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jueves, 23 de febrero de 2012

►El respeto que se le debe al niño según Marcelino Champagnat


Consejos, lecciones, máximas y enseñanzas de San Marcelino Champagnat donde da algunas consignas de cómo un educador debe tratar a un alumno.

CAPÍTULO XXXVIII 

RESPETO SANTO QUE SE DEBE AL NIÑO

I. Qué es el niño, objeto de tal reverencia
Es la más noble y perfecta de todas las criaturas visibles; «el más asombroso milagro de Dios», en expresión de san Agustín; «una maravilla», exclama el Sabio.

Es la obra maestra de las manos divinas. Su dignidad y nobleza son tales, que Dios mandó a sus ángeles que cuidaran de él, le sirvieran y guardaran en todos sus pasos. El niño es no sólo obra de las manos de Dios, es imagen y gloria de Dios (1 Co 11, 7); en él está impresa la luz del rostro de Dios (Sal 4, 7). «Tiene vigor de auténtico fuego, porque su origen es del todo celeste».

Es el lugarteniente de Dios en la tierra, con dominio sobre todas las criaturas visibles: todo ha sido puesto a sus pies, todo se ha hecho para su servicio. «Es el rey del universo, al que Dios ha coronado de gloria y honor en lo que se refiere al alma y al cuerpo dice Bossuet dotándole de justicia y rectitud original y otorgándole la inmortalidad y el imperio del mundo». Para él creó Dios ese mundo, lo conserva y pone en acción a todas las criaturas. Para su salud, satisfacción y servicio, los cielos despliegan su esplendor y giran majestuosamente en el firmamento, el sol llena de resplandor el orbe, los astros no cesan de enviar a la tierra influencias suaves y benignas, los vientos soplan, la humedad se condensa en nubes, la lluvia cae, corren los ríos, la tierra produce toda clase de plantas, los animales viven y se reproducen; en suma, la naturaleza entera trabaja para él.

2. El niño está hecho a imagen y semejanza de Dios. Como Dios, es trinidad: es un ser vivo, dotado de inteligencia, razón y amor; esas cualidades constituyen el fondo de su naturaleza. A semejanza del Padre, tiene el ser; a semejanza del Hijo, tiene la inteligencia; a semejanza del Espíritu Santo, tiene el amor; a semejanza del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, en el ser, en la inteligencia y en el amor, tiene una sola felicidad y vida. Nada se le puede quitar, sin quitárselo todo.

Creado a imagen de Dios, posee, para conocer, una inteligencia de capacidad casi infinita. Cuanto más aprende, más capaz es de aprender: puede abarcar con su inteligencia un mundo entero e imaginar una infinidad de otros mundos. Conoce las cosas materiales y las del espíritu; las cosas creadas y la esencia de Dios; todo lo penetra; discurre acerca de todo y, por inducción, infiere las cosas más secretas. Su memoria es una enciclopedia de un sinfín de conceptos, «cual sala inmensa en la que se contienen cielo, tierra, mar y cuanto se conoce», dice san Agustín. Su voluntad puede adherirse a toda clase de bienes, incluso al bien infinito; dicha voluntad es tan noble y magnánima, que ningún bien puede saciarla, a no ser el mismo Dios. Su libertad es tan absoluta y fuerte, que ni todas las criaturas del mundo la pueden forzar; ni siquiera todos los ángeles juntos serían capaces de obligarla a abrazar lo que no quiere: sólo Dios tiene dominio sobre ella.
Digámoslo una vez más: esa criatura sublime que es el niño, lleva en el fondo de su naturaleza, en la elevación, poder y armonía de sus facultades y en todo su ser, la impronta e imagen de Dios.

3. El niño es hijo de Dios (Rm 8, 16), hijo del Altísimo (Sal 81, 6). Sí, por enclenque, débil y ruin que os parezca, ese niño no sólo lleva el nombre de hijo de Dios, sino que lo es, y lo es ahora mismo bajo esos harapos que le cubren. Sí, Dios es su padre y modelo y, como él mismo, lo quiere grande, santo y perfecto.

4. El niño es la conquista y precio de la sangre del divino Salvador; es miembro y hermano de Jesucristo, templo del Espíritu Santo y objeto de las complacencias del Padre. Es el retrato de Jesús niño, el recuerdo de su infancia, debilidad, pequeñez y obediencia. Es la criatura agraciada a la que Jesús llama diciendo: Dejad que los niños se acerquen a mí (Mt 19, 14; Mc 10, 4; Lc 18,16), y en la que halla sus delicias: Son todas mis delicias el estar con los hijos de los hombres (Pr 8, 31). El niño es el amigo, el predilecto de Jesús. «Así como los reyes de la tierra dice san Agustín tienen sus favoritos, también Jesús tiene los suyos: son los niños, a los que acaricia, ama y bendice, interesándose por su educación, porque siente para con ellos una inclinación y un amor singularísimos.

5. El niño es la esperanza del cielo, el amigo y hermano de los ángeles y de los santos. Es el heredero del reino celestial y de las palmas eternas. Ese niño humilde ha nacido para ser rey, rey temporal y rey eterno. Sí, un doble reinado es su destino: si lleva dignamente su corona en la tierra, se le abrirá un día el reino de los cielos.

6. «El niño es lo más amable y encantador que hay en la tierra, la flor y el adorno del género humano», dice san Macario. Es la primera edad de la vida, encanto de los ojos, de trato amable y extraordinariamente dócil para dejarse formar en la observancia de los deberes más sagrados. De corazón puro y sencillo, acepta confiadamente la religión, porque no tiene oscuros intereses que defender contra ella, y se deja atraer gustosamente por su voz maternal.

El niño es un alma inocente, cuyo apacible sueño aún no han turbado las pasiones y cuya rectitud aún no han alterado la mentira ni los engaños del mundo. Es un indecible secreto de beatitud que revela un origen enteramente celestial: tiene nobleza y dignidad propias, que no se hallan en los hombres corrientes.

El niño es sencillez, candor e inocencia, alegría del presente y esperanza del porvenir.

7. El niño es tu hermano y semejante, hueso de tus huesos (cf. Gn 2, 23), es otro tú. Tiene el mismo Padre celestial que tú, idéntico fin y destino, tiene la misma esperanza; se le destina a gozar de la misma felicidad. Es tu compañero de viaje en este destierro temporal; será coheredero tuyo y tu socio en la patria, ¡en el cielo!

8. El niño es el campo que Dios te ha encargado que cultives: brote tierno, planta débil; pero será un día árbol frondoso cargado de los frutos de todas las virtudes, que proyectará a lo lejos sombra gloriosa y benéfica. El niño es un hilillo de agua, fuente que empieza a manar; pero llegará un día a ser río caudaloso si tú, a imitación del hábil fontanero del que hablan los libros sagrados, procuras encauzar sus aguas dóciles y nunca toleras que vengan a enturbiar su curso otras corrientes extrañas, impuras y amargas.

El niño es el objeto de tus afanes, fatigas y ejercicios de virtud. Será tu consuelo en la hora de la muerte, tu defensa ante el Juez divino, tu corona y tu gloria en el cielo.

9. El niño es una bendición del cielo, la esperanza de la tierra, de la que ya es riqueza y tesoro, y un día será fuerza y gloria; es la esperanza de la patria y de toda la humanidad, que se renuevan y rejuvenecen en él; es, sobre todo, la esperanza de la familia, pues constituye desde ahora su gozo y sus delicias, y más adelante será su honor y su gloria.

El niño, en una palabra, es el género humano, la humanidad entera, nada más y nada menos que el hombre: tiene derecho a la mayor consideración y, a su vez, la debe a los demás. Ya veis lo que es el niño al que debéis reverencia.

II. Lo que se ha de respetar en el niño.

Ante todo se ha de respetar su inocencia. Pero, ¿cuál es el respeto debido a la inocencia? «El que se tributa a los santos y a sus reliquias», asegura Massillón. «Nada hay en la tierra sigue diciendo ese obispo ilustre tan grande ni tan digno de nuestra veneración como la inocencia. Respetemos, en el niño, su hermosa inocencia, el excelso tesoro de la primera gracia del bautismo que él tiene todavía y que nosotros hemos perdido. Tributamos culto público a los santos que, tras haber tenido la desgracia de perderla, la recobraron con su vida penitente. ¿No debiéramos tener la misma veneración para los niños en los que aún habita ese don de justicia y santidad? Tributémosles una especie de culto, como templos santos en los que reside la gloria y majestad de Dios, no mancillados aún por el hálito de Satanás. Esos niños son depósitos sagrados por cuya guarda se ha de velar; merecen tanta estima como las reliquias de los mártires depositadas en los altares y que atraen los homenajes y veneración de los fieles. Si los mirásemos así, con los ojos de la fe, no creeríamos rebajarnos al dedicar a esos niños la solicitud y cuidados que reclaman su edad y sus necesidades, y jamás faltaríamos al respeto que se les debe»..

San Juan Crisóstomo exclama: «¡Oh educador de la juventud!, ¿estás al tanto del miramiento y reverencia que debes al niño? Consulta la fe: 

ella te dirá lo que es y lo que le debes. En su frente leerás el sello de la divina adopción, y tú has de impedir que el pecado lo rompa. En la cabeza y el pecho lleva la impronta y carácter de hijo de Dios: si se altera, responderás de ello ante Dios. Su corazón es verdadero santuario del Espíritu Santo, y tú eres el guardián del mismo. En su alma, si la examinas atentamente, descubrirás el germen y principio de todas las virtudes: te corresponde conseguir que den fruto. A ese niño lo dice Jesucristo le rodean los ángeles de Dios, encargados de protegerlo., y tú compartes ese oficio. Considera, pues, cuán digno de tu veneración es ese niño y cuán merecedor de tus desvelos».

Detallemos lo que particularmente nos pide el respeto santo que debemos al niño:

1. Mucha cautela en las palabras, acciones y modales, para no decir nada, no hacer nada que pueda escandalizar al niño o sugerirle cualquier idea del mal.

2. Extremada vigilancia para alejar de él todo lo que pueda exponerle a perder el preciado tesoro de la inocencia.

3. Mucho recato y circunspección en nuestras relaciones con él, no permitiéndonos ni tolerándole familiaridad alguna, ni libertad que desdiga de nuestra profesión y de una estricta modestia.

4. Vigilancia incesante sobre nosotros mismos, para portarnos en todo de tal forma que ofrezcamos al niño, en nuestra persona, el ejemplo de todas las virtudes y un modelo de conducta que pueda siempre admirar e imitar.

Preguntó alguien a un santo sacerdote dedicado a la enseñanza:

¿Cómo puede usted permanecer siempre sereno y conservar en todo momento una paciencia, moderación y modestia que parecen sobrehumanas?
El venerable eclesiástico respondió:

Nunca pierdo de vista el admirable consejo que nos legó la antigüedad: «El niño se merece el mayor respeto». Antes de dedicarme a la enseñanza agregó repetía con frecuencia para mis adentros: Dios me ve. Esa máxima saludable que todos los maestros de la vida espiritual señalan como excelente antídoto contra el pecado, me preservó muchas veces, cuando iba a caer en el abismo. Pero soy tan débil, que ni siquiera ese pensamiento tan elevado me hacía evitar un sinnúmero de faltas leves. Ahora, desde que me han confiado la educación de un grupo de muchachos, digo para mí: Estos niños me están viendo. Y el temor de causarles escándalo me ha hecho como impecable.

Bueno le replicó el amigo, pero esos muchachos no están continuamente con usted.

Naturalmente le respondió, pero el empeño que pongo en cuidarme cuando estoy con ellos, se me ha hecho habitual. Por otra parte, podemos decir de ellos, en cierto modo, lo que con plena realidad decimos de Dios: nos ven en medio de las tinieblas, nos oyen cuando creemos estar solos.

III. El horror del escándalo.

Acabamos de ver el respeto que se merece la inocencia del niño. Sabemos que Dios nos confía tan preciado tesoro y que nos pedirá cuenta de su preservación. ¡Qué amargo pensamiento nos viene ahora a las mientes! ¡Qué terror, si en vez de ser los custodios de la virtud de niños tan tiernos, fuéramos sus corruptores!!
¡Escandalizar a un niño! ¡Enseñarle el mal! ¡Qué horror! ¡Es un crimen que clama venganza!!
«Si la demolición de un edificio consagrado a Dios enseña san Juan Crisóstomo es sacrílega impiedad, mucho más grave es mancillar una alma inocente de la que el Espíritu Santo ha hecho su morada. Efectivamente, un alma vale infinitamente más que un templo material: por ella murió Jesucristo, no por unos edificios de piedra».

«Escandalizar a un niño sigue diciendo el santo doctor es un crimen peor que clavarle un puñal en el pecho. Quien mata a un niño en la cuna, le arrebata la vida del cuerpo, que necesariamente habría de perder un día; pero tú le arrebatas la vida de la gracia, vida inmortal por su naturaleza. Tras la muerte que el homicida causa al niño, éste pasa a gozar de una vida eternamente feliz; pero tú entregas el cuerpo y alma del niño a tormentos sin fin, al fuego inextinguible. Ya lo veo, te hace palidecer el homicidio; teme, pues, el homicidio espiritual, ya que ciertamente este último crimen es tanto más execrable que el otro, cuanto más excelente es el alma que el cuerpo».

¡Ay de quien escandalice a uno de estos pequeñuelos! (Mt 18, 6). Fijaos que no dice Jesucristo: Si alguno escandaliza a un grande de la tierra. ¿Por qué? «Para darnos a entender comenta san Juan Crisóstomo que el alma del niño le merece mucha más estima por razón de su inocencia; porque escandalizar a un niño es un mal mucho más grave que escandalizar a un adulto, a causa de la inexperiencia de aquél y de los funestos resultados que para él se derivan del mal ejemplo» .. Quien escandalizare a uno de estos parvulillos que creen en mi mejor le sería que le colgasen del cuello una de esas piedras de molino que mueve un asno, y así fuese sumergido en el profundo del mar (Mt 18, 6 ; Mc 9.42; Lc 17.2).

«Mejor fuera para él dice san Bernardo que no hubiese nacido en la comunidad a la que acaba de deshonrar y deslustrar; que no hubiese venido a la casa en la que acaba de introducir la abominación y la desolación; más le valdría que le colgasen del cuello el pesado yugo del mundo y le arrojasen al siglo».

Si alguno escandaliza a uno de los pequeñuelos que creen en mi ¿qué le ocurrirá? Oíd y temblad: Mejor le sería que le colgasen del cuello una de esas piedras de molino y le arrojasen al mar. Fijaos vuelve a insistir san Juan Crisóstomo que ese castigo se anuncia sin esperanza de perdón». En efecto, quien es arrojado al mar, puede salvarse a nado y alcanzar el puerto; pero si está en el fondo del océano, con la enorme piedra de molino, ¿le quedará algún remedio? Ninguno. Quien escandalizare a uno de estos parvulillos que creen en mí, mejor le sería que le colgasen del cuello una de esas piedras de molino que mueve un asno y le arrojasen al mar (Mt 18, 6).

«La piedra que mueve un asno según san Gregorio Magno es el símbolo de las penas y trabajos de la vida presente; el fondo del mar simboliza !a condenación eterna». El corruptor de la infancia será, pues, desdichado en este mundo y en el otro. ¡Sobre él recae la maldición en el tiempo, sobre él la maldición eterna!

¡Ay de quien escandalizare a un niño! (Mt 18, 7; Lc 17, 1). Ese pequeñuelo había venido a ti en busca de protector y guardián de su inocencia, ¡y tú se la has arrebatado y mancillado! Había venido a vuestra escuela como a puerto seguro, y halló en ella un escollo: ese escollo eres tú; tú, que habías de ser su ángel custodio, te has convertido en Satanás, en su demonio. Un triste naufragio le ha hecho perder lo mejor que tenía en el mundo, y ese naufragio tiene lugar en vuestra casa, ¡y tú le has arrebatado ese tesoro! ¿Qué va a hacer, el pobrecito, tras semejante pérdida, después de tal desgracia? ¿Qué va a ser en adelante? Le has enseñado el mal: lo hará. Le has iniciado en la voluptuosidad y puesto en la pendiente del vicio: por ella rodará. Va a cometer docenas, centenares, millares de pecados de pensamiento, palabra y obra. ¿Qué va a llegar a ser? El corruptor de sus compañeros y de cuantos le rodean. Pues todos esos crímenes se te habrán de atribuir, porque fuiste su causa primera, su primer origen. ¡Ay!, cuando ingresó en vuestra escuela, más le hubiera valido entrar en la guarida de un león o de un tigre: dicha fiera le habría desgarrado en seguida a dentelladas, pero no le habría arrebatado la inocencia. Devorado por ese animal carnicero, no habría perdido más que una vida frágil y perecedera; pero tú le has desbaratado el cuerpo y el alma, la gracia divina y la paz de la conciencia, la salvación, ¡el cielo! ¡Oh infame, teme no se abra la tierra bajo tus pies y te trague vivo!

Si alguno profanare el templo de Dios, perderle ha Dios a él (1 Co 3, 17), dice san Pablo. ¿Habrá templo más santo y más grato a Dios que el corazón de un niño inocente? «Según la ley del Señor dice san Juan Crisóstomo al que peca se le aplica la pena de muerte. ¿Qué habrá de hacerse con el que no sólo peca, sino que induce a otros a pecar y enseña el mal a un niño inocente, al que debe edificar y formar en la virtud, y cuya custodia se le ha encomendado? ¡Escandalizar a un niño, arrebatarle la inocencia! ¡¡Dios mío, qué crimen!!

Cierta dama de Roma había vestido a su hijo de una manera mundana, y se le impuso por ello un severo castigo, si bien no había hecho más que, aun sintiéndolo, obedecer a su marido; intentaba éste que el niño se aficionara a las vanidades del mundo, para hacerle desistir del propósito de consagrarse a Dios. La noche siguiente se apareció un ángel a aquella madre culpable y le dijo: «¿Cómo te has atrevido a obedecer a tu marido antes que a Dios? ¿Cómo has tenido la osadía de poner una mano profana en un niño consagrado al Señor? Esa mano criminal va ahora mismo a quedar seca para que, por la severidad del castigo, comprendas toda la gravedad de tu culpa. Y, si reincides en semejante falta, dentro de cinco meses presenciarás la muerte de tu marido y de tus hijos, y tú misma serás arrastrada al infierno». Todo ocurrió como le había dicho el ángel. Por la muerte súbita de aquella mujer se comprendió que había esperado excesivamente para hacer penitencia y reparación.

San Jerónimo, que narra esa historia, concluye: «Así castiga Dios a quien profana su templo». Y si Dios inflige tan terrible castigo a una madre por haber vestido al hijo con ostentación, ¿qué hará con el educador que pervierta a sus alumnos?
Se refiere también que un hombre mató a un niño, y la conciencia no le dejaba un momento de reposo al criminal. De día, de noche, a cualquier parte que fuera, le parecía oír la voz del niño asesinado, que incesantemente le repetía: «¿Por qué me mataste?» Aquel grito se le convirtió en tormento atroz, insoportable. Fue, pues, a declarar su crimen al juez y rogarle que se le condujera al cadalso.

Y el educador que haya escandalizado a un niño, ¿podrá soportar el recuerdo de su crimen? ¡No oirá continuamente, en lo más hondo del corazón, la voz del desgraciado niño, que le gritará toda la vida y toda la eternidad: «¿Por qué me mataste? ¿Por qué me arrebataste la inocencia con la que habría merecido el cielo? ¿Por qué entregaste mi alma a Satanás? ¿Por qué me has arrojado a este abismo espantoso? ¡Ay de ti! ¡Mal hayas, mal hayas toda la eternidad, por haberme corrompido!»



 Fuente: maristas.com.ar 

► La necesidad de la educación según Marcelino Champagnat


Traducción: Hno. Aníbal Cañón Presa
Edición: Hno. José Diez Villacorta

Consejos, lecciones, máximas y enseñanzas de San Marcelino Champagnat donde explica la necesidad de la educación.

CAPÍTULO XXXVI 

NECESIDAD DE LA EDUCACIÓN

¿Quién pensáis ha de ser este niño? (Lc 1, 66). Es la pregunta que se hicieron unos a otros los parientes y vecinos de Zacarías e Isabel, cuando el nacimiento del santo Precursor; es el interrogante más natural, cuando ve la luz un nuevo ser humano.

Pues bien, el Espíritu Santo respondió ya a tal pregunta, al enseñar que la senda por la cual comenzó el joven a andar desde el principio, esa misma seguirá también cuando viejo (Pr 22, 6).
¿Qué creéis ha de ser ese niño? Lo que haga de él la educación, es decir: un caballero cristiano, si se le cría debidamente; un libertino, adversario de Dios y de la religión, perturbador del orden social, si, abandonado a sus antojos, se le deja sin educación.

«Diadema del niño es la educación», dice un proverbio árabe, para significar que de la educación depende el porvenir del muchacho, sus andanzas, todo lo bueno o malo que vaya a ser y a hacer en el mundo.

Ahora bien, la sociedad se remoza incesantemente con los muchachos que a ella afluyen desde las escuelas, igual que el océano se alimenta de los ríos que en él desembocan. Puede afirmarse, pues, que la educación es el blasón de la sociedad, el molde que le imprime un espíritu y unos principios.

Razón tenía el escritor antiguo que afirmó: «La educación lo es todo; ella es la que da el hombre; de ella procede la sociedad, la religión, el bien, el mal, como el río viene de la fuente y la encina de la bellota». Los mismos paganos habían comprendido tal verdad y Platón aseveraba: «La buena educación es fundamento de la sociedad y de los pueblos; la educación desde los más tiernos años es absolutamente necesaria para informar la vida entera; es el asunto más importante de que ha de ocuparse la república, y el deber primordial del magistrado de una ciudad es el mirar por los niños, desde la primera infancia, para que se les críe honrada y santamente».

De ahí el pertinaz empeño con el que, en todos los tiempos y lugares, los dos bandos, el del bien y el del mal, riñen la batalla por el imperio de la educación. El problema, aparentemente anodino, de saber quién se arrimará al muchacho para enseñarle a leer y escribir, el cálculo y demás asignaturas elementales, encierra en último análisis otra cuestión de soberana trascendencia, el triunfo del bien o del mal: el niño pertenecerá toda la vida a éste o al otro bando, es decir, al primero que se adueñe de su corazón. Si una gran mayoría de niños se educa cristianamente, no corre peligro el reino del bien; por el contrario, si esa masa de niños queda sin educación o la recibe mala, prevalecerá el reino del mal y la sociedad entera correrá a su ruina.

Unos cuantos símiles nos lo harán comprender mejor:

1. La educación es para el niño lo que el cultivo para el campo. Por muy bueno que éste sea, si se deja de arar, no da más que zarzas y abrojos. De igual modo, por muy buenas disposiciones que tenga un niño, por fértil que sea el terruño de su alma, si no se le educa, si no se cultiva ese campo, no dará virtudes: su vida será estéril para el bien o producirá sólo agarrones, obras muertas.

Así como el cultivo resulta indispensable al campo para extirpar las malas hierbas, zarzas y espinos que en él crecen, y disponer el terreno para producir buenas plantas, así también la educación es absolutamente necesaria para corregir los defectos incipientes del niño, enderezar sus malas inclinaciones y disponerle el alma para que dé frutos de virtud.

¿Qué es la vida de un hombre que no ha recibido educación, es decir, al que no se le ha inculcado piedad y virtud? Es un año sin primavera; el verano nada tendrá que madurar ni el otoño que cosechar en él; y el curso entero de esa vida será triste estación de invierno, en que todo se hiela, hasta el sol queda sin brillo, y la naturaleza permanece desnuda, yerta.

¿Cuál es el origen del desenfreno de las pasiones que amenazan con invadir la tierra? ¿De dónde procede la perversidad precoz de tantos jóvenes que son el azote de la sociedad? De la falta de educación o de una enseñanza sin principios religiosos.

¿Por qué pregunta san Bernardo hay tantos hombres de edad viciosos o carentes de virtud? Porque no recibieron educación o les enseñaron mal y, cuando eran mozos, no les enmendaron los vicios ni les dispusieron el corazón para la virtud».

2. La educación es para el niño lo que la poda para el árbol. La buena poda es la que da belleza al árbol y depara cantidad y calidad de frutos: cuanto más se cuida la planta, cuanto más se la poda y escamonda, tanto más abundante y exquisita da la fruta. Cualquier árbol que deje de podarse, sólo produce madera o, a lo sumo, redrojos. De igual modo, la educación es la que desarrolla las buenas disposiciones del niño y le prepara las facultades del alma para las más excelsas virtudes. Si la educación no reforma al niño, si no corrige y cercena cuanto hay en él de defectuoso, las pasiones que ya tiene en germen al nacer, crecerán con los años y ahogarán todas las buenas cualidades con que haya nacido, y no le dejarán sino vicios groseros para su propia vergüenza.

«Igual que la vid afirma san Antonino, el alma del hombre necesita la poda». Si se la deja crecer y se la abandona, la vid es la planta que más pronto se asilvestra. Al hombre le ocurre lo mismo: basta privarle del beneficio de la instrucción y educación cristiana, para ver cómo degenera y vuelve a caer en la barbarie y el desenfreno del paganismo.

3. Al arbolillo tierno se le pueden dar todas las formas que se deseen: se le doblega hacia cualquier parte, toma sin resistencia la dirección que se le impone y la conserva siempre; pero si, cuando es grueso y duro, se pretendiera enderezarlo, se quebraría. Es la imagen fiel del niño y de los buenos efectos que en él produce la educación. En la primera infancia no es difícil doblegar su voluntad rebelde: se le corrigen fácilmente las malas inclinaciones, se le reforman cómodamente todos los defectos de carácter; pero cuando es mayor, ya no hay manera de hacerle cambiar. Podad, pues, al niño; escamondadle en su temprana edad: es el modo certero e infalible de asegurarle una vida ubérrima en obras buenas y virtudes.

4. La educación es para el niño lo que un guía seguro para el viandante inexperto. Si a éste se le dirige bien, llega sin dificultad y felizmente al término del viaje. Pero si va por sendas descarriadas, acabará por dar en una sima, si no cae apuñalado por un asesino o despedazado por las fieras.

5. La vida es como un viaje, en el que depende todo de los primeros pasos: se puede tener la seguridad de un término feliz, cuando se ha tomado el camino recto; pero quien se desvíe de éste, apenas iniciada la marcha, se descarriará tanto más cuanto más ande.

«Los niños en decir de Gersón se hallan ante los dos ramales de una bifurcación y plenamente dispuestos a seguir el primero en que se les ponga. Es, pues, de suma importancia señalarles temprano el camino de la virtud y acostumbrarlos a andar por él, porque seguirán toda la vida la dirección que se les dé. Dos amos les invitan a seguirlos: Jesús y el demonio. Si se los conquista para Jesús y se les enseña a seguirle en el camino del cielo, toda la vida serán de Jesús y caminarán por las sendas de la virtud. Al revés, si se les deja emprender los derroteros del vicio y, sobre todo con el mal ejemplo y lecciones perversas, se les induce a seguir tal rumbo, se someterán al demonio y le seguirán hasta el infierno. Ved qué difícil resulta convertir a judíos, turcos, herejes o cismáticos. ¿Por qué tienen tal apego a su error? Porque lo han mamado con la leche; y la educación, como quien dice, les ha incrustado en la mente las falsas opiniones de sus padres. ¿Por qué siguen con tal constancia las desviadas trochas que les conducen al infierno? Porque emprendieron tal camino en la infancia, y no les dejan salir de esos carriles los principios que les inculcaron en la primera educación».

6. La educación es para el niño lo que el piloto para la nave. Un barco sin timonel va infaliblemente a estrellarse contra las rocas o acaba por irse a pique en pleno océano. El joven que estrena mundo sin educación cristiana que le inmunice contra los peligros que en él ha de hallar, es nave lanzada al océano sin piloto que la gobierne, sin brújula que le señale el rumbo: juguete de todos los vicios, combatido por todas las olas, irá a estrellarse contra toda clase de escollos hasta que se lo lleve la vorágine a lo más hondo del abismo. Hay que decirlo sin tapujos: la falta de educación o la mala educación son las que pueblan la tierra de criminales, la sociedad de anarquistas y el infierno de réprobos. Quien toma el camino del infierno ya en su tierna infancia, seguirá andando por él hasta llegar a tan espantosa morada.

7. La educación es para el niño lo que son para una casa los cimientos. Un edificio sin fundamento carece de estabilidad. Si la base es floja, si la construcción no se asienta sobre roca firme, la derribará el viento o se desplomará con las primeras lluvias que reblandezcan el suelo (cf. Mt 7, 2427). Los cimientos de la vida del hombre se echan en la infancia.

«En esa edad dice san Juan Crisóstomo el porvenir depende por completo de la educación recibida: durante la infancia es cuando el hombre se forma para el bien o para el mal, y adquiere hábitos que va a conservar toda la vida». La educación es la que le grabará en la mente los principios religiosos que siempre habrán de ser norma de su conducta; la educación ha de sembrar en su corazón el germen de las virtudes que le guiarán al puerto de la salvación y harán de él un cristiano cabal, un predestinado; la educación le dará los conocimientos propios de la posición social y el género de vida al que la Providencia le llame; la educación, en suma, ha de prepararle el buen éxito en todos los negocios que se le confíen. Si le falta la educación o, por cualquier motivo, no le proporciona esas ventajas, su vida carecerá de fundamento, estará viciada desde los principios y no le va a traer más que una larga serie de culpas y desgracias.

8. Para envenenar las aguas de un río, basta arrojar ponzoña en sus manantiales: desde éstos se propagará por todos los regueros. Para adueñarse de un reino, basta ocupar sus principales plazas fuertes: desde éstas puede uno franquearse con facilidad la entrada en todo el territorio. Así también, para viciar la vida entera de un niño, basta dejarle sin educación o inculcarle principios erróneos: esos principios comunicarán su malicia y veneno a todas las facultades del alma y echarán a perder todas las acciones y virtudes.

¿Qué puede esperarse de un niño abandonado a sus caprichos o mal criado, sino una vida de desórdenes y crímenes? Cuanto más adelante en la vida, tanto más se irá encenagando en el vicio, y llegará a hacerse insensible a cualquier consideración. Al principio, sólo pecará por debilidad; luego se entregará al mal apasionadamente, incluso ufano y satisfecho de sus desmanes. «Ha de adquirir dice san Ambrosio hábitos detestables que, al no hallar ya resistencia alguna, se robustecerán hasta hacerse invencibles. Decidle entonces que reforme sus inclinaciones perversas y cambie de vida. Os responderá: Soy demasiado mayor para cambiar; me he criado así y no puedo ya obrar de otra manera».

El vicio no enmendado refuerza la pasión; la pasión falsea el juicio; el juicio pervierte la voluntad, y la voluntad depravada se complace en la perversión; de todo lo cual se origina el mal hábito. Y una vez creado el mal hábito, éste engendra como una necesidad de vicio y pecado. Para dar a entender la fuerza y la desgracia de semejantes hábitos, la sagrada Escritura echa mano de unas expresiones enérgicas y pavorosas, que debieran hacer temblar a los jóvenes viciosos: Los huesos del impío están impregnados de los vicios de su mocedad, los cuales yacerán con él en el polvo del sepulcro (Jb 20,11). ¿Por qué? Porque han quedado insertos en su naturaleza, adheridos a su propio ser.

«Me han educado pésimamente, confesaba con frecuencia el zar Pedro el Grande, emperador de Rusia. Lejos de reprimir los desmanes de mi genio feroz, los adularon; me doy cuenta ahora y me avergüenzo de ello, mas la fuerza del hábito es tal, que no puedo domeñar mi humor colérico y bárbaro. ¡He logrado cambiar las costumbres de mis súbditos, pero no he podido mudar las mías!».

9. La educación es para el niño lo que el canal para el agua. «Como el agua dice san Jerónimo sigue el caz que se le ha preparado, así también el niño aún tierno da en la flor de Io que se le inculca, se deja guiar y sigue el carril en que se le pone».. Del Espíritu Santo es esta sentencia: La senda por la cual comenzó el joven a andar desde el principio, esa misma seguirá también cuando viejo (Pr 22, 6). Una experiencia secular ha confirmado ese proverbio y nadie puede menos de reconocer que, si con los años se le ha ido serenando la imaginación, consolidando el juicio, y ha acopiado conocimientos, sigue, no obstante, con las mismas aficiones y tendencias, con las primeras costumbres que había adquirido. De modo que, referente a vicios y virtudes, todos los hombres son, poco más o menos, lo que fueron en la juventud: cristianos o libertinos, sobrios o destemplados, castos o disolutos, conforme a la educación recibida. En lo concerniente a moralidad y conducta, se puede juzgar de lo que fue un hombre en la juventud, por lo que es actualmente; así como se puede vaticinar lo que un muchacho va a ser más adelante, por la conducta que observa al salir del centro escolar.

De los diecinueve reyes de Israel, no hay uno solo que no hubiera sido ya perverso en su juventud, y ninguno se volvió a Dios ni se convirtió antes de la muerte. En Judá hubo también diecinueve reyes desde Salomón hasta el cautiverio de Babilonia. Sólo hubo cinco buenos: Asa., Josafat, Joatán, Ezequías y Josias. Todos los demás fueron impíos. Pues bien, los buenos comenzaron a serlo en la juventud y continuaron siéndolo toda la vida. La mayor parte de los que fueron impíos, iniciaron su mala vida en la juventud y ya no cambiaron; tan cierta es la sentencia del Espíritu Santo: La senda por la cual comenzó el joven a andar desde el principio, esa misma seguirá también cuando viejo (Pr 22, 6).

10. Finalmente, la educación es para el niño lo que para la tierra es la semilla. En un campo no se cosecha sino Io que se ha sembrado: si la semilla es de trigo, se cosechará trigo; si es de cizaña, se recogerá cizaña. El corazón del niño es tierra virgen que recibe por vez primera la simiente. Si se prepara y cultiva bien ese corazón, si la semilla es buena, dará frutos abundantes y duraderos. «Lo que se aprende en la infancia dice san Ireneo va creciendo en la mente con los años y no se olvida nunca». Y san Ambrosio agrega: «Así como el arte de leer, cuando se ha. adquirido en la infancia, llega a ser tan natural que se ejercita sin el menor tropiezo y no se pierde nunca, de igual modo, cuando desde la infancia se ha imbuido uno de los preceptos divinos y los ha tomado por regla de conducta, toda la vida los seguirá guardando».

CONCLUSIÓN. Reconozcámoslo una vez más: la vida del niño depende por completo de su educación. Si ésta le falta o, a Io largo de ella, le inculcan malos principios, el niño será un vicioso y emprenderá la senda de la perdición desde el comienzo; y sus pasos, hechos a deslizarse por la pendiente del vicio, le lanzarán a todos los desmanes y le llevarán fatalmente a la muerte eterna. Por el contrario, la buena educación nunca deja de producir sus frutos, aun en los que temporalmente se apartan de los buenos principios que les inculcaron. Las verdades religiosas que llevan profundamente grabadas en el corazón, nunca se borrarán del todo. Por mucho que los vientos de las pasiones sacudan el árbol haciendo caer la fruta y desgajando incluso algunas ramas, el tronco despojado seguirá en pie con las raíces hundidas en la tierra y recibiendo savia nutricia que, llegado el momento providencial, hará que broten nuevas ramas y el árbol dé frutos abundantes. Las conversiones incesantes de que somos testigos, la vuelta a las buenas costumbres y a la práctica de la virtud, son ciertamente consecuencias beneficiosas de la educación cristiana, cosecha de la temprana siembra de la fe y la piedad en el corazón de los niños.

Dión tuvo la desgracia de que su hijo cayera en poder de Dionisio el Tirano. Este urdió contra su enemigo una venganza singular, tanto más cruel cuanto más anodina hubiera podido parecer. En vez de mandar que mataran al muchacho o le encerraran en horrible calabozo, decidió estragarle todas las buenas cualidades del alma. Con tal fin, le dejó sin educar, le abandonó a sus antojos y dio orden de que le toleraran todos los caprichos. El mozo, arrebatado por el torbellino de las pasiones, se entregó a todos los vicios. Cuando el tirano vio que ya había logrado lo que buscaba, se lo devolvió al padre. Lo encomendaron a pedagogos y maestros sabios y virtuosos, que nada omitieron para hacerle cambiar de conducta. Pero fue todo inútil: antes que enmendarse, se arrojó de lo más alto de la casa y se estrelló contra el suelo.


Fuente: maristas.com.ar 

►En qué consiste la educación del niño según Marcelino Champagnat


Traducción: Hno. Aníbal Cañón Presa
Edición: Hno. José Diez Villacorta

Consejos, lecciones, máximas y enseñanzas de San Marcelino Champagnat donde explica en lo que consiste la educación del niño.


CAPÍTULO XXXV

EN QUÉ CONSISTE LA EDUCACIÓN DEL NIÑO

Con la fundación de su instituto, el padre Champagnat no se proponía solamente dar instrucción primaria a los niños, ni siquiera enseñarles sólo las verdades de la religión, sino además darles buena educación. «Si tan sólo se tratase afirmaba de enseñar la ciencia profana a los niños, no harían falta los hermanos; bastarían los maestros para esa labor. Si sólo pretendiéramos darles instrucción religiosa, nos limitaríamos a ser simples catequistas reuniéndolos una hora diaria para hacerles recitar la doctrina. Pero nuestra meta es muy superior: queremos educarlos, es decir, darles a conocer sus deberes, enseñarles a cumplirlos, infundirles espíritu, sentimientos y hábitos religiosos, y hacerles adquirir las virtudes de un caballero cristiano. No lo podemos conseguir sin ser pedagogos, sin vivir con los niños, sin que ellos estén mucho tiempo con nosotros».
Pero, ¿en qué consiste la educación del niño?
¿En cuidar de él, proveer a sus necesidades para no dejarle carecer de nada referente al vestido y alimento? No.

¿Es enseñarle a leer y escribir, comunicarle los conocimientos que va a necesitar más adelante para administrar sus negocios? No. La educación es labor más excelsa.

¿Es enseñarle un oficio y ponerle en condiciones de ejercer una profesión? No. No se confundan educación y aprendizaje.

¿Es conseguir que sea fino, cortés, y adquiera distinción para el trato con la gente? No. Todo eso es bueno y necesario para el niño, pero no es propiamente la educación, sino tan sólo su envoltura, lo menos importante.

Proveer de esos bienes al niño, procurarle todas esas ventajas, es educarlo en cuanto al cuerpo, no precisamente en cuanto al alma; es enseñarle a vivir temporalmente, no para la eternidad; es formarlo para la tierra y el mundo, no para Dios, su único fin, ni para el cielo, su destino y su patria verdadera.

Dios creó al hombre en la inocencia y santidad. Si Adán no se hubiera rebelado contra el Creador, no habría viciado su naturaleza y sus descendientes no habrían necesitado educación: tendrían, al nacer, toda la perfección que correspondía a su ser, o al menos la habrían alcanzado de por sí conforme hubieran ido desarrollándose sus facultades. Pero, debido a la caída original, el hombre nace con el germen de todos los vicios, igual que con el de todas las virtudes: es un lirio, pero crece entre espinas; es una vid que necesita poda; es el campo en el que el padre de familia echó buena simiente, pero en el que el enemigo sembró la cizaña. 

Educar al niño será, pues:

I. Darle sólidos principios religiosos.
Enseñarle cuál es el fin del hombre, la necesidad de la salvación, las postrimerías (muerte, juicio, infierno o gloria), lo que es el pecado, los mandamientos de Dios y de la Iglesia, la vida de nuestro Señor Jesucristo, sus misterios, virtudes y pasión; todo lo que hizo por la salvación del hombre, los sacramentos que instituyó, la redención copiosa que nos trajo, lo que hemos de hacer para que se nos apliquen sus méritos, para llevar con dignidad el título de hijos de Dios y merecer la gloria eterna a la que estamos destinados y que Jesús ha ido a prepararnos.

II. Enderezar sus tendencias torcidas.
Corregirle vicios y defectos: orgullo, indocilidad, doblez, egoísmo, gula, grosería, ingratitud, desenfreno, robo, pereza, etc. Ahora bien, todos esos vicios y otros semejantes han de ser ahogados en germen: hay que matar el gusano antes de que llegue a ser víbora, y remediar una indisposición antes de que degenere en dolencia mortal. Cuando asoma un defecto en un niño, basta una reprensión blanda, un castigo ligero para remediar el mal y ahogar el germen nocivo; pero si lo dejáis crecer, se convertirá en hábito que no lograréis corregir por más que os empeñéis en ello. Los defectos y vicios incipientes a los que no se da importancia y, con tal pretexto, se dejan de reprimir, «son dice Tertuliano gérmenes de pecados que presagian una vida criminal» Las espinas, cuando empiezan a brotar, no pican; las víboras, al nacer, no tienen veneno; sin embargo, con el tiempo, las puntas de las espinas se vuelven duras y afiladas como puñales; y las víboras, conforme van envejeciendo, se hacen más ponzoñosas. Sucede igual con los vicios y defectos de los muchachos: si se les deja crecer y medrar, se convierten en pasiones tiránicas y hábitos criminales que oponen resistencia invencible a cualquier intento de corrección.

III. Moldearle el corazón.
Desarrollar sus buenas disposiciones y depositar en él las semillas de todas las virtudes; afanarse en hacerlo dócil, humilde, compasivo, lleno de caridad y agradecimiento, manso, paciente, generoso y constante; proporcionarle medios para la puesta en práctica de esas virtudes, para su desarrollo y perfección.
El corazón del niño es tierra virgen que recibe por vez primera la simiente. Si se prepara y cultiva bien ese corazón, si la semilla es buena, dará frutos abundantes y duraderos.

El hortelano experto cerca, injerta y rodriga el árbol mientras es tierno y flexible. El alfarero moldea el recipiente antes de que la arcilla endurezca. De igual modo, hay que formar al niño en la virtud cuando es joven, inocente y dócil, cuando su mente y corazón reciben con facilidad la impresión de los buenos principios. Comenzará por obrar bien, sólo porque se lo mandan; pero pronto, con el desarrollo de sus facultades, lo hará por amor y elección, de tal modo que se dará a la virtud no sólo sin dificultad, sino con gusto. «Una larga experiencia afirma san Pío V demuestra que los jóvenes formados en la virtud desde su tierna infancia, casi siempre llevan después vida cristiana, pura, ejemplar, y a veces llegan a una santidad eminente; mientras que los demás, cuyo cultivo en las virtudes se ha descuidado, viven carentes de virtud y encenagados en vicios y desórdenes que les llevan a la perdición».

IV. Formar la conciencia del niño.
Para ello es menester:

1. Darle sólida instrucción religiosa y convencerle bien de que siempre ha de regirse, no por las opiniones del mundo, sino por los principios de la ley de Dios, las motivaciones de la fe y los dictámenes de la conciencia.

2. Inspirarle sumo horror al pecado e inculcarle profundamente esta máxima: No existe mayor desgracia que el pecado, y el único bien verdadero es la virtud

3. Enseñarle que la virtud y el pecado proceden del corazón., que éste es el que consiente en el mal o promueve actos de virtud. Por consiguiente, que se han de vigilar los pensamientos, deseos e impulsos del corazón; que no basta ser hombre honrado, ni siquiera observar exteriormente la ley de Dios y serle fiel delante de los hombres, sino que se ha de amarla y observarla siempre en todas partes, y no hacer nunca nada contra la voz de la conciencia.

4. Inspirarle profundo amor a la verdad, extremada aversión a la mentira, y exhortarle con frecuencia a la total sinceridad e integridad de la confesión.

V. Formarlo en la piedad.
Es decir, darle a entender la necesidad imperiosa y las grandes ventajas de la oración; acostumbrarle, desde la más tierna infancia, a rezar con respeto, modestia, atención y recogimiento; familiarizarle con las prácticas de la piedad cristiana, para lograr que en los ejercicios religiosos y en la oración, halle su dicha y consuelo.

Nunca nos cansaremos de repetirlo: en lo referente a la educación, la piedad lo es todo; cuando se tiene la dicha de hacerla penetrar en el corazón del niño, hace brotar en él todas las virtudes y, a modo de incendio, consume a ojos vistas todos los vicios y defectos. Si lográis que el niño sea piadoso, que ore y que frecuente los sacramentos, si le inspiráis tierno amor a Jesús y entrañable devoción a la santísima Virgen, le hacéis bueno, dócil, cortés, animoso, diligente, manso, humilde y constante. Si lográis que sea piadoso, ya veréis cómo se vuelve abierto de carácter, franco, amable, servicial. Si lográis que sea piadoso, conforme vaya aumentando su amor a Dios, sus defectos se irán esfumando, se disiparán y derretirán, como se derrite y desaparece la nieve con los rayos de un sol abrasador. Inyectad, pues, una fuerte dosis de piedad en el corazón del niño y veréis cómo hace brotar en él todas las virtudes que deseáis hacerle adquirir, y cómo ha de matar todos los vicios y defectos cuya destrucción os habíais propuesto.

VI. Conseguir que se encariñe con la virtud y la religión.
Para que el niño ame la religión y se apegue a la misma por convicción y deber de conciencia, es necesario que entienda bien estas cuatro verdades:
1.a La religión es la gracia más valiosa que Dios ha otorgado al hombre.

2.a Cada uno de los mandamientos de la ley de Dios es un auténtico beneficio y una fuente de felicidad para el hombre, aun desde el punto de vista material.

3.a La religión no se opone en nosotros sino a nuestros enemigos, a saber: el demonio, el pecado, los vicios y pasiones perversas que nos degradan y envilecen, que son causa de todos nuestros males.

4.a Solamente la virtud hace feliz al hombre, aun aquí abajo. Deber y dicha corren parejas y son inseparables. Verdad de fe es que la alegría, los consuelos y la felicidad son la herencia del hombre virtuoso, como es cierto también que los remordimientos, la angustia y la tribulación acosan por doquier al hombre que obra mal y se entrega a los vicios..

VII. Robustecer la voluntad del niño y acostumbrarle a obedecer.
El más funesto azote de nuestro siglo es la independencia: todo el mundo quiere obrar a su antojo y se cree más capacitado para mandar que para obedecer. Los hijos se niegan a obedecer a los padres, los súbditos se rebelan contra los monarcas; la mayor parte de los cristianos desprecian las leyes de Dios y de la Iglesia; en una palabra, la insubordinación reina en todas partes. Se presta, pues, un excelente servicio a la religión, a la Iglesia, a la sociedad, a la familia, y especialmente al niño, doblegando su voluntad y enseñándole a obedecer.
Pero, ¿cómo se le inculca la obediencia? Es preciso:

1. No mandarle ni prohibirle nada que no sea conforme a justicia y razón; no prescribirle nunca nada que provoque la rebelión en su mente o tenga visos de injusticia, tiranía o tan sólo capricho. Tales mandatos no consiguen sino turbar el juicio del muchacho, inspirarle profundo desprecio y aversión al maestro, y pertinaz repulsa de cuanto le manden.

2. Evitar el mandar o prohibir demasiadas cosas a la vez, ya que la multiplicidad de las prohibiciones o mandatos provoca la confusión y el desaliento en el corazón del niño y le hace olvidar parte de lo mandado. Por lo demás, la coacción no es necesaria ni da otro resultado que desanimar y sembrar el mal espíritu.

3. No mandar nunca cosas demasiado difíciles o imposibles de llevar a cabo, pues las exigencias inmoderadas irritan a los niños y los tornan testarudos y rebeldes.

4. Exigir la ejecución exacta e íntegra de lo que se ha mandado. Dar órdenes, encargar deberes escolares, imponer penitencias y no exigir que se ejecuten, es hacer al niño indócil, echarle a perder la voluntad y acostumbrarle a que no haga caso alguno de los mandatos o prohibiciones que recibe.

5. Establecer en la escuela una disciplina vigorosa y exigir a los alumnos entera sumisión al reglamento. Esa disciplina es el medio más adecuado para robustecer la voluntad del niño y darle energías; para hacerle adquirir el hábito de la obediencia y de la santa violencia que cada uno ha de ejercer sobre sí mismo para ser fiel a la gracia, luchar contra las malas pasiones y practicar la virtud. Semejante disciplina ejercita constantemente la voluntad con los sacrificios que impone a cada momento. Obliga al niño a cortar la disipación, guardar silencio, recoger los sentidos, prestar atención a las explicaciones del maestro, cuidar la postura y los modales, reprimir la impaciencia, ser puntual, estudiar las lecciones y hacer las tareas; ser reverente con el maestro, obsequioso y servicial con los condiscípulos; doblegar y acomodar el temple a mil cosas que le contrarían. Ahora bien, ese ingente número de actos de obediencia, esa larga serie de triunfos que el niño alcanza sobre sí mismo y sus defectos, son el mejor método de formación de la voluntad, la manera mejor de robustecerla y darle flexibilidad y constancia.

VIII. Formarle el juicio.
De todas las facultades del niño, es la que más importa proteger, formar y desarrollar. En efecto, ¿qué puede hacer un hombre carente de razón, sin discernimiento práctico, sin tiento ni experiencia del trato social? Nada.
Incapaz de adquirir virtudes cristianas y sociales, no vale ni para los negocios del mundo ni para la vida espiritual. Para ser virtuoso o espabilado, hay que ser hombre. Pero, ¿dónde está el hombre, si no tiene juicio? El buen criterio es indudablemente un don natural que nadie puede prestar a quien no lo ha recibido. Pero admite grados e, igual que las demás facultades del alma, puede crecer y desarrollarse más y más. Por consiguiente, es de suma importancia desarrollar dicha facultad en el niño y ponerle en condiciones de continuar desenvolviendo y perfeccionando él mismo ese discernimiento.
Para ello se necesita:

1. Hacerle adquirir el hábito de pensar antes de hablar y dar su opinión sobre cualquier cosa. El error mental procede siempre de una estimación y habitual manera de ver incompleta; lo que más expone a contraer dicha enfermedad intelectual es el juicio precipitado, ya que no se puede ver sino superficialmente Io que se mira de prisa y corriendo.

2. Repetidle a menudo la célebre máxima de san Agustín: «La reflexión es el principio de todo bien». Acostumbradle a pautar la conducta y el juicio según los grandes principios de la moral cristiana, verdadera luz de la mente, antorcha de la razón y fuente de la sabiduría.

3. Adiestradle, en las instrucciones que le dais, a discernir el punto básico, el objeto principal de una pregunta, de un relato, de una lección cualquiera, y no le dejéis divagar ni perderse en detalles nimios.

4. Obligadle a recapacitar con frecuencia sobre los detalles de su conducta, señalándole en qué ha faltado al buen criterio y tino, y cómo dejó lo principal por lo secundario, lo sólido por lo brillante, los principios fundamentales por criterios discutibles o erróneos.

5. Ocupadle en estudios y trabajos que exijan reflexión; adiestradle en combinar ideas, saber unirlas, sacar consecuencias de un principio y prestar atención a todo.

6. No os canséis de repetirle que la razón, la prudencia y la virtud son tres cosas inseparables que se hallan siempre en el fiel de la balanza, no en los extremos; por consiguiente, que la razón y el buen criterio excluyen cualquier exageración, cualquier perfección quimérica, todo lo que es desorbitado.

7. Preservad la inocencia del niño y ejercitadlo en la virtud, pues las pasiones ciegan la mente y alteran el juicio.

IX. Dar temple y pulido al carácter del muchacho.
Un carácter ideal es un don insigne de Dios, es un tesoro y una fuente de felicidad para toda una familia.

Al revés, tener mal carácter es una desgracia para quien nace con él y para quienes con tal persona han de vivir. Es causa de discordia y puede ser un verdadero azote para una familia entera. Pero, a Dios gracias, el carácter se puede modificar, corregir y mejorar. Sí, aun el peor genio, con una buena educación, puede reformarse.

Para llevar a buen término esa difícil tarea, el maestro debe:

1. Estudiar el carácter del niño, sus aficiones, defectos, aptitudes y propensiones. Si no, ¿cómo va a conocer lo que en él se ha de reformar? ¿Cómo va a trabajar en el cultivo, desarrollo y perfección de sus buenas cualidades?

2. Dejar al niño cierta libertad respetuosa, pues si se le reprime demasiado, no habrá modo de conocer sus defectos y corregírselos.

3. Combatir sin tregua el egoísmo, la rudeza, el orgullo, la insolencia, la grosería, la vidriosidad y otros defectos parecidos que echan a perder el carácter, siembran por doquier el desorden, y arruinan la paz y la caridad fraterna.

4. Poner empeño en lograr que el niño sea cortés, servicial, obsequioso, agradecido, y en acostumbrarle a los buenos modales para con todo el mundo, singularmente con sus padres, maestros y cuantos tengan autoridad sobre él.

X. Ejercer vigilancia continua sobre el niño.
Es decir, rodearle de cuidados para preservarle del vicio, apartarle de las malas compañías, ejemplos perniciosos y cualquier contagio maligno; protegerle contra todo lo que pueda representar un peligro para su inocencia, comprometer su virtud o echarle a perder su buen juicio infundiéndole principios erróneos.

XI. Inculcarle amor al trabajo.
Hacerle adquirir hábitos de orden y limpieza; darle a entender que sólo en la honradez, el trabajo y el ahorro puede hallarse la fuente de la prosperidad, el desahogo y la riqueza.

XII. Darle la instrucción y conocimientos que pidan su condición y estado.
Lograr que se encariñe con dicha posición social, sea la que fuere, y enseñarle cómo podrá mejorarla, vivir feliz, gozar de honra y santificarse en ella.

XIII. Mirar por la salud corporal del niño.
Apartarle de influencias nocivas, conservar la integridad de sus miembros y llevarlos al mayor desarrollo posible; en suma, preservarle de cualquier accidente y de cuanto pueda alterar su constitución física o comprometer la integridad de sus órganos.

XIV. Finalmente, educar al niño es proporcionarle todos los medios para adquirir la perfección de su ser.
Es hacer de ese niño un hombre cabal. Y, ya que el hombre tiene el privilegio de poder progresar siempre para llegar a ser perfecto, como es perfecto su Padre celestial, el maestro ha de lograr que el muchacho no salga de la escuela sin estar convencido de que ha de proseguir por sí mismo esa educación mediante el estudio, la reforma personal, la lucha contra las malas inclinaciones, la corrección de los defectos y el empeño en llegar a ser cada vez mejor cristiano.

Tal es el fin de la educación y el nobilísimo ministerio que se confía al maestro de la juventud. Es la obra más santa y sublime, ya que es prolongación de la obra divina en lo que ésta tiene de más noble y excelso, la santificación de las almas.

Es la obra más santa, pues su objeto es formar santos y elegidos para el cielo. Es también la más difícil y la que pide más entrega; le costó a Jesucristo su sangre y vida; y el maestro no puede cooperar con él y ayudarle a salvar almas, si no es con el sacrificio y la inmolación propia. De cuanto precede se deduce claramente que enseñar a los niños la lectura y escritura, la gramática, la aritmética, la historia, la geografía, o incluso lograr que sepan de memoria el catecismo, no es realmente educarlos. El maestro cuya labor no pase de ahí, no cumple todo su deber con los alumnos. Le falta lo más importante, que es darles educación, es decir, formarlos en la virtud, corregir sus defectos, infundirles amor a la religión y acostumbrarlos a practicarla. En una palabra, hacer de ellos cristianos piadosos, cumplidores de sus deberes.

El padre de Sócrates era estatuario. Un día mostró al hijo un bloque de mármol y le dijo: «Hay un hombre encerrado en ese molón. Voy a hacerlo salir a martillazos». Cuando os traen un niño aún ignorante, rudo, sin educación, que no conoce más vida que la de los sentidos, podéis decir con más razón que el padre de Sócrates: Hay en él un hombre, un buen padre de familia, un caballero cristiano, un discípulo de Jesucristo, un santo elegido para el cielo, y voy a hacer que se manifieste: voy a enseñarle sus obligaciones y destino; voy a reformarlo, transformarlo y convertirlo en lo que puede y debe llegar a ser.

Le cuesta al niño llegar al uso de razón y discernimiento, que no alcanza normalmente sin el roce y comunicación con personas dotadas igualmente de esos dones: necesita, pues, el concurso de otros hombres para lograr la integridad y perfección de sus facultades. Pero necesita ese concurso mucho más para formarse en la práctica del bien y prepararse a recibir los principios de la fe, las gracias y virtudes que necesita para llegar a su destino eterno.

El hombre es el gran instrumento de Dios para educar al hombre y, lo que es mucho más importante, para salvarlo. Esta gloriosa misión resulta siempre difícil y a menudo es dolorosa, sangrienta, pues nadie salva a otros sin entregarse y, a veces, inmolarse por ellos. Para Dios, es un ministerio tan glorioso, que quiso honrar con él a su Hijo: el Verbo se encarnó para ser maestro, dechado y salvador del hombre.
¡Qué gloria, la de un religioso educador, asociado a semejante misión!


Fuente: maristas.com.ar 
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CONSAGRACIÓN DEL MATRIMONIO AL CORAZÓN INMACULADO DE MARÍA

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"Oh, Corazón Inmaculado de María, refugio seguro de nosotros pecadores y ancla firme de salvación, a Ti queremos hoy consagrar nuestro matrimonio. En estos tiempos de gran batalla espiritual entre los valores familiares auténticos y la mentalidad permisiva del mundo, te pedimos que Tu, Madre y Maestra, nos muestres el camino verdadero del amor, del compromiso, de la fidelidad, del sacrificio y del servicio. Te pedimos que hoy, al consagrarnos a Ti, nos recibas en tu Corazón, nos refugies en tu manto virginal, nos protejas con tus brazos maternales y nos lleves por camino seguro hacia el Corazón de tu Hijo, Jesús. Tu que eres la Madre de Cristo, te pedimos nos formes y moldees, para que ambos seamos imágenes vivientes de Jesús en nuestra familia, en la Iglesia y en el mundo. Tu que eres Virgen y Madre, derrama sobre nosotros el espíritu de pureza de corazón, de mente y de cuerpo. Tu que eres nuestra Madre espiritual, ayúdanos a crecer en la vida de la gracia y de la santidad, y no permitas que caigamos en pecado mortal o que desperdiciemos las gracias ganadas por tu Hijo en la Cruz. Tu que eres Maestra de las almas, enséñanos a ser dóciles como Tu, para acoger con obediencia y agradecimiento toda la Verdad revelada por Cristo en su Palabra y en la Iglesia. Tu que eres Mediadora de las gracias, se el canal seguro por el cual nosotros recibamos las gracias de conversión, de amor, de paz, de comunicación, de unidad y comprensión. Tu que eres Intercesora ante tu Hijo, mantén tu mirada misericordiosa sobre nosotros, y acércate siempre a tu Hijo, implorando como en Caná, por el milagro del vino que nos hace falta. Tu que eres Corredentora, enséñanos a ser fieles, el uno al otro, en los momentos de sufrimiento y de cruz. Que no busquemos cada uno nuestro propio bienestar, sino el bien del otro. Que nos mantengamos fieles al compromiso adquirido ante Dios, y que los sacrificios y luchas sepamos vivirlos en unión a tu Hijo Crucificado. En virtud de la unión del Inmaculado Corazón de María con el Sagrado Corazón de Jesús, pedimos que nuestro matrimonio sea fortalecido en la unidad, en el amor, en la responsabilidad a nuestros deberes, en la entrega generosa del uno al otro y a los hijos que el Señor nos envíe. Que nuestro hogar sea un santuario doméstico donde oremos juntos y nos comuniquemos con alegría y entusiasmo. Que siempre nuestra relación sea, ante todos, un signo visible del amor y la fidelidad. Te pedimos, Oh Madre, que en virtud de esta consagración, nuestro matrimonio sea protegido de todo mal espiritual, físico o material. Que tu Corazón Inmaculado reine en nuestro hogar para que así Jesucristo sea amado y obedecido en nuestra familia. Qué sostenidos por Su amor y Su gracia nos dispongamos a construir, día a día, la civilización del amor: el Reinado de los Dos Corazones. Amén. -Madre Adela Galindo, Fundadora SCTJM

CONSAGRACIÓN DEL MATRIMONIO A LOS DOS CORAZONES EN SU RENOVACIÓN DE VOTOS

CONSAGRACIÓN DEL MATRIMONIO A LOS DOS CORAZONES EN SU RENOVACIÓN DE VOTOS
Oh Corazones de Jesús y María, cuya perfecta unidad y comunión ha sido definida como una alianza, término que es también característico del sacramento del matrimonio, por que conlleva una constante reciprocidad en el amor y en la dedicación total del uno al otro. Es la alianza de Sus Corazones la que nos revela la identidad y misión fundamental del matrimonio y la familia: ser una comunidad de amor y vida. Hoy queremos dar gracias a los Corazones de Jesús y María, ante todo, por que en ellos hemos encontrado la realización plena de nuestra vocación matrimonial y por que dentro de Sus Corazones, hemos aprendido las virtudes de la caridad ardiente, de la fidelidad y permanencia, de la abnegación y búsqueda del bien del otro. También damos gracias por que en los Corazones de Jesús y María hemos encontrado nuestro refugio seguro ante los peligros de estos tiempos en que las dos grandes culturas la del egoísmo y de la muerte, quieren ahogar como fuerte diluvio la vida matrimonial y familiar. Hoy deseamos renovar nuestros votos matrimoniales dentro de los Corazones de Jesús y María, para que dentro de sus Corazones permanezcamos siempre unidos en el amor que es mas fuerte que la muerte y en la fidelidad que es capaz de mantenerse firme en los momentos de prueba. Deseamos consagrar los años pasados, para que el Señor reciba como ofrenda de amor todo lo que en ellos ha sido manifestación de amor, de entrega, servicio y sacrificio incondicional. Queremos también ofrecer reparación por lo que no hayamos vivido como expresión sublime de nuestro sacramento. Consagramos el presente, para que sea una oportunidad de gracia y santificación de nuestras vidas personales, de nuestro matrimonio y de la vida de toda nuestra familia. Que sepamos hoy escuchar los designios de los Corazones de Jesús y María, y respondamos con generosidad y prontitud a todo lo que Ellos nos indiquen y deseen hacer con nosotros. Que hoy nos dispongamos, por el fruto de esta consagración a construir la civilización del amor y la vida. Consagramos los años venideros, para que atentos a Sus designios de amor y misericordia, nos dispongamos a vivir cada momento dentro de los Corazones de Jesús y María, manifestando entre nosotros y a los demás, sus virtudes, disposiciones internas y externas. Consagramos todas las alegrías y las tristezas, las pruebas y los gozos, todo ofrecido en reparación y consolación a Sus Corazones. Consagramos toda nuestra familia para que sea un santuario doméstico de los Dos Corazones, en donde se viva en oración, comunión, comunicación, generosidad y fidelidad en el sufrimiento. Que los Corazones de Jesús y María nos protejan de todo mal espiritual, físico o material. Que los Dos Corazones reinen en nuestro matrimonio y en nuestra familia, para que Ellos sean los que dirijan nuestros corazones y vivamos así, cada día, construyendo el reinado de sus Corazones: la civilización del amor y la vida. Amén! Nombre de esposos______________________________ Fecha________________________ -Madre Adela Galindo, Fundadora SCTJM

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