Roberto volvió a la fe y de modo inesperado experimentó el llamado de ese Dios a quien varias veces había insultado.
En las calles de Roma desempeña su ministerio apostólico don Roberto Dichiera, un sacerdote de 37 años. A muchos jóvenes perdidos y esclavos de la droga les ofrece una mano con la esperanza de liberación. ¿Es posible que estos chicos toxicómanos encuentren un nuevo horizonte? Don Roberto les dice que sí con su propia experiencia.
Su pasado dista mucho de sus ideales actuales de santidad. Desde la más temprana adolescencia se dejó llevó por el vértigo de lo prohibido. A los doce años, los primeros porros, después el alcohol, ácidos, éxtasis, cocaína... En búsqueda de sensaciones cada vez más fuertes, dejó la escuela y sólo ansiaba las fiestas y las discotecas más excitantes de los fines de semana. Pronto él mismo comenzó a traficar, convirtiéndose en el punto de referencia de otros tantos que anhelaban dosis efímeras de felicidad.
La droga lo fue sumiendo en hábitos destructivos. En algunas ocasiones perdía momentáneamente la vista, no lograba distinguir nada, veía sólo rojo. Tenía alucinaciones tremendas y llegaba a vomitar por intoxicación. Su conciencia no reaccionaba, ni siquiera cuando vio retorcerse y casi morir a una compañera de vicio.
En 1993, sin que su vida cambiara, tuvo que hacer el servicio militar, obligatorio entonces en Italia. En el cuartel continuó sus actividades con la complicidad de sus compañeros y la evasión inteligente de los controles médicos.
Todo comenzaría a cambiar en un tren, durante un permiso de viaje. Allí lo cautivó una chica a la que en vano intentó envolver en sus excesos. Antes había tenido varias compañeras y relaciones ocasionales sin que jamás se enamorara. Manuela era diferente. Su amor y su fe católica abrieron lentamente una brecha dentro de él. Todavía continuó drogándose, pero ya sentía intensos dolores de cabezas, como descargas eléctricas, y advertía que las sustancias podían quemarle el cerebro.
Antes no dejaba de blasfemar, de despreciar a los curas y de cambiar el canal de televisión cuando veía al Papa, pero entonces comenzó a «soportar» la misa dominical con su novia. Poco a poco sintió curiosidad de escuchar lo que decía el sacerdote y así pudo entender lo que empujaba a Manuela a la iglesia. Es así como las palabras de Juan 15, 9-13 calaron en su corazón: «Como el Padre me amó, yo también os he amado. Permaneced en mi amor [...]. Esto os lo digo para que yo me goce en vosotros y vuestro gozo sea cumplido...». ¿Qué era este amor? ¿En qué consistía este gozo? Estas preguntas y una gran lucha se sucedieron en su interior.
Al cabo de un año inició a rezar, a acercarse a Dios. Descubrió una nueva fuerza de voluntad y cesó de consumir sustancias. Se confesó por primera vez después de nueve años. La última vez había sido cuando recibió el sacramento de la confirmación sólo por complacer a sus padres.
Roberto volvió a la fe y de modo inesperado experimentó el llamado de ese Dios a quien varias veces había insultado. Es difícil explicar la transformación de alguien que ha sido tocado por el amor divino. Tampoco fue fácil responder a este llamado, pues Roberto ya proyectaba una familia con Manuela, con quien llevaba dos años. Su misma madre, cuando le comunicó su decisión, no le creía.
Finalmente ingresó en el seminario y entró en contacto con Nuevos Horizontes, una comunidad católica que trabaja en todo el mundo con los más débiles y marginados. Así, don Roberto, hombre tomado de entre los hombres, no duda de su misión actual. Antes vendía sustancias y la ilusión de un paraíso artificial. Ahora imparte la Eucaristía y predica el Evangelio con la certeza de que nada es imposible para Dios.
Autor: Ismael González, LC | Fuente: buenasnoticias
Autor: Ismael González, LC | Fuente: buenasnoticias