racionalmente.



EN EL ORIGEN DE LA PERSONALIDAD



Esta actitud pasiva o hasta negativa, presente en muchas religiones y tradiciones morales, contrasta fuertemente con las palabras que Dios dirigió al profeta Ezequiel: les daré un corazón de carne, para que sigan mis preceptos, guarden mis leyes y las cumplan[1]. Tener un corazón de carne, un corazón capaz de amar, se presenta como una realidad creada para seguir la voluntad divina: las pasiones desordenadas no serían tanto un fruto del exceso de corazón como la consecuencia de poseer un mal corazón, que debe ser sanado. Así lo confirmó Jesucristo: el hombre bueno del buen tesoro de su corazón saca lo bueno, y el malo de su mal saca lo malo: porque de la abundancia del corazón habla su boca[2]. Del corazón salen las cosas que hacen impuro al hombre[3], pero también todas las buenas. 

El hombre necesita de los afectos, pues son un poderoso motor para la acción. Cada uno tiende hacia lo que le gusta, y la educación consiste en ayudar a que coincida con el bien de la persona. Cabe comportarse de modo noble y con pasión: ¿qué hay más natural que el amor de una madre por su hijo?, ¡y cómo empuja ese cariño a tantos actos de sacrificio, llevados con alegría!.Y, ante una realidad que resulta, por cualquier motivo, desagradable, ¡cuánto más fácil es rehuirla!: en un determinado momento, percibir la “fealdad” de una acción mala puede ser un motivo más fuerte para no cometerla que miles de razonamientos.

Evidentemente, esto no debe confundirse con una visión sentimentalista de la moralidad. No se trata de que la vida ética y el trato con Dios deban abandonarse a los sentimientos. Como siempre, el modelo es Cristo: en Él, perfecto Hombre, vemos cómo afectos y pasiones cooperan al recto obrar: Jesús se conmueve ante la realidad de la muerte, y obra milagros; en Getsemaní, encontramos la fuerza de una oración que da cauce a vivísimos sentimientos; incluso le invade la pasión de la ira –buena aquí–, cuando restituye al Templo su dignidad[4]. Cuando se desea de verdad algo, es normal que el hombre se apasione. Por el contrario, resulta poco agradable ver a alguien hacer las cosas por cumplir, con desgana, sin poner el corazón en ellas. Pero esto no significa dejarse arrastrar por los afectos: si bien lo primero es poner la cabeza en lo que se hace, el sentimiento da cordialidad a la razón, hace que lo bueno sea agradable; la razón –por su parte– proporciona luz, armonía y unidad a los sentimientos.



FACILITAR LA PURIFICACIÓN DEL CORAZÓN



En la constitución del hombre, las pasiones tienen como fin facilitar la acción voluntaria, más que difuminarla o dificultarla. «La perfección moral consiste en que el hombre no sea movido al bien sólo por su voluntad, sino también por su apetito sensible según estas palabras del salmo: “Mi corazón y mi carne gritan de alegría hacia el Dios vivo” (Sal 84,3)»[5]. Por eso, no es conveniente querer suprimir o “controlar” las pasiones, como si fueran algo malo o rechazable. Aunque el pecado original las haya desordenado, no las ha desnaturalizado, ni las ha corrompido de un modo absoluto e irreparable. Cabe orientar de modo positivo la emotividad, dirigiéndola hacia los bienes verdaderos: el amor a Dios y a los demás. De ahí que los educadores, en primer lugar los padres, deban buscar que el educando, en la medida de lo posible, disfrute haciendo el bien. 

Formar la afectividad requiere, en primer lugar, facilitar a los hijos que se conozcan, y que sientan, de un modo proporcionado a la realidad que ha despertado su sensibilidad. Se trata de ayudar a superar, a trascender, aquel afecto hasta ver en su justa medida la causa que lo ha provocado. Quizá el resultado de esa reflexión será el intento de influir positivamente para modificar tal causa; en otras ocasiones –la muerte de un ser querido, una enfermedad grave–, la realidad no se podrá cambiar y será el momento de enseñar a aceptar los acontecimientos como venidos de la mano de Dios, que nos quiere como un Padre a su hijo. Otras veces, a raíz de un enfado, de una reacción de miedo, o de una antipatía, el padre o la madre pueden hablar con los hijos, ayudándoles a que entiendan –en la medida de lo posible– el porqué de esa sensación, de modo que puedan superarla; así se conocerán mejor a sí mismos y serán más capaces de poner en su lugar el mundo de los afectos.

Además, los educadores pueden preparar al niño o al joven para que reconozca –en ellos mismos y en los demás– un determinado sentimiento. Cabe crear situaciones, como son las historias de la literatura o del cine, a través de las cuales es posible aprender a dar respuestas afectivas proporcionadas, que colaboran a modelar el mundo emocional del hombre. Un relato interpela a quien lo ve, lee o escucha, y mueve sus sentimientos en una determinada dirección, y le acostumbra a un determinado modo de mirar la realidad. Dependiendo de la edad –en este sentido, la influencia puede ser mayor cuanto más pequeño sea el niño–, una historia de aventuras, o de suspense, o bien un relato romántico, pueden contribuir a reforzar los sentimientos adecuados ante situaciones que objetivamente los merecen: indignación frente la injusticia, compasión por los desvalidos, admiración respecto al sacrificio, amor delante de la belleza. Contribuirá, además, a fomentar el deseo de poseer esos sentimientos, porque son hermosos, fuentes de perfección y nobleza.


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CONSAGRACIÓN DEL MATRIMONIO AL CORAZÓN INMACULADO DE MARÍA

CONSAGRACIÓN DEL MATRIMONIO AL CORAZÓN INMACULADO DE MARÍA
"Oh, Corazón Inmaculado de María, refugio seguro de nosotros pecadores y ancla firme de salvación, a Ti queremos hoy consagrar nuestro matrimonio. En estos tiempos de gran batalla espiritual entre los valores familiares auténticos y la mentalidad permisiva del mundo, te pedimos que Tu, Madre y Maestra, nos muestres el camino verdadero del amor, del compromiso, de la fidelidad, del sacrificio y del servicio. Te pedimos que hoy, al consagrarnos a Ti, nos recibas en tu Corazón, nos refugies en tu manto virginal, nos protejas con tus brazos maternales y nos lleves por camino seguro hacia el Corazón de tu Hijo, Jesús. Tu que eres la Madre de Cristo, te pedimos nos formes y moldees, para que ambos seamos imágenes vivientes de Jesús en nuestra familia, en la Iglesia y en el mundo. Tu que eres Virgen y Madre, derrama sobre nosotros el espíritu de pureza de corazón, de mente y de cuerpo. Tu que eres nuestra Madre espiritual, ayúdanos a crecer en la vida de la gracia y de la santidad, y no permitas que caigamos en pecado mortal o que desperdiciemos las gracias ganadas por tu Hijo en la Cruz. Tu que eres Maestra de las almas, enséñanos a ser dóciles como Tu, para acoger con obediencia y agradecimiento toda la Verdad revelada por Cristo en su Palabra y en la Iglesia. Tu que eres Mediadora de las gracias, se el canal seguro por el cual nosotros recibamos las gracias de conversión, de amor, de paz, de comunicación, de unidad y comprensión. Tu que eres Intercesora ante tu Hijo, mantén tu mirada misericordiosa sobre nosotros, y acércate siempre a tu Hijo, implorando como en Caná, por el milagro del vino que nos hace falta. Tu que eres Corredentora, enséñanos a ser fieles, el uno al otro, en los momentos de sufrimiento y de cruz. Que no busquemos cada uno nuestro propio bienestar, sino el bien del otro. Que nos mantengamos fieles al compromiso adquirido ante Dios, y que los sacrificios y luchas sepamos vivirlos en unión a tu Hijo Crucificado. En virtud de la unión del Inmaculado Corazón de María con el Sagrado Corazón de Jesús, pedimos que nuestro matrimonio sea fortalecido en la unidad, en el amor, en la responsabilidad a nuestros deberes, en la entrega generosa del uno al otro y a los hijos que el Señor nos envíe. Que nuestro hogar sea un santuario doméstico donde oremos juntos y nos comuniquemos con alegría y entusiasmo. Que siempre nuestra relación sea, ante todos, un signo visible del amor y la fidelidad. Te pedimos, Oh Madre, que en virtud de esta consagración, nuestro matrimonio sea protegido de todo mal espiritual, físico o material. Que tu Corazón Inmaculado reine en nuestro hogar para que así Jesucristo sea amado y obedecido en nuestra familia. Qué sostenidos por Su amor y Su gracia nos dispongamos a construir, día a día, la civilización del amor: el Reinado de los Dos Corazones. Amén. -Madre Adela Galindo, Fundadora SCTJM

CONSAGRACIÓN DEL MATRIMONIO A LOS DOS CORAZONES EN SU RENOVACIÓN DE VOTOS

CONSAGRACIÓN DEL MATRIMONIO A LOS DOS CORAZONES EN SU RENOVACIÓN DE VOTOS
Oh Corazones de Jesús y María, cuya perfecta unidad y comunión ha sido definida como una alianza, término que es también característico del sacramento del matrimonio, por que conlleva una constante reciprocidad en el amor y en la dedicación total del uno al otro. Es la alianza de Sus Corazones la que nos revela la identidad y misión fundamental del matrimonio y la familia: ser una comunidad de amor y vida. Hoy queremos dar gracias a los Corazones de Jesús y María, ante todo, por que en ellos hemos encontrado la realización plena de nuestra vocación matrimonial y por que dentro de Sus Corazones, hemos aprendido las virtudes de la caridad ardiente, de la fidelidad y permanencia, de la abnegación y búsqueda del bien del otro. También damos gracias por que en los Corazones de Jesús y María hemos encontrado nuestro refugio seguro ante los peligros de estos tiempos en que las dos grandes culturas la del egoísmo y de la muerte, quieren ahogar como fuerte diluvio la vida matrimonial y familiar. Hoy deseamos renovar nuestros votos matrimoniales dentro de los Corazones de Jesús y María, para que dentro de sus Corazones permanezcamos siempre unidos en el amor que es mas fuerte que la muerte y en la fidelidad que es capaz de mantenerse firme en los momentos de prueba. Deseamos consagrar los años pasados, para que el Señor reciba como ofrenda de amor todo lo que en ellos ha sido manifestación de amor, de entrega, servicio y sacrificio incondicional. Queremos también ofrecer reparación por lo que no hayamos vivido como expresión sublime de nuestro sacramento. Consagramos el presente, para que sea una oportunidad de gracia y santificación de nuestras vidas personales, de nuestro matrimonio y de la vida de toda nuestra familia. Que sepamos hoy escuchar los designios de los Corazones de Jesús y María, y respondamos con generosidad y prontitud a todo lo que Ellos nos indiquen y deseen hacer con nosotros. Que hoy nos dispongamos, por el fruto de esta consagración a construir la civilización del amor y la vida. Consagramos los años venideros, para que atentos a Sus designios de amor y misericordia, nos dispongamos a vivir cada momento dentro de los Corazones de Jesús y María, manifestando entre nosotros y a los demás, sus virtudes, disposiciones internas y externas. Consagramos todas las alegrías y las tristezas, las pruebas y los gozos, todo ofrecido en reparación y consolación a Sus Corazones. Consagramos toda nuestra familia para que sea un santuario doméstico de los Dos Corazones, en donde se viva en oración, comunión, comunicación, generosidad y fidelidad en el sufrimiento. Que los Corazones de Jesús y María nos protejan de todo mal espiritual, físico o material. Que los Dos Corazones reinen en nuestro matrimonio y en nuestra familia, para que Ellos sean los que dirijan nuestros corazones y vivamos así, cada día, construyendo el reinado de sus Corazones: la civilización del amor y la vida. Amén! Nombre de esposos______________________________ Fecha________________________ -Madre Adela Galindo, Fundadora SCTJM

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