Consejos, lecciones, máximas y enseñanzas de San Marcelino Champagnat donde da algunas consignas de cómo un educador debe tratar a un alumno.
CAPÍTULO XXXVIII
RESPETO SANTO QUE SE DEBE AL NIÑO
I. Qué es el niño, objeto de tal reverencia
Es la más noble y perfecta de todas las criaturas visibles; «el más asombroso milagro de Dios», en expresión de san Agustín; «una maravilla», exclama el Sabio.
Es la obra maestra de las manos divinas. Su dignidad y nobleza son tales, que Dios mandó a sus ángeles que cuidaran de él, le sirvieran y guardaran en todos sus pasos. El niño es no sólo obra de las manos de Dios, es imagen y gloria de Dios (1 Co 11, 7); en él está impresa la luz del rostro de Dios (Sal 4, 7). «Tiene vigor de auténtico fuego, porque su origen es del todo celeste».
Es el lugarteniente de Dios en la tierra, con dominio sobre todas las criaturas visibles: todo ha sido puesto a sus pies, todo se ha hecho para su servicio. «Es el rey del universo, al que Dios ha coronado de gloria y honor en lo que se refiere al alma y al cuerpo dice Bossuet dotándole de justicia y rectitud original y otorgándole la inmortalidad y el imperio del mundo». Para él creó Dios ese mundo, lo conserva y pone en acción a todas las criaturas. Para su salud, satisfacción y servicio, los cielos despliegan su esplendor y giran majestuosamente en el firmamento, el sol llena de resplandor el orbe, los astros no cesan de enviar a la tierra influencias suaves y benignas, los vientos soplan, la humedad se condensa en nubes, la lluvia cae, corren los ríos, la tierra produce toda clase de plantas, los animales viven y se reproducen; en suma, la naturaleza entera trabaja para él.
2. El niño está hecho a imagen y semejanza de Dios. Como Dios, es trinidad: es un ser vivo, dotado de inteligencia, razón y amor; esas cualidades constituyen el fondo de su naturaleza. A semejanza del Padre, tiene el ser; a semejanza del Hijo, tiene la inteligencia; a semejanza del Espíritu Santo, tiene el amor; a semejanza del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, en el ser, en la inteligencia y en el amor, tiene una sola felicidad y vida. Nada se le puede quitar, sin quitárselo todo.
Creado a imagen de Dios, posee, para conocer, una inteligencia de capacidad casi infinita. Cuanto más aprende, más capaz es de aprender: puede abarcar con su inteligencia un mundo entero e imaginar una infinidad de otros mundos. Conoce las cosas materiales y las del espíritu; las cosas creadas y la esencia de Dios; todo lo penetra; discurre acerca de todo y, por inducción, infiere las cosas más secretas. Su memoria es una enciclopedia de un sinfín de conceptos, «cual sala inmensa en la que se contienen cielo, tierra, mar y cuanto se conoce», dice san Agustín. Su voluntad puede adherirse a toda clase de bienes, incluso al bien infinito; dicha voluntad es tan noble y magnánima, que ningún bien puede saciarla, a no ser el mismo Dios. Su libertad es tan absoluta y fuerte, que ni todas las criaturas del mundo la pueden forzar; ni siquiera todos los ángeles juntos serían capaces de obligarla a abrazar lo que no quiere: sólo Dios tiene dominio sobre ella.
Digámoslo una vez más: esa criatura sublime que es el niño, lleva en el fondo de su naturaleza, en la elevación, poder y armonía de sus facultades y en todo su ser, la impronta e imagen de Dios.
3. El niño es hijo de Dios (Rm 8, 16), hijo del Altísimo (Sal 81, 6). Sí, por enclenque, débil y ruin que os parezca, ese niño no sólo lleva el nombre de hijo de Dios, sino que lo es, y lo es ahora mismo bajo esos harapos que le cubren. Sí, Dios es su padre y modelo y, como él mismo, lo quiere grande, santo y perfecto.
4. El niño es la conquista y precio de la sangre del divino Salvador; es miembro y hermano de Jesucristo, templo del Espíritu Santo y objeto de las complacencias del Padre. Es el retrato de Jesús niño, el recuerdo de su infancia, debilidad, pequeñez y obediencia. Es la criatura agraciada a la que Jesús llama diciendo: Dejad que los niños se acerquen a mí (Mt 19, 14; Mc 10, 4; Lc 18,16), y en la que halla sus delicias: Son todas mis delicias el estar con los hijos de los hombres (Pr 8, 31). El niño es el amigo, el predilecto de Jesús. «Así como los reyes de la tierra dice san Agustín tienen sus favoritos, también Jesús tiene los suyos: son los niños, a los que acaricia, ama y bendice, interesándose por su educación, porque siente para con ellos una inclinación y un amor singularísimos.
5. El niño es la esperanza del cielo, el amigo y hermano de los ángeles y de los santos. Es el heredero del reino celestial y de las palmas eternas. Ese niño humilde ha nacido para ser rey, rey temporal y rey eterno. Sí, un doble reinado es su destino: si lleva dignamente su corona en la tierra, se le abrirá un día el reino de los cielos.
6. «El niño es lo más amable y encantador que hay en la tierra, la flor y el adorno del género humano», dice san Macario. Es la primera edad de la vida, encanto de los ojos, de trato amable y extraordinariamente dócil para dejarse formar en la observancia de los deberes más sagrados. De corazón puro y sencillo, acepta confiadamente la religión, porque no tiene oscuros intereses que defender contra ella, y se deja atraer gustosamente por su voz maternal.
El niño es un alma inocente, cuyo apacible sueño aún no han turbado las pasiones y cuya rectitud aún no han alterado la mentira ni los engaños del mundo. Es un indecible secreto de beatitud que revela un origen enteramente celestial: tiene nobleza y dignidad propias, que no se hallan en los hombres corrientes.
El niño es sencillez, candor e inocencia, alegría del presente y esperanza del porvenir.
7. El niño es tu hermano y semejante, hueso de tus huesos (cf. Gn 2, 23), es otro tú. Tiene el mismo Padre celestial que tú, idéntico fin y destino, tiene la misma esperanza; se le destina a gozar de la misma felicidad. Es tu compañero de viaje en este destierro temporal; será coheredero tuyo y tu socio en la patria, ¡en el cielo!
8. El niño es el campo que Dios te ha encargado que cultives: brote tierno, planta débil; pero será un día árbol frondoso cargado de los frutos de todas las virtudes, que proyectará a lo lejos sombra gloriosa y benéfica. El niño es un hilillo de agua, fuente que empieza a manar; pero llegará un día a ser río caudaloso si tú, a imitación del hábil fontanero del que hablan los libros sagrados, procuras encauzar sus aguas dóciles y nunca toleras que vengan a enturbiar su curso otras corrientes extrañas, impuras y amargas.
El niño es el objeto de tus afanes, fatigas y ejercicios de virtud. Será tu consuelo en la hora de la muerte, tu defensa ante el Juez divino, tu corona y tu gloria en el cielo.
9. El niño es una bendición del cielo, la esperanza de la tierra, de la que ya es riqueza y tesoro, y un día será fuerza y gloria; es la esperanza de la patria y de toda la humanidad, que se renuevan y rejuvenecen en él; es, sobre todo, la esperanza de la familia, pues constituye desde ahora su gozo y sus delicias, y más adelante será su honor y su gloria.
El niño, en una palabra, es el género humano, la humanidad entera, nada más y nada menos que el hombre: tiene derecho a la mayor consideración y, a su vez, la debe a los demás. Ya veis lo que es el niño al que debéis reverencia.
II. Lo que se ha de respetar en el niño.
Ante todo se ha de respetar su inocencia. Pero, ¿cuál es el respeto debido a la inocencia? «El que se tributa a los santos y a sus reliquias», asegura Massillón. «Nada hay en la tierra sigue diciendo ese obispo ilustre tan grande ni tan digno de nuestra veneración como la inocencia. Respetemos, en el niño, su hermosa inocencia, el excelso tesoro de la primera gracia del bautismo que él tiene todavía y que nosotros hemos perdido. Tributamos culto público a los santos que, tras haber tenido la desgracia de perderla, la recobraron con su vida penitente. ¿No debiéramos tener la misma veneración para los niños en los que aún habita ese don de justicia y santidad? Tributémosles una especie de culto, como templos santos en los que reside la gloria y majestad de Dios, no mancillados aún por el hálito de Satanás. Esos niños son depósitos sagrados por cuya guarda se ha de velar; merecen tanta estima como las reliquias de los mártires depositadas en los altares y que atraen los homenajes y veneración de los fieles. Si los mirásemos así, con los ojos de la fe, no creeríamos rebajarnos al dedicar a esos niños la solicitud y cuidados que reclaman su edad y sus necesidades, y jamás faltaríamos al respeto que se les debe»..
San Juan Crisóstomo exclama: «¡Oh educador de la juventud!, ¿estás al tanto del miramiento y reverencia que debes al niño? Consulta la fe:
ella te dirá lo que es y lo que le debes. En su frente leerás el sello de la divina adopción, y tú has de impedir que el pecado lo rompa. En la cabeza y el pecho lleva la impronta y carácter de hijo de Dios: si se altera, responderás de ello ante Dios. Su corazón es verdadero santuario del Espíritu Santo, y tú eres el guardián del mismo. En su alma, si la examinas atentamente, descubrirás el germen y principio de todas las virtudes: te corresponde conseguir que den fruto. A ese niño lo dice Jesucristo le rodean los ángeles de Dios, encargados de protegerlo., y tú compartes ese oficio. Considera, pues, cuán digno de tu veneración es ese niño y cuán merecedor de tus desvelos».
Detallemos lo que particularmente nos pide el respeto santo que debemos al niño:
1. Mucha cautela en las palabras, acciones y modales, para no decir nada, no hacer nada que pueda escandalizar al niño o sugerirle cualquier idea del mal.
2. Extremada vigilancia para alejar de él todo lo que pueda exponerle a perder el preciado tesoro de la inocencia.
3. Mucho recato y circunspección en nuestras relaciones con él, no permitiéndonos ni tolerándole familiaridad alguna, ni libertad que desdiga de nuestra profesión y de una estricta modestia.
4. Vigilancia incesante sobre nosotros mismos, para portarnos en todo de tal forma que ofrezcamos al niño, en nuestra persona, el ejemplo de todas las virtudes y un modelo de conducta que pueda siempre admirar e imitar.
Preguntó alguien a un santo sacerdote dedicado a la enseñanza:
¿Cómo puede usted permanecer siempre sereno y conservar en todo momento una paciencia, moderación y modestia que parecen sobrehumanas?
El venerable eclesiástico respondió:
Nunca pierdo de vista el admirable consejo que nos legó la antigüedad: «El niño se merece el mayor respeto». Antes de dedicarme a la enseñanza agregó repetía con frecuencia para mis adentros: Dios me ve. Esa máxima saludable que todos los maestros de la vida espiritual señalan como excelente antídoto contra el pecado, me preservó muchas veces, cuando iba a caer en el abismo. Pero soy tan débil, que ni siquiera ese pensamiento tan elevado me hacía evitar un sinnúmero de faltas leves. Ahora, desde que me han confiado la educación de un grupo de muchachos, digo para mí: Estos niños me están viendo. Y el temor de causarles escándalo me ha hecho como impecable.
Bueno le replicó el amigo, pero esos muchachos no están continuamente con usted.
Naturalmente le respondió, pero el empeño que pongo en cuidarme cuando estoy con ellos, se me ha hecho habitual. Por otra parte, podemos decir de ellos, en cierto modo, lo que con plena realidad decimos de Dios: nos ven en medio de las tinieblas, nos oyen cuando creemos estar solos.
III. El horror del escándalo.
Acabamos de ver el respeto que se merece la inocencia del niño. Sabemos que Dios nos confía tan preciado tesoro y que nos pedirá cuenta de su preservación. ¡Qué amargo pensamiento nos viene ahora a las mientes! ¡Qué terror, si en vez de ser los custodios de la virtud de niños tan tiernos, fuéramos sus corruptores!!
¡Escandalizar a un niño! ¡Enseñarle el mal! ¡Qué horror! ¡Es un crimen que clama venganza!!
«Si la demolición de un edificio consagrado a Dios enseña san Juan Crisóstomo es sacrílega impiedad, mucho más grave es mancillar una alma inocente de la que el Espíritu Santo ha hecho su morada. Efectivamente, un alma vale infinitamente más que un templo material: por ella murió Jesucristo, no por unos edificios de piedra».
«Escandalizar a un niño sigue diciendo el santo doctor es un crimen peor que clavarle un puñal en el pecho. Quien mata a un niño en la cuna, le arrebata la vida del cuerpo, que necesariamente habría de perder un día; pero tú le arrebatas la vida de la gracia, vida inmortal por su naturaleza. Tras la muerte que el homicida causa al niño, éste pasa a gozar de una vida eternamente feliz; pero tú entregas el cuerpo y alma del niño a tormentos sin fin, al fuego inextinguible. Ya lo veo, te hace palidecer el homicidio; teme, pues, el homicidio espiritual, ya que ciertamente este último crimen es tanto más execrable que el otro, cuanto más excelente es el alma que el cuerpo».
¡Ay de quien escandalice a uno de estos pequeñuelos! (Mt 18, 6). Fijaos que no dice Jesucristo: Si alguno escandaliza a un grande de la tierra. ¿Por qué? «Para darnos a entender comenta san Juan Crisóstomo que el alma del niño le merece mucha más estima por razón de su inocencia; porque escandalizar a un niño es un mal mucho más grave que escandalizar a un adulto, a causa de la inexperiencia de aquél y de los funestos resultados que para él se derivan del mal ejemplo» .. Quien escandalizare a uno de estos parvulillos que creen en mi mejor le sería que le colgasen del cuello una de esas piedras de molino que mueve un asno, y así fuese sumergido en el profundo del mar (Mt 18, 6 ; Mc 9.42; Lc 17.2).
«Mejor fuera para él dice san Bernardo que no hubiese nacido en la comunidad a la que acaba de deshonrar y deslustrar; que no hubiese venido a la casa en la que acaba de introducir la abominación y la desolación; más le valdría que le colgasen del cuello el pesado yugo del mundo y le arrojasen al siglo».
Si alguno escandaliza a uno de los pequeñuelos que creen en mi ¿qué le ocurrirá? Oíd y temblad: Mejor le sería que le colgasen del cuello una de esas piedras de molino y le arrojasen al mar. Fijaos vuelve a insistir san Juan Crisóstomo que ese castigo se anuncia sin esperanza de perdón». En efecto, quien es arrojado al mar, puede salvarse a nado y alcanzar el puerto; pero si está en el fondo del océano, con la enorme piedra de molino, ¿le quedará algún remedio? Ninguno. Quien escandalizare a uno de estos parvulillos que creen en mí, mejor le sería que le colgasen del cuello una de esas piedras de molino que mueve un asno y le arrojasen al mar (Mt 18, 6).
«La piedra que mueve un asno según san Gregorio Magno es el símbolo de las penas y trabajos de la vida presente; el fondo del mar simboliza !a condenación eterna». El corruptor de la infancia será, pues, desdichado en este mundo y en el otro. ¡Sobre él recae la maldición en el tiempo, sobre él la maldición eterna!
¡Ay de quien escandalizare a un niño! (Mt 18, 7; Lc 17, 1). Ese pequeñuelo había venido a ti en busca de protector y guardián de su inocencia, ¡y tú se la has arrebatado y mancillado! Había venido a vuestra escuela como a puerto seguro, y halló en ella un escollo: ese escollo eres tú; tú, que habías de ser su ángel custodio, te has convertido en Satanás, en su demonio. Un triste naufragio le ha hecho perder lo mejor que tenía en el mundo, y ese naufragio tiene lugar en vuestra casa, ¡y tú le has arrebatado ese tesoro! ¿Qué va a hacer, el pobrecito, tras semejante pérdida, después de tal desgracia? ¿Qué va a ser en adelante? Le has enseñado el mal: lo hará. Le has iniciado en la voluptuosidad y puesto en la pendiente del vicio: por ella rodará. Va a cometer docenas, centenares, millares de pecados de pensamiento, palabra y obra. ¿Qué va a llegar a ser? El corruptor de sus compañeros y de cuantos le rodean. Pues todos esos crímenes se te habrán de atribuir, porque fuiste su causa primera, su primer origen. ¡Ay!, cuando ingresó en vuestra escuela, más le hubiera valido entrar en la guarida de un león o de un tigre: dicha fiera le habría desgarrado en seguida a dentelladas, pero no le habría arrebatado la inocencia. Devorado por ese animal carnicero, no habría perdido más que una vida frágil y perecedera; pero tú le has desbaratado el cuerpo y el alma, la gracia divina y la paz de la conciencia, la salvación, ¡el cielo! ¡Oh infame, teme no se abra la tierra bajo tus pies y te trague vivo!
Si alguno profanare el templo de Dios, perderle ha Dios a él (1 Co 3, 17), dice san Pablo. ¿Habrá templo más santo y más grato a Dios que el corazón de un niño inocente? «Según la ley del Señor dice san Juan Crisóstomo al que peca se le aplica la pena de muerte. ¿Qué habrá de hacerse con el que no sólo peca, sino que induce a otros a pecar y enseña el mal a un niño inocente, al que debe edificar y formar en la virtud, y cuya custodia se le ha encomendado? ¡Escandalizar a un niño, arrebatarle la inocencia! ¡¡Dios mío, qué crimen!!
Cierta dama de Roma había vestido a su hijo de una manera mundana, y se le impuso por ello un severo castigo, si bien no había hecho más que, aun sintiéndolo, obedecer a su marido; intentaba éste que el niño se aficionara a las vanidades del mundo, para hacerle desistir del propósito de consagrarse a Dios. La noche siguiente se apareció un ángel a aquella madre culpable y le dijo: «¿Cómo te has atrevido a obedecer a tu marido antes que a Dios? ¿Cómo has tenido la osadía de poner una mano profana en un niño consagrado al Señor? Esa mano criminal va ahora mismo a quedar seca para que, por la severidad del castigo, comprendas toda la gravedad de tu culpa. Y, si reincides en semejante falta, dentro de cinco meses presenciarás la muerte de tu marido y de tus hijos, y tú misma serás arrastrada al infierno». Todo ocurrió como le había dicho el ángel. Por la muerte súbita de aquella mujer se comprendió que había esperado excesivamente para hacer penitencia y reparación.
San Jerónimo, que narra esa historia, concluye: «Así castiga Dios a quien profana su templo». Y si Dios inflige tan terrible castigo a una madre por haber vestido al hijo con ostentación, ¿qué hará con el educador que pervierta a sus alumnos?
Se refiere también que un hombre mató a un niño, y la conciencia no le dejaba un momento de reposo al criminal. De día, de noche, a cualquier parte que fuera, le parecía oír la voz del niño asesinado, que incesantemente le repetía: «¿Por qué me mataste?» Aquel grito se le convirtió en tormento atroz, insoportable. Fue, pues, a declarar su crimen al juez y rogarle que se le condujera al cadalso.
Y el educador que haya escandalizado a un niño, ¿podrá soportar el recuerdo de su crimen? ¡No oirá continuamente, en lo más hondo del corazón, la voz del desgraciado niño, que le gritará toda la vida y toda la eternidad: «¿Por qué me mataste? ¿Por qué me arrebataste la inocencia con la que habría merecido el cielo? ¿Por qué entregaste mi alma a Satanás? ¿Por qué me has arrojado a este abismo espantoso? ¡Ay de ti! ¡Mal hayas, mal hayas toda la eternidad, por haberme corrompido!»
Fuente: maristas.com.ar
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