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sábado, 19 de mayo de 2012

►LA FUERZA EDUCATIVA DEL AMOR

Por Tomás Melendo Granados.
Catedrático de Filosofía (Metafísica)
Director Académico de los Estudios Universitarios sobre la Familia Universidad de Málaga
Fuente: Arvo.net

Nota: Pido disculpas, los hipervínculos no se encuentran disponibles.



Introducción

Sin abandonar del todo los principios teoréticos, que he tratado profusamente en otras ocasiones y recogido en bastantes de mis escritos[2], me gustaría en esta intervención descender en la medida de lo posible a detalles más prácticos y operativos.

Para ello, seguiré dos vías hasta cierto punto entreveradas. 

a) Todo amor educa
En primer lugar, al exponer y comentar muy someramente la naturaleza del amor, mostraré que, en su núcleo esencial, es íntimamente formativo: por cuanto, en fin de cuentas, busca eficazmente el crecimiento personal, el progreso íntegro, del ser amado. 

Como ya dejara claro el viejo Aristóteles, querer a una persona es, siempre, querer que sea buena, que mejore; de lo contrario, aquello no puede llamarse ni amor ni amistad[3].

b) … cuando es auténtico amor
A continuación, intentaré hacer ver que semejante función se cumple si y solo si los elementos integrantes del amor se entienden y ponen en juego de manera correcta; y, por el contrario, que la formación de aquellos a quienes queremos naufraga cuando, en la teoría y en la práctica, falseamos o no acabamos de perfilar la auténtica realidad del amor y de sus componentes.

1. Naturaleza e integridad del amor

Pienso que no sólo una tradición de siglos, sino la propia experiencia vivida de cada uno, sirve para avalar la que puede considerarse como la descripción más clásica del amor en toda la historia de la filosofía[4]: aquella que Aristóteles estampó en su Retórica, cuando sostiene que amar es «querer el bien para otro… en cuanto otro»[5].

Por razones pedagógicas, comentaré por separado, y con brevedad, cada uno de los tres factores que intervienen en esta enunciación, aun cuando de hecho se encuentren indisolublemente unidos.

a) Querer

Respecto al querer con que se inicia la definición, me limito a recordar que, aunque en cualquier acto de amor ponemos en juego nuestra persona íntegra —amamos con todo lo que somos, sabemos, sentimos, podemos, hacemos, tenemos y anhelamos—, la columna vertebral y el motor de todo ello está constituido por un recio y estable acto de la voluntad, gracias al cual se descubre, elige, persigue y realiza el bien para el ser querido[6].

b) El bien

En relación al bien, estimo de singular importancia, sobre todo en el contexto en que nos movemos, insistir en que debe tratarse siempre de un bien real, de algo que efectivamente mejore a la persona amada, que la acerque a su destino terminal de plenitud en Dios. 

Tal vez en este extremo —el del bien genuino— se juegue, por encima de los restantes, la valencia educativa del amor.

c) El tú

Por fin, la reduplicación de «el otro… en cuanto otro» constituye la piedra de toque del cariño más probado y la clave para que el amor ejercite su vigor formativo. Con independencia de lo que suponga para mí, el bien que persigo al amar ha de ser siempre el de aquel a quien de veras estimo y, además, debo llevarlo a cabo por él, de forma desinteresada. 

De ahí que el amor pueda definirse como un «desaparecer en beneficio del amado», un «instaurar la radical primacía del tú»… y mil expresiones similares.

2. Querer: un amor inteligente

En la cultura actual, aun cuando se plantee o intente plantear de la manera adecuada, el amor no alcanza tantas veces el objetivo que pretende —el desarrollo radical del ser querido— sencillamente porque no se encuentra enraizado en la voluntad y, por tanto, iluminado por la inteligencia [7].

a) El bien no-inteligente

No se refiere este título a las concepciones del amor que lo reducen a pasión más o menos instintiva o a pura fisiología, tal como se presenta a menudo en las «relaciones de pareja» ofrecidas por cierta literatura de tres al cuarto, un buen número de películas y telenovelas… o la vida misma de quienes están en exceso influidos por todo ello… porque nadie les ha enseñado otra cosa.

Aludo más bien a esas apelaciones al amor en el ámbito educativo, con las que justificamos actuaciones que no redundan en absoluto en un progreso real de nuestros hijos, alumnos, etc., pero a nosotros nos dejan relativamente tranquilos… porque afirmamos, y normalmente con franqueza, que lo hacemos por amor a ellos.

O, por apelar al que suele ser el error más frecuente en los padres bienintencionados, a aquel conjunto de operaciones en las que quien lleva la batuta no es la voluntad ilustrada por la inteligencia —capaz, por tanto, de discernir el auténtico bien— sino una afectividad un tanto hipertrofiada, enfermiza o desquiciada… que actúa al margen de nuestras facultades superiores y que persigue, más que el desarrollo personal del hijo, el que este se encuentre contento, satisfecho, y no se lamente ni proteste.

(Aclaro al respecto, para evitar cualquier malentendido, que los afectos pilotados por el entendimiento y la voluntad son no sólo buenos, sino parte constitutiva del amor humano más cabal y, por ende, imprescindibles para la plenitud de ese amor; pero que cuando se erigen en una especie de absoluto y se alzan como el punto de referencia último y definitivo de nuestro obrar, el genuino amor desaparece y, con él, la posibilidad de ayudar a aquellos quienes —probablemente con total sinceridad— decimos y creemos amar[8].)

b) Todo lo sufre… hasta el sufrimiento del ser querido

Descendiendo al terreno práctico, entrarían dentro de estas acciones pseudo-educativas todas las que emanan de motivos sentimentaloides que acentúan desmesuradamente una especia de equivocada «compasión». Cristalizan en frases del tipo: «que no sufra, pobrecillo, que bastante dura es ya la vida», «déjalo, que está cansado», «todavía es demasiado pequeño para hacerse responsable de esa tarea, ya le tocará más adelante», y tantas otras del mismo corte. Pues todas ellas, con la excusa de un cariño bastante endeble y poco recio, impiden el crecimiento de los hijos, el fortalecimiento de su libertad, el enraizarse y desplegarse de las virtudes. 

El bien real que estas últimas frases expresan —madurez, libertad, virtud, estrechamente entrelazados— resulta sustituido por un bien solo aparente… que en definitiva no sólo no forma o impide el desarrollo, sino que más bien deforma.

Tal vez veamos más adelante que este soslayar a toda costa las contrariedades de los hijos —a menudo denominado «sobreprotección»— se encuentra con frecuencia unido a una carencia de buen amor hacia ellos… derivada de un excesivo y equivocado y muy difícil de descubrir amor a uno mismo. 

No tiene necesariamente que ocurrir así, pero no es raro que, de forma semiconsciente, el intento de eliminar las molestias razonables e incluso necesarias e imprescindibles a aquellos a quienes queremos derive de un afán, normalmente no explicitado ni tan siquiera advertido, de evitarnos un mal rato a nosotros mismos: puesto que hacer sufrir a las personas amadas, por muchas y variadas razones, resulta menos soportable que experimentar en nuestra propia carne el cansancio o el dolor[9].

Las mujeres, sobre todo, en la educación de los hijos y en el matrimonio (aunque este segundo tema ahora no incumba de forma tan directa), movidas por una falsa interpretación del amor y la abnegación, están dispuestas a «sacrificarse»… más allá de lo conveniente: 

i) para ellas mismas, que en ocasiones acumulan un descontento creciente y casi inadvertido, que acaba por provocar una auténtica crisis personal y familiar; 

ii) y, sobre todo, para sus hijos (y sus maridos), que se instalan en una suerte de infancia perpetua y perpetuamente dependiente, y no desarrollan sus capacidades ni alcanzan la madurez a la que tienen estricto derecho: un derecho que, justo por amor y por más que nos duela, tenemos el deber de respetar y promover.
(Como es obvio, esta confusión entre amor auténtico y «compasión» mal entendida puede afectar también a los varones, aunque por lo común con matices diversos.)

Lo que falla en tales casos es tal vez el criterio más radical de toda actividad amorosa: el bien real de aquel a quien se quiere, la absoluta primacía del otro, enmascarada en estas circunstancias por un sentimiento tanto más peligroso cuanto que puede llevarnos a creer que efectivamente lo que hacemos es buscar el bien (suprimir el dolor, allanar el camino) de la persona a quien amamos.

Por eso, y con plena conciencia de dar un cierto salto en el vacío para situarme en el núcleo del quehacer educativo de los padres y madres «buenos» (¿bondadosos, bonachones?), cabría establecer como piedra de toque del amor auténtico la disposición a sufrir cada uno de nosotros por hacer sufrir a la persona amada, siempre que semejante sufrimiento sea necesario para su maduración y desarrollo como persona.

O, con términos todavía más generales y a modo de máxima que se extiende a otros miles de situaciones análogas no contempladas: la eficacia en la educación de los hijos (y de cualesquiera otras personas), fruto del buen amor, es directamente proporcional a la capacidad real de sacrificarse por ellos, ¡por su bien!… hasta el extremo, si fuera el caso, de «parecer» o incluso ser acusados de que no los queremos.

3. El bien descubierto y provocado en el amor

Como antes anuncié, los elementos que en este análisis estoy desgajando se encuentran de hecho íntimamente inter-penetrados. De ahí que en el apartado anterior me haya ya referido al bien en el que ahora pretendo detenerme.

a) Los bienes para el amado

Más de una vez he explicado que todos los bienes que alguien puede anhelar para quien quiere con locura se sintetizan en dos: 
i) que esa persona sea, que exista; 
ii) y que sea buena, que viva bien, en el mejor sentido que los clásicos daban a esta expresión (llevar una vida lograda, que en absoluto quiere decir exenta de contrariedades, dulzona) [10].

Entre los hombres, el primero de tales deseos puede calificarse como corroboración en el ser, como confirmación de la acción divina creadora, y se manifiesta en expresiones más o menos explícitas del tipo: «es bueno que tú existas», «¡qué maravilla que tú, precisamente tú, hayas sido creado o creada». 

A veces suelo sostener que este re-crear a la persona amada consiste, se sepa o no, en «aplaudir a Dios»; en decirle: «con éste o con ésta sí que te has lucido, ahí sí que has demostrado lo que vales».

Pero, para la cuestión que nos ocupa, tal vez sea preferible examinar despacio el segundo punto: «que seas bueno, que vivas bien, que alcances la plenitud que te corresponde como persona». Y cediendo por una vez a mi condición de metafísico, apuntaré que en realidad no se trata de dos anhelos distintos o sobrepuestos: como el (acto de) ser de cualquier persona tiende naturalmente al desarrollo de aquel a quien anima, no es posible confirmar de veras el ser de quien amamos sin ambicionar simultáneamente, con un deseo eficaz, que alcance el culmen de perfección al que el propio (acto de) ser lo está constantemente impulsando.

Por eso afirmaba antes que querer a una persona es —¡siempre!— querer que sea buena… en el buen sentido de este término, que puntualizaría Machado.

b) Amor clarividente 

Ahora me interesa subrayar que, dejando a salvo la libertad de aquel a quien amamos, el anhelo de perfección que caracteriza al amor auténtico resulta normalmente eficaz.

Antes que nada, porque permite distinguir los caminos que el ser querido debe transitar para perfeccionarse. En este caso, concediendo lo que incluye de verdad el conocido dicho que califica al amor como «ciego», hay que reconocer que resulta mucho más verdadero y profundo afirmar que, lejos de ello, se muestra en extremo perspicaz y clarividente [11].

Si la experiencia nos demuestra que en cualquier ámbito nos resulta más fácil conocer aquello a lo que tenemos cariño (hablamos en este sentido de aficiones), la cuestión alcanza su cenit cuando están en juego una o más personas: ninguna de estas puede ser comprendida con hondura mientras no nos una a ella un amor real e intenso.

Por el contrario, en la medida en que más queremos a alguien y nos identificamos con él[12], más capacitados estamos para descubrir las maravillas que encierra en su interior, a veces de modo ya actual… y otras sólo en potencia o virtualmente.

En semejante sentido, y contradiciendo en parte las célebres afirmaciones de Stendhal y de Ortega, me gusta considerar el enamoramiento no como el embellecimiento ficticio de aquella persona que nos ha encandilado o como una distorsión de nuestro modo de percibir, sino como el desvelamiento real del cúmulo de perfecciones que guarda dentro de sí. Más aún, me atrevo a sostener que enamorarse consiste, en cierto modo, en atisbar, como condensadas en aquel que amamos, el conjunto casi inacabable de cualidades propias de toda la humanidad.

Como escribe Alberoni, «el amor nos revela la infinita complejidad, la infinita riqueza de la otra persona. Porque percibimos de ella todo lo que ha sido, todo lo que habría podido ser, todo lo que es ahora y todo lo que podrá ser en el futuro» [13].

Por ejemplo, cuando una buena madre se dirige a su hijo considerándolo su rey o su tesoro, más que inventar atributos que el hijo no posee, lo que le ocurre es que sabe divisar, gracias a la sagacidad de una inteligencia agudizada por el amor, los que efectivamente adornan al chico o la chica… y los que con el tiempo podrá adquirir.
De suerte que el amor resulta perspicaz y penetrante, sobre todo en dos sentidos complementarios: 

i) porque advierte las cualidades que ya realzan a aquel a quien queremos (y que quien no lo ama de veras es incapaz de percibir), 
ii) y porque vislumbra lo que, con Scheller o Alice von Hildebrand, cabría llamar su «proyecto perfectivo futuro»: es decir, el cúmulo de logros que, apoyado en nuestro amor, será capaz de alcanzar a lo largo de su vida [14].

c) Y eficaz

Pero hay más. El buen amor no sólo pone de relieve la calidad de quien queremos, sino que —con delicadeza exquisita, sin forzar para nada su libertad— impulsa y ayuda a la persona amada (novios, esposos, hijos, amigos…) a conquistar una plenitud que al margen del amor nunca lograría.

Entre los muchísimos testimonios de cuanto vengo apuntando escojo uno de los más reveladores. Cuando Philine, la enamorada de Amiel, contesta por carta a una regañina también epistolar en la que este le afeaba su conducta, escribe: «Mis desigualdades desaparecerán en cuanto esté a tu lado para siempre. Contigo mejoraré, me perfeccionaré, sin límites; porque a tu lado la saciedad y la desunión serán inconcebibles. No sabrás todo lo que valgo hasta que no pueda ser, junto a ti, todo lo que soy»[15].

Ese «junto a ti» me parece clave. Para caer en la cuenta, basta traducirlo por expresiones más explícitas, como «gracias a ti», «con el apoyo y los bríos —ontológicos y psicológicos, aunque no puedo detenerme en este extremo— que tu amor me brinde».

i) En efecto, el amor impele a la mejora, antes que nada porque así, al corregirse y avanzar en su propio perfeccionamiento, quien se descubre amado va advirtiéndose también menos indigno del querer que gratuitamente le consagran (por más que pudiera parecer paradójico, todo amor, aunque justificado por la simple condición personal de su destinatario, es simultáneamente gratuito). 

ii) Además, y sobre todo, porque nuestra predilección está poniendo ante su vista, quedamente, sin gritarlo, su propio ideal. Como apuntaba, cuando queremos de veras no amamos tanto lo que la persona es, cuanto ese grado de plenitud final —el proyecto perfectivo futuro, en palabras de Scheler— que nuestra inteligencia aguzada por el cariño sabe anticipar.

Queremos a nuestros amigos, a nuestro cónyuge, a nuestros hijos, sin impacientarnos —contando con el tiempo y la acción de Dios—, en toda esa apoteosis que el despliegue portentoso de su propio ser está llamado a alcanzar. Y, como advirtiera ya Goethe, al anhelarlos mejores de lo que son actualmente, les alentamos a avanzar en el camino de su propia superación. 
De esta suerte, gracias al cariño que le dispensamos, aquel a quien pretendemos ayudar conseguirá lo que por sí solo difícilmente lograría. 

Con palabras del filósofo Jean Guitton, recientemente fallecido: «Así, lo que el ideal moral nos obliga a realizar, a saber, ese "segundo ser" superior a nosotros mismos que es nuestro modelo, el amor nos permite obtenerlo de buen grado, de muy buen grado […]. 

Es tan difícil igualarse a sí mismo, por sí mismo, con un yo que está por encima de sí, como fácil es hacerse semejante a ese modelo de sí cuando es proyectado sobre uno mismo por el ser que nos ama. En los dos casos hay una especie de ilusión, puesto que se propone una imagen de algo aún inexistente. Pero, cuando esta imagen procede del amor de otro ser, tiene una potencia creadora. Por eso cada uno de nosotros actúa, realiza y hasta existe en proporción a lo que le cree capaz quien lo ama. El secreto de la educación es imaginar a cada ser un poco mejor de lo que es en realidad. ¿Qué soy yo, pues, sino lo que creen de mí los que me aman? Cuando la conciencia se cierra sobre sí misma, se seca y se atormenta y cuando se abre al amor se libera de sus cadenas interiores. Pero la conciencia sólo se abre cuando acoge al amor; así, en el circuito del amor la respuesta contiene más que la demanda y el don que se recibe más que el don que se hace»[16]. 

En resumen, la reacción amorosa al amor que concedemos a alguien es, con cadencia insoslayable, incremento de su propio ser. Como, al quererlo, lo queremos bueno, cumplido, activamos el despliegue de su personal perfeccionamiento, avivado por la energía inconmensurable que nuestro cariño le aporta.

d) Cuando el amor no acierta a ver

Sin embargo, aun cuando estuviéramos substancialmente de acuerdo con lo que acabo de esbozar, cualquiera de nosotros opondría de inmediato un buen número de objeciones.

i) Por ejemplo, la brega diaria con nuestros hijos demasiado a menudo se transforma en simple insistencia en que corrijan unos defectos —desorden, pereza, frivolidad, egoísmo…— que, de hecho, llegan casi a nublar y hacer desaparecer ante nuestra vista el conjunto de cualidades que en teoría —a veces sólo en teoría— afirmamos en ellos.

No hay aquí sólo un fallo de «estrategia», bien conocido por los teóricos de la educación. Pues, por una parte, y hablando con un deje de ironía, si única y machaconamente proclamamos lo que nuestros hijos hacen mal, aunque sólo fuera por darnos la razón, acabarían por actuar de esa forma inadecuada.

El chico o la chica que no para de oír afirmaciones del tipo: «eres un desordenado», «nunca dejas nada en su sitio», «lo tuyo no tiene remedio»… es fácil que perviva en su desbarajuste, convencido de que él o ella es así y sus padres esperan o prevén que va a obrar atropelladamente.

¡Cuánto más eficaz resultaría reforzar sus buenas actuaciones, las cualidades más o menos innatas que posee, y con el aumento de confianza en sí mismo que de esta forma obtiene y, sobre todo, con el amor que esos elogios le demuestran, ayudarlo a progresar en los aspectos en los que el crecimiento le resulta más connatural y sencillo, y de tal suerte acopiar energías para vencer los defectos cuya superación tanto le cuesta!

ii) Pero el problema más de fondo, y en el que quiero detenerme, es que en más de una ocasión los padres y las madres no somos conscientes de las virtudes de nuestros hijos, y los educadores en general, de las de sus educandos. Probablemente, si ahora mismo les pidiera que redactaran una doble lista, enumerando en un lado los defectos de sus hijos —¡o de sus cónyuges!— y en el otro las virtudes concretas (no los meros y genéricos «es muy bueno, muy cariñoso, tiene un gran corazón», etc.), el primero de los elencos alcanzaría unas dimensiones bastante superiores a las del segundo.

Y esto, que aparentemente contradice la perspicacia del amor que antes sostenía, obliga a realizar algunas puntualizaciones que quizá puedan resultar de interés. Porque de nuevo nos sitúa en el núcleo capaz de distinguir el auténtico amor del solo aparente, aquel afecto que forma de ese otro que más bien deseduca. 

Se trata, una vez más, de la implicación desordenada del propio yo en el amor hacia aquellos que afirmamos querer. Una ingerencia distorsionadora que, por un lado, impide volcar todas nuestras energías en el despliegue del ser querido; y, por otro, anterior o simultáneo, perturba nuestra percepción y nos impide descubrir la auténtica realidad del chico o de la chica[17].

En fin de cuentas, y utilizando una fórmula un tanto simplificadora, el quid de todo el asunto estriba en cuál de los miembros de la alternativa antes apuntada, y sobre la que luego volveré, acentúo y absolutizo: si hago del ser querido un alter ego o, por el contrario, olvidándome de mí, me transformo en alter tu, instaurando de forma cabal y definitiva la primacía del otro en cuanto otro.

Puede parecer una cuestión de matiz, pero goza de enorme relevancia práctica, sobre todo en la adolescencia. Si en el amor que tengo a mis hijos el punto terminal de referencia soy yo (se trata de mis hijos), precisamente porque los quiero, y mucho, me implicaré de tal modo en su proceso de mejora… que acabaré por no respetar su autonomía (convirtiéndolos en un «apéndice de mi egoísmo», escribió Delibes) y vivenciaré cada uno de sus fracasos como una suerte de afrenta personal.

Mas, en la medida en que esto se lleva a cabo, pierdo la capacidad de observar al otro tal como es y debe llegar a ser y, más todavía, la clara conciencia de que mi papel no es sino el de servir al proceso de su propio perfeccionamiento, y que los protagonistas principales son el chico o la chica y, por encima de ellos, el propio Dios.

A poca experiencia que uno posea como padre o educador, advertirá fácilmente que en semejante planteamiento —muy natural, por otra parte, si no luchamos por superarlo— se elimina de raíz el abandono, que constituye el requisito imprescindible para que Dios actúe en el alma de nuestros hijos… y en la de cada uno de nosotros.

Pero sin la acción divina, todo nuestro esfuerzo no puede sino resultar tremendamente ineficaz, cuando no perturbador: del todo vano[18]. Y Dios no puede obrar cuando, en lugar de dejar que lleve Él la iniciativa de auténtico Maestro, pretendemos asegurar a toda costa —con un empeño inapropiado— el resultado de nuestras acciones de simples e inmaduros aprendices[19].

iii) Me explicaré mediante un par de ejemplos, uno más bien «materno» y el otro preferentemente «paterno». 

Ningún varón con un mínimo de sensibilidad tiene dificultad en comprender la importancia sobresaliente que las madres de familia suelen conceder al orden de su vivienda. Y es que para ellas, el hogar no es tan solo el reducto donde podemos bajar la guardia, sentirnos incondicionalmente amados y restaurar nuestras energías para hacernos capaces de humanizar el mundo; sino también, y en estrecha unión con ello, una prolongación de su propia persona femenina o, si se prefiere, de su feminidad: de ese maravilloso afán de ser amable —en el sentido más profundo del término— y de hacer amable cuanto se encuentre a su alrededor.

Con todo, este no debe erigirse nunca en motivo principal del intento de que sus hijos (y esposo, en el caso) sean ordenados.

Sino, como es obvio, ha de moverla el adelantamiento que los hijos o el cónyuge experimentan al adquirir esta virtud y, con ella, incrementar su capacidad de amar… y ser así más felices.

Simplificando un tanto, la madre que impone el orden en el hogar más por sí que por sus hijos, acaba normalmente por resultar insoportable y hacer odiosa una virtud que, desgajada del amor, se transmuta más bien en manía. Por el contrario, cuando ocupa el primer término de su horizonte la ilusión de que los hijos progresen, relativizará la importancia de que «las cosas estén en su sitio», evitando muchos enfrentamientos y un cierto tono de lamento continuo, y, sobre todo, podrá hacer recaer su atención en otros factores configuradores de la personalidad de los chicos en los que sin excesivo esfuerzo pueden avanzar… hasta hacerse capaces de vivir la virtud —¡ahora sí!— tan anhelada por la madre, y que comienza no por el orden externo, sino por el de las ideas, las voliciones y los afectos.

Algo similar cabría afirmar de los padres de familia, cuando se proyectan excesivamente en los hijos y, por acudir a uno de los ejemplos más comunes, viven los fracasos escolares y profesionales de estos, según decía, como un agravio a ellos mismos —¡los padres!—, dificultando de esta suerte que los chicos aprendan el hondo sentido del trabajo y lleguen a hacer de la laboriosidad, entendida como servicio, uno de los elementos centrales en el proceso de perfeccionamiento de su entera existencia.

iv) Resumiendo y extrayendo una ley general: para que el amor despliegue su poder formativo es preciso luchar por hacer que gravite cada vez más sobre el bien de la persona querida y no sobre nuestro yo; combatir por tornarlo más desinteresado. Y tal vez la clave para lograrlo consista en considerar una y otra vez, hasta hacerlo vida de nuestra vida, que la verdad radical de aquellos a quienes hemos engendrado no es la de ser nuestros hijos, sino algo infinitamente más grandioso: ser hijos de Dios (que es otro modo de referirse a su condición de persona: «alguien delante de Dios y para siempre», con palabras de Cardona inspiradas en Kierkegaard[20]).

Porque sólo entonces cejaremos en el intento de hacerlos «a nuestra imagen y semejanza», los aceptaremos como son y permitiremos que el Espíritu Santo extraiga, con nuestra ayuda desinteresada o, al menos, sin nuestro estorbo, el prodigio de perfecciones —¡únicas e irrepetibles, no las nuestras!— encerradas virtualmente en ellos desde el mismo momento de la concepción[21]. 

4. En Cuanto otro: la entrega 

a) El éxtasis del amor

El tercer momento del amor tal como lo describe Aristóteles guarda una estrecha relación con la entrega. 

A menudo, tras las huellas de San Agustín, el amigo se define como un «alter ego», justo para mostrar hasta qué punto uno y otro se identifican. Más oportuno me parece describir el hecho como una salida de sí del amante, de suerte que, en lugar de trans-formar al amigo en sí mismo, es él quien adquiere la forma del amado: quiere al otro en cuanto otro y, en cierto modo, él mismo llega a ser el otro.

Como explica Cardona, «el amor es el éxtasis, es ser arrebatado por el amado, la fusión con él y la identificación con él y como él. El amor hace del amado un alter ego, o quizá mejor: hace de mí otro tú, me identifica con el tú […] y me hace vivir su vida»[22].

También desde este punto de vista se advierte en qué sentido amar es desaparecer en beneficio del ser querido. 

b) Persona, don, gratuidad

Pero ahora me interesa apuntar, por las enormes repercusiones educativas que lleva aparejadas, que el «objeto» de la entrega amorosa no puede ser sino la misma persona que ama.

Lo ha expresado con maestría Pedro Salinas: «¿Regalo, don, entrega?» —se pregunta el poeta—. 
Y contesta: «Símbolo puro, signo / de que me quiero dar. / Qué dolor, separarme / de aquello que te entrego / y que te pertenece / sin más destino ya / que ser tuyo, de ti, / mientras que yo me quedo / en la otra orilla, solo, / todavía tan mío. / Cómo quisiera ser / eso que yo te doy / y no quien te lo da».

A mi vez, suelo explicarlo así: a pesar de que todos tenemos conciencia de nuestra poquedad, e incluso de la ruindad y vileza de algunas de nuestras acciones, nuestra intangible condición de personas, con la magnificencia que lleva consigo, hace que nada sea digno de sernos ofrendado… más que otra persona.

Por eso, cuanto damos a nuestros hijos, que es el supuesto que nos ocupa, solo tiene valor y puede resultar eficaz en la medida estricta en que encarne nuestro propio ser y lo haga llegar hasta ellos. Si esto no ocurre, por más que el chico no lo advierta, en el fondo quedará defraudado, molesto y, tarde o temprano, desembocará en la rebeldía.

Sin embargo, en la sociedad de hoy es bastante habitual que los padres, inconscientemente egoístas o deliberadamente muy ocupados (actitudes ambas no demasiado lejanas), sustituyan la atención personal a sus hijos por regalos, incluso de un coste económico excesivo, o por concesiones… que algunas veces se sitúan en los mismos límites entre lo moral y lo inmoral: salidas nocturnas incontroladas, viajes también incontrolados con amigos y amigas, acceso a lugares o situaciones impropios de su edad y condición… 

Todo ello a cambio de que los dejen en paz, de modo que los padres puedan disponer del mayor tiempo posible para su trabajo, sus distracciones, sus ausencias del hogar o de la ciudad de residencia y en última instancia…, disfrutar de su vida.

Los hijos piden y protestan si no se les otorga lo que solicitan. Pero en el fondo, lo que de veras anhelan —y lo confiesan a sus amigos y a veces a los adultos que logramos conectar con ellos— es que sus padres les hagan caso, que se ocupen de ellos, incluso que les prohíban aquello por lo que, cuando les sea negado, reclamarán de forma estentórea, porque «eso» —protestar— es lo que «deben» hacer… igual que los padres rechazar sin inmutarse la petición inadecuada.

Y es que, por decirlo de forma un tanto descarnada y agresiva, ninguno de nuestros hijos tienen derecho a ese conjunto de «concesiones» y «libertades», de muy distinto tipo, por las que claman. A lo único que tienen derecho, un derecho que nadie debería atreverse a quebrantar es, como antes sugería, a la persona de su padre y de su madre. Es decir: a su tiempo, a la atención real a los problemas que los ocupa y preocupa, al consejo nunca impuesto o avasallador, a que los padres les abran su propia intimidad y les consulten prudentemente las soluciones para sus propios problemas…[23]. 

Y todo lo que sea intercambiar esa entrega de la persona por la concesión de obsequios o situaciones despersonalizados equivale a sustituir el amor, siempre gratuito, por la compraventa y, volviendo a utilizar un término duro pero real, a la prostitución de nuestros hijos… y a la propia. Pues la lógica del intercambio es la propia de las mercancías, mientras que la que debe estar vigente entre seres humanos es la de la gratuidad, la del amor.

En ese juego «mercantilista» introducido en el hogar es muy difícil que se produzca la mejora de ninguno de sus miembros[24] . 

5. El amor fundacional 

a) El matrimonio, familia que origina familia

Constituye un principio clásico, normalmente aceptado, que lo que ha dado origen a una realidad (su causa, con palabras técnicas) es justo aquello que debe cooperar eficazmente a su mantenimiento y despliegue perfectivo.

En el caso que nos ocupa, la consecuencia es muy clara. Ninguna persona debería entrar en este mundo sino como fruto genuino de un genuino acto de amor entre otras dos personas: es decir, en una unión íntima dentro del matrimonio, como resultado directo del amor recíproco de los esposos.

El corolario educativo sonaría así: el motor de la educación de los hijos es desde el principio y seguirá siempre siendo el amor que se instaure entre los cónyuges (con toda conciencia digo cónyuges, y no padres, porque quiero referirme, justamente, al amor mutuo de los esposos en cuanto esposos… del que los hijos no son sino el resultado maravilloso y siempre gratuito, inmerecido).

Desde un punto de vista positivo, la psicología traduce esta realidad ontológica haciendo que, con mayor o menor conciencia y en consonancia con lo antes apuntado, para cumplir con su realidad de ser-familiar todo hijo ambicione introducirse en el «amor fundacional» de la familia en cuyo seno ha venido al mundo: en la corriente de amor que liga a sus padres. Cualquier otro deseo, por más que se cumpla incluso con creces, lo dejará insatisfecho, como podría mostrar con un buen montón de anécdotas, que estimo innecesarias porque cualquiera de los lectores podría acumular otras muy similares.

Lo que cualquier hijo quiere —y reitero con plena conciencia el verbo— es que sus padres se quieran entre sí. Por eso es tan difícil que un chico o una chica maduren cuando la armonía entre quienes le han dado (¡y dan!) la vida no alcanza ese mínimo capaz de asegurar que ambos están unidos por auténtico cariño.

b) Amor conyugal, amor familiar

Hace años que redacté un artículo cuyo título, bastante escueto, era el de «Amor conyugal, amor familiar». Como ya se intuye, en él intentaba mostrar que el tono de una familia (en el sentido más completo de ese término: desde la alegría y el buen humor hasta la felicidad más honda de quienes la componen) se encuentra determinado por la calidad del amor que se establezca en el interior del matrimonio.

O, desde un punto de vista aparentemente negativo, pero de enorme resonancia práctica, que, en condiciones normales, son los cónyuges los que originan, en un tanto por ciento elevadísimo, la existencia de conflictos en el hogar: no solo entre ellos, lo cual resulta bastante evidente, sino también en los hijos, entre ellos y los hijos y entre los propios hermanos.

Con bastante frecuencia, los padres acuden a un centro de orientación familiar, a los tutores del colegio o instituto, incluso al psicólogo o al psiquiatra, preocupados por un «problema» del hijo o de la hija. Pero no es raro que en la fuente de esa perturbación se encuentren ellos mismos, aunque difícilmente lo reconozcan.

De nuevo como ley general, con sus legítimas y obvias excepciones, puede hablarse de que el punto de incidencia para mejorar cualquiera de los ámbitos de una familia es el matrimonio y, dentro de él, preferentemente, el cónyuge que piensa no tener culpa alguna. O, al menos, que la acción más eficaz para salir de una situación problemática es el esfuerzo por mejorar uno mismo, para elevar la categoría de sus relaciones con el esposo o esposa y, desde ahí, las de todos los miembros de la familia, las de las familias con las que se relacionan y, en círculos concéntricos —aunque pudiera sonar exagerado— el conjunto de la humanidad[25].

Conclusión: el amor, principio y fin de toda educación

Termino con un par de ideas, expresadas casi a modo de aforismos:

a) Amar es… enseñar a amar

Si el fin de toda educación es ayudar a una persona a ejercer su libertad, a auto-conducirse hasta su propia perfección;

· y si la plenitud de cualquier ser humano (y su felicidad consiguiente) viene determinada por su capacidad de amar manifestada en obras («para este fin de amor fuimos creados», «al atardecer de tu existencia se te examinará del amor»);

· el amor no es exclusivamente el principio, sino también el objetivo supremo del quehacer educativo: educar equivale, en fin de cuentas, a amar, lo que a su vez se traduce en enseñar a amar: en hacer que cualquier persona se olvide de sí… de la única forma en que esto resulta hacedero: volcando toda su atención y su capacidad de querer en los otros.

b) Dilatar las fronteras del corazón

Desde este punto de vista cabría hacer una pequeña rectificación a la doctrina tradicional que concibe nuestro paso por este mundo como una especie de «prueba» para determinar si somos merecedores de la Vida futura. Estaríamos ante un Dios pequeño, casi raquítico. Estimo más bien que los años pasados en la tierra configuran la gran posibilidad que se nos otorga para que, al aprender a querer con hechos, dilatemos las fronteras de nuestro corazón, de modo que, al término, «nos quepa en él mucho más Dios» y seamos infinitamente más dichosos.
Cada uno puede intentarlo por sí mismo. Pero el modo más seguro y eficaz de lograrlo —probablemente el único— es el que acabo de apuntar: ponerse entre paréntesis, desaparecer en beneficio de los seres a quienes se ama.


►DE LA FE EN LO QUE NO SE VE



Las voces del mundo querrán silenciar Su voz. Mas no somos sordos, elegimos el alma VIVA, oir los sonidos de Su Amor que repican cual campana de armoniosas melodías entonadas por ejércitos de Dios. TODO nos habla de Su EXISTENCIA.
No vamos lejos sin un crecimiento espiritual, materializar la existencia nos limita a lo mundano, lo efímero, lo poco bueno. Que bueno sea todo lo que nuestros ojos quieran ver, que bueno sea todo cuanto deseemos para el PRÓJIMO, que bueno sea el mundo para volver a Dios armoniosos, deseosos... como NIÑOS!
Sin Dios NADA


Para algunos el cristianismo sería algo irracional y absurdo, pues pide creer en cosas que no vemos. San Agustín intentó responder a esta crítica en un texto elaborado desde un discurso pronunciado, según parece, el año 399. 
Les comparto "De la fe en lo que no se ve" 



Traductor: P. Herminio Rodríguez, OSA

En la vida social, también se creen muchas cosas sin ser vistas. La buena voluntad del amigo no se ve, pero se cree en ella. Sin alguna fe, ni siquiera podemos tener certeza del afecto del amigo probado

I. 1. Piensan algunos que la religión cristiana es más digna de burla que de adhesión, porque no presenta ante nuestros ojos lo que podemos ver, sino que nos manda creer lo que no vemos. Para refutar a los que presumen que se conducen sabiamente negándose a creer lo que no ven, les demostramos que es preciso creer muchas cosas sin verlas, aunque no podamos mostrar ante sus ojos corporales las verdades divinas que creemos.

En primer lugar, a esos Insensatos, tan esclavos de los ojos del cuerpo que llegan a persuadirse que no deben creer lo que no ven, hemos de advertirles que ellos mismos creen y conocen muchas cosas que no se pueden percibir con aquellos sentidos. Son innumerables las que existen en nuestra alma, que es por naturaleza invisible. Por ejemplo: ¿qué hay más sencillo, más claro, más cierto que el acto de creer o de conocer que creemos o que no creemos alguna cosa, aunque estos actos estén muy lejos del alcance de la visión corporal? ¿Qué razón hay para negarse a creer lo que no vemos con los ojos del cuerpo, cuando, sin duda alguna, vemos que creemos o que no creemos, y estos actos no se pueden percibir con los sentidos corporales?

2. Pero dicen: lo que está en e1 alma, podemos conocerlo con la facultad interior del alma, y. no necesitamos los ojos del cuerpo; pero lo que nos mandáis creer, ni lo presentáis al exterior para que lo veamos con los ojos corporales ni está dentro en nuestra alma para que podamos verlo con el entendimiento. Dicen estas cosas como si a alguno se le mandara creer lo que ya tiene ante los ojos. Es preciso creer algunas cosas temporales que no vemos, para que seamos dignos de ver las eternas que creemos. Y tú, que no quieres creer más que lo que ves, escucha un, momento: ves los objetos presentes con los ojos del cuerpo; ves tus pensamientos y afectos con los ojos del alma. Ahora dime, por favor: ¿cómo ves el afecto de tu amigo? Porque el afecto no puede verse con los ojos corporales. ¿Ves, por ventura, con los ojos del alma lo que pasa en el alma de otro? Y, si no lo ves, ¿cómo corresponderás a los sentimientos amistosos, cuando no crees lo que no puedes ver? ¿Replicarás, tal vez, que ves el afecto del amigo en sus obras? Verás, en efecto, las obras de tu amigo, oirás sus palabras; pero habrás de creer en su afecto, porque éste ni se puede ver ni oír, ya que no es un color o una figura que entre por los ojos, ni un sonido o una canción que penetre por los oídos, ni una afección interior que se manifieste a la conciencia. Sólo te resta creer lo que no puedes ver, ni oír; ni conocer por el testimonio de la conciencia, para que no quedes aislado en la vida sin el consuelo de la amistad, o el afecto de tu amigo quede sin justa correspondencia. ¿Dónde está tu propósito de no creer más que lo que vieres exteriormente con los ojos del cuerpo o interiormente con los ojos del alma? Ya ves que tu afecto te mueve a creer en el afecto no tuyo; y adonde no pueden llegar ni tu vista ni tu entendimiento, llega tu fe. Con los ojos del cuerpo ves el rostro de tu amigo, y con los ojos del alma ves tu propia fidelidad; pero la fidelidad del amigo no puedes amarla si no tienes también la fe que te incline a creer lo que en él no ves; aunque el hombre puede engañar mintiendo amor y ocultando su mala intención. Y, si no intenta hacer daño, finge la caridad, que no tiene, para conseguir de ti algún beneficio.

3. Pero dices que, si crees al amigo, aunque no puedes ver su corazón, es porque lo probaste en tu desgracia y conociste su fidelidad cuando no te abandonó en los momentos de peligro. ¿Te imaginas, por ventura, que hemos de anhelar nuestra desgracia para probar el amor de los amigos? Ninguno podría gustar la dulzura de la amistad si no gustara antes la amargura de la adversidad; ni gozaría el placer del verdadero amor quien no sufriera el tormento de la angustia y del dolor. La felicidad de tener buenos amigos, ¿por qué no ha de ser más bien temida que deseada, si no se puede conseguir sin la propia desgracia? Y, sin embargo, es muy cierto que también en la prosperidad se puede tener un buen amigo, aunque su amor se prueba más fácilmente en la adversidad.

Si de la sociedad humana desaparece la fe, vendrá una confusión espantosa

II. En efecto, si no creyeras, no te expondrías al peligro para probar la amistad. Y, por tanto, cuando así lo haces, ya crees antes de la prueba. En verdad, si no debemos creer lo que vemos, ¿cómo creemos en la fidelidad de los amigos sin tenerla comprobada? Y cuando llegamos a probarla en la adversidad, aun entonces es más bien creída que vista. Si no es tanta la fe que, no sin razón, nos imaginamos ver con sus ojos lo que creemos. Debemos creer, porque no podemos ver.

4. ¿Quién no ve la gran perturbación, la confusión espantosa que vendrá si de la sociedad humana desaparece la fe? Siendo invisible el amor, ¿cómo se amarán mutuamente los hombres, si nadie cree lo que no ve? Desaparecerá la amistad, porque se funda en el amor recíproco. ¿Qué testimonio de amor recibirá un hombre de otro si no creer que se lo puede dar? Destruida la amistad, no podrán conservarse en el alma los lazos del matrimonio, del parentesco y de la afinidad, porque también en estos hay relación amistosa. Y así, ni el esposo amará a la esposa, ni ésta al esposo, si no creen en el amor recíproco porque no se puede ver. Ni desearán tener hijos, cuando no creen que mutuamente se los han de dar. Si estos nacen y se desarrollan, tampoco amarán a sus padres; pues, siendo invisible el amor, no verán el que para ellos abrasa los paternos corazones, si creer los que no se ve es temeridad reprensible y no fe digna de alabanza. ¿Qué diré de las otras relaciones de hermanos, hermanas, yernos y suegros, y demás consanguíneos y afines, si el amor de los padres a sus hijos y de los hijos a sus padres es incierto y la intención sospechosa, cuando no se quieren mutuamente? Y no lo hacen estimando que no tienen obligación, pues no creen en el amor del otro porque no lo ven. No creer que somos amados, porque no vemos el amor, ni corresponder al afecto con el afecto, porque no pensamos que nos lo debemos recíprocamente, es una precaución mas molesta que ingeniosa. Si no creemos lo que no vemos, si no admitimos la buena voluntad de los otros porque no puede llegar hasta ella nuestra mirada, de tal manera se perturban las relaciones entre los hombres, que es imposible la vida social. No quiero hablar del gran número de hechos que nuestros adversarios, los que nos reprenden porque creemos lo que no vemos, creen ellos también por el rumor público y por la historia, o referentes a los lugares donde nunca estuvieron. Y no digan: No creemos porque no vimos. Pues si lo dicen, se ven obligados a confesa que no saben con certeza quiénes son sus padres. Ya que, no conservando recuerdo alguno de aquel tiempo, creyeron sin vacilación a los que se lo afirmaron, aunque no se lo pudieran demostrar por tratarse de un hecho ya pasado. De otra manera, al querer evitar la temeridad de creer lo que no vemos, incurriríamos necesariamente en el pecado de infidelidad a los propios padres.

Motivos para creer. Cumplimiento de las profecías relativas a la Iglesia

III. Si no es posible que subsista, por falta de concordia, la sociedad humana, cuando rehusamos creer lo que no vemos, ¿con cuánta mayor razón hemos de dar fe a las verdades divinas que no vemos; pues, si se niega, no se profana la amistad de los hombres, sino la religión sublime, para caer en la eterna desventura?

5. Pero dirás: aunque no veo el afecto del amigo, puedo tener pruebas de su existencia. Vosotros, en cambio, sin prueba alguna nos mandáis creer lo que no vemos. Ya es algo que me concedas que hay motivos para creer algunas verdades aunque no se vean. Porque así queda bien sentada esta afirmación: No todo lo que no se ve debe no ser creído. Y rechazada en absoluto esta otra: No debemos creer lo que no vemos. Mucho se equivocan los que piensan que sin pruebas suficientes creemos en Cristo ¿Qué prueba más evidente que el cumplimiento de las profecías? Por tanto, los que pensáis que no hay motivo alguno para creer de Cristo lo que no visteis, considerad lo que estáis viendo.

La misma Iglesia con voz maternal os habla: Yo, a quien admiráis extendida por todo el mundo y dando frutos copiosos de santidad, no siempre existí como ahora me estáis viendo. Pero escrito está: En tu descendencia serán bendecidas todas las naciones 1. Cuando Dios bendecía a Abraham, era yo la prometida, pues con la bendición de Cristo me propago entre todas las gentes. La serie de generaciones de testimonio de Cristo, descendiente de Abraham. Lo probaré en pocas palabras: Abraham engendró a Isaac, Isaac engendr6 a Jacob, Jacob engendró doce hijos, y de éstos procede el pueblo de Israel. Pues Jacob fue llamado Israel. Entre los doce hijos se cuenta Judá, del que tomaron su nombre los judíos; y de éstos nació la Virgen María, que dio a luz a Cristo. Veis con asombro cómo en Cristo, esto es, en la descendencia de Abraham, son bendecidas todas las naciones. ¡Y aun teméis creer en Él, cuando lo que debisteis temer, en realidad, es vuestra falta de fe! ¿Ponéis en duda o negáis el parto de la Virgen, cuando más bien debéis creer que así convenía que naciera el Hombre Dios? Sabed que fue anunciado por el profeta: He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo, y llamarán su nombre Emmanuel, que, traducido, quiere decir Dios con nosotros 2. No podéis dudar que da a luz la Virgen, si queréis creer que nace Dios; que, sin dejar el gobierno del mundo, viene a nosotros en carne humana; que hace a su madre fecunda sin quitarle la integridad virginal. Así debía nacer el que, siendo eternamente Dios, se hizo hombre para ser nuestro Dios. Por eso, hablando de Él, dice el profeta: Tu trono, ¡oh Dios!, es por los siglos eternos, y cetro de equidad es el cetro de tu reino. Amaras la justicia y aborreces la iniquidad; por eso Dios, tu Dios, te ha ungido con el óleo de la alegría más que a tus compañeros. Con esta unción espiritual, Dios ungió a Dios, o sea, el Padre al Hijo. De aquí sabemos que el nombre de Cristo viene de crisma, que significa unción.

Yo soy la Iglesia, de la que se le habla en el mismo salmo y se anuncia como un hecho que había de venir: Estará la reina a tu derecha, vestida de oro, rodeada de variedad, es decir, en el templo de la sabiduría, adornada con variedad de lenguas. Allí se me dice: Oye, hija, mira, aplica tu oído, olvida tu pueblo Y la casa de tu padre; porque el rey se prendó de tu hermosura, pues él es el Señor Dios tuyo, y las hijas de Tiro vendrán con dones para adorarle, los ricos del pueblo solicitarán tu favor. Toda la gloria de la hija del rey viene de dentro; sus vestidos son brocado de oro y variedad de colores. Detrás de ella, las vírgenes son introducidas al rey; sus amigas os son presentadas: vendrán con júbilo y con alegría, serán introducidas en el real palacio. A tus padres sucederán tus hijos; los constituirás príncipes por toda la tierra. Recordarán tu nombre de una en otra generación. Por esto los pueblos te alabarán eternamente 3.

6. Si no veis a esta reina acompañada de su real descendencia; si ella no ve cumplida la promesa que le fue hecha cuando se le dijo: Oye, hija, mira; si no ha dejado ya los antiguos ritos del mundo, obedeciendo la orden: Olvida tu pueblo Y la casa de tu padre; si no glorifica en todas partes a nuestro Señor Jesucristo, según la profecía: El rey se prendó de tu hermosura, pues Él es el Señor Dios tuyo; si no ve cómo las ciudades de los gentiles elevan súplicas a Cristo y le ofrecen dones, como fue anunciado: Las hijas de Tiro vendrán con dones para adorarle; si no se humilla la soberbia de los poderosos, y piden auxilio a la Iglesia, a quien fue dicho: Los ricos del pueblo solicitarán tu favor; si no reconoce a la hija del rey, a quien se ordenó decir: Padre nuestro, que estás en los cielos 4; y si en sus santos no se renueva interiormente de día en día 5, aquella de quien fue dicho: Toda la gloria de la hija del rey viene de dentro; aunque impresione a los extraños con la gloria de sus predicadores en diversidad de lenguas, como vestidos resplandecientes de oro y variedad de colores; si, después de difundir por todas partes el buen olor de sus obras, no lleva las santas vírgenes a Cristo, de quien y a quien se dice: Detrás de ella, las vírgenes son introducidas al rey; sus amigas os son presentadas, y, para que no se imagine alguno que son conducidas a una prisión, vendrán, dice, con júbilo y con alegría, serán introducidas en el real palacio; si no da a luz hijos, y de entre ellos venera algunos como padres y los nombra prelados en diversos lugares, según el texto: A tus padres sucederán tus hijos, los constituirás príncipes por toda la tierra; a sus oraciones se encomienda la madre que es, al mismo tiempo, señora y súbdita; y por esto se añade: Recordarán tu nombre de una en otra generación; si, por la predicación de esos padres que recordaron siempre la gloria de la santa madre Iglesia, no se congregan en su seno tantas multitudes de creyentes que en sus propias lenguas la alaban sin cesar, conforme a la profecía: Por esto los pueblos te alabarán eternamente.

Lo que ahora vemos cumplido, debe movernos a creer lo que no vimos

IV. Si todo esto no se demuestra con tanta evidencia que los adversarios, adonde quiera que vuelvan la vista, encuentren el fulgor de la luz que les obligue a confesar la verdad, decís, y tal vez con razón, que no hay motivos para creer lo que no veis. Si, por el contrario, lo que estáis viendo fue anunciado mucho antes y se ha cumplido con toda exactitud; si la verdad se os manifiesta a sí misma en los hechos, pasados y presentes, entonces, ¡oh restos de la infidelidad!, para creer lo que no veis, sonrojaos ante lo que veis.

7. Prestadme atención, os dice la Iglesia; prestadme atención, pues me veis, aun sin quererlo. Todos los fieles que había en aquel tiempo en la Judea conocieron estos hechos cuando se realizaron: que Cristo nació milagrosamente de la Virgen; que padeció, resucitó y subió a los cielos, y, además, todas sus palabras y obras divinas. Estas cosas no las visteis vosotros, y por eso os negáis a creerlas. Pero mirad, ved y considerad atentamente las que estáis viendo. No se os habla de las pasadas ni se os anuncian las futuras: se os muestran las presentes. ¿Os parece de poca monta, o imagináis que no es un milagro, y un milagro estupendo, que todo el mundo siga a un hombre crucificado? No visteis lo que fue vaticinado y cumplido sobre el nacimiento de Cristo según la carne: He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo; pero veis cumplida la promesa que hizo Dios a Abraham: En tu descendencia serán bendecidas todas las naciones. No visteis los milagros de Cristo que la profecía anuncia con estas palabras: Venid y ved las obras del Señor, los prodigios que ha dejado sobre la tierra 6; pero veis lo que fue vaticinado: Díjome el Señor: tú eres mi Hijo; hoy te engendré yo. Pídeme y haré de las gentes tu heredad, te daré en posesión los confines de la tierra 7. No visteis lo que fue anunciado y cumplido referente a la pasión de Cristo: Han taladrado mis manos y mis pies, puedo contar todos mis huesos; y ellos me miran, me contemplan; se han repartido mis vestiduras y echan suerte acerca de mi túnica; pero veis lo que en el mismo salmo fue anunciado y ahora aparece cumplido: Se acordarán del. Señor y se convertirán a El todos los confines de la tierra, y le adorarán todas las familias de las gentes; porque del Señor es el reino, y Él dominará a las naciones 8. No visteis la profecía, que se cumplió, acerca de la resurrección de Cristo; pero hablando en nombre de Él, el Salmista dice primeramente del traidor y de los perseguidores: Salían fuera y hablaban reunidos, murmuraban contra mí todos mis contrarios; contra mí pensaban mal; en mi daño dijeron palabras injustas. Y para demostrarles que nada conseguirían dando muerte al que había de resucitar, añadió estas palabras: ¿Por ventura el que duerme no volverá a levantarse? Y un poco después, en el mismo salmo, anunció del traidor lo que también está escrito en el Evangelio: El que comía mi pan, alzó contra mí su calcañal; es decir, me pisoteó. E inmediatamente añadió: Pero tú, ¡oh Señor!, ten piedad de mí, haz que me levante, y les daré su merecido 9. Esto se ha cumplido: durmió Cristo y despertó, es decir, resucitó, El es quien en otro salmo, por boca del mismo profeta, dijo: Acostéme y me dormí, y me levanté porque el Señor me sustentaba 10.

No visteis esto, ciertamente; pero veis su Iglesia, de la que también se ha cumplido lo anunciado: Señor Dios mío, a ti vendrán los pueblos desde los últimos confines de la tierra y dirán: Verdaderamente nuestros padres adoraron dioses falsos, vanidad sin provecho alguno. Esto, ciertamente lo veis, queráis o no. Y aunque os imaginéis que hay o que hubo algún provecho en el culto de los dioses falsos, sin embargo, a innumerables pueblos gentiles que habían abandonado, derribado o destruido esas estatuas inútiles, les oísteis decir: Verdaderamente nuestros padres adoraron dioses falsos, vanidad sin provecho alguno; si es el hombre el que se hace los dioses, entonces no son dioses 11. Y no se os ocurra pensar que estos pueblos han de venir a Dios en un lugar divino determinado, porque se ha dicho: A ti vendrán los pueblos desde los últimos confines de la tierra. Entended, si podéis, que al Dios de los cristianos, que es el Dios altísimo y verdadero, no vienen los pueblos gentiles caminando, sino creyendo. Esto mismo anunció otro profeta: El Señor será terrible contra ellos y destruirá a todos los dioses de la tierra, y todos, cada uno desde su lugar, y todas las islas de las gentes le adorarán 12. Lo que uno dice: A ti vendrán todos los pueblos, el otro lo expresa de esta manera: Cada uno desde su lugar le adorarán. Vendrán, por consiguiente, a Él sin salir de su lugar, porque, creyendo en Él, lo hallarán en su propio corazón.

No visteis lo que fue anunciado y cumplido acerca de la ascensión de Cristo: Alzate, ¡oh Dios!, sobre los cielos; pero veis lo que añade el profeta: Y brille tu gloria por toda la tierra 13. No visteis todos aquellos hechos ya pasados referentes a Cristo, pero estos que están presentes en su Iglesia no podéis negarlos. Os demostramos la predicción de aquellos y de éstos, pero no podemos demostraras el cump1imiento de todos, porque es imposible presentar de nuevo ante la vista el pasado.

La visión del presente es motivo de la fe en el pasado y en el porvenir

V. 8. Pero así como por las pruebas que se ven creemos en los sentimientos amistosos sin ser vistos, de la misma manera, la Iglesia, que ahora vemos, es índice del pasado y anticipo y anuncio del porvenir, que no se ve, pero se muestra en las mismas Escrituras, en que ella es anunciada. En el instante de la predicción, nada era visible: ni el pasado, que ya no se puede ver, ni el presente, que no todo es visible. Cuando comenzaron a realizarse estas cosas, desde las ya pasadas hasta las presentes, todas las profecías relativas a Cristo y a su Iglesia se han ido cumpliendo en serie ordenada. A esta serie pertenecen: el juicio final, la resurrección de los muertos, la eterna condenación de los malos con el diablo y la eterna gloria de los buenos con Cristo. Todas estas cosas fueron igualmente anunciadas y han de realizarse. ¿Por qué no hemos de creer las cosas pasadas Y futuras que no vemos, teniendo la 'prueba de unas Y otras en las presentes que vemos, Y leyendo u oyendo leer en los libros proféticos que las pasadas, las presentes y las futuras fueron todas anunciadas antes que sucedieran? A no ser que los infieles sospechen que las escribieron los cristianos para dar mayor autoridad a las que ya creían, suponiéndolas prometidas antes de realizarse.

Los libros de los judíos prueban nuestra fe. Por qué no ha sido exterminada la secta de los judíos

VI. 9. Si tienen esta sospecha, examinen detenidamente los libros de los judíos, nuestros enemigos. Lean allí todas estas cosas de que hemos hablado, anunciadas de Cristo, en quien creemos, y de su Iglesia, que vemos desde los primeros trabajos en la propagación de la fe, hasta la eterna bienaventuranza del reino de los cielos. Cuando leen, no les sorprenda que los poseedores de esos libros, cegados por el odio, no entiendan estas cosas. Pues esta falta de inteligencia ya fue anunciada por los profetas, y debía cumplirse, como todas las demás profecías, para que los judíos, por secretos motivos de la divina justicia, reciban el castigo merecido por sus culpas. Aquel que crucificaron, y a quien dieron hiel y vinagre, aunque estando pendiente del madero, por amor de los que había de sacar de las tinieblas a la luz, dijo al Padre: Perdónales, porque no saben lo que hacen 14, sin embargo, a causa de los otros que, por secretos juicios divinos, había de abandonar, anunció mucho antes por boca del profeta: Echaron hiel en mi alimento, y cuando tuve sed, me dieron a beber vinagre; séales su mesa un lazo y su prosperidad un tropiezo; apáguese la luz de sus ojos para que no vean, y sus lomos estén siempre vacilantes 15. Con los ojos sin luz van por todas partes, nevando consigo las pruebas luminosas de nuestra causa, para que con ellas ésta sea probada y ellos, reprobados. Este pueblo judío no fue exterminado, sino dispersado por todo el mundo, para que, llevando consigo las profecías de la gracia que hemos recibido, nos sirva en todas partes para convencer más fácilmente a los infieles. Esto mismo que voy diciendo ha sido anunciado por el profeta: No los mates, por que no se olviden de tu ley; dispérsales con tu fortaleza 16. No fueron muertos porque no olvidaron lo que habían leído o habían oído leer en las sagradas Escrituras. Si, aunque no entienden esos libros santos, los hubieran olvidado completamente, habrían perecido con los ritos judaicos. Porque si los judíos no conocieran la Ley y los Profetas, para nada nos servirían. Por eso no fueron muertos, sino dispersados: para que sus recuerdos nos sean útiles, aunque ellos no tengan la fe que salva. En sus corazones son nuestros adversarios, y en sus Escrituras nuestros servidores y testigos.

Maravillosa conversión del mundo a la fe de Cristo

VII. 10. Aunque no existieran profecías acerca de Cristo y de su Iglesia, ¿quién dejaría de creer que brilló de improviso para el género humano una divina claridad, cuando vemos los falsos dioses abandonados, sus imágenes destrozadas, sus templos destruidos o destinados a fines diversos, tantos ritos supersticiosos, profundamente arraigados en las costumbres populares, abolidos, y que todos invocan a un solo Dios verdadero? Y esto lo realizó un hombre por los hombres insultado, detenido, maniatado, azotado, despojado, cubierto de oprobios, crucificado, muerto. Eligió, para continuar su obra, unos discípulos humildes e ignorantes, pescadores y publicanos, que predicaron la resurrección del Maestro y su gloriosa ascensión, de la que ellos, según propia declaración, fueron testigos oculares; y, llenos del Espíritu Santo, anunciaron este Evangelio en lenguas que no habían aprendido. Algunos de los que oyeron la buena nueva, creyeron; otros se negaron a creer y se opusieron ferozmente a los predicadores y a los fieles, que lucharon por la verdad hasta la muerte, no haciendo mal, sino padeciéndolo con resignación; y vencieron, no matando, sino muriendo. Así se convirtió el mundo; así entró el Evangelio en el corazón de los mortales, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, sabios e ignorantes, prudentes y necios, fuertes y débiles, nobles y plebeyos, grandes y pequeños; y de tal manera se propagó la Iglesia por todas las naciones, que no hay secta perversa contraria a la fe católica, ni error tan enemigo de la verdad cristiana, que no usurpe y quiera gloriarse del nombre de Cristo. Por cierto que no le sería permitido manifestarse en el mundo si la contradicción no sirviera también para probar la verdadera doctrina.

Aunque nada de esto hubiera sido anunciado por los profetas, ¿cómo hubiera podido un hombre crucificado realizar tan grandes cosas si no fuera un Dios encarnado? Mas habiendo tenido este gran misterio de amor sus vates y predicadores, que por inspiración divina lo anunciaron, y habiéndose cumplido con absoluta fidelidad, ¿quién estará tan privado de la razón que diga que los apóstoles mintieron, predicando que Cristo ha venido como lo anunciaron los profetas, que no callaron la verdad de los hechos futuros referentes a los mismos apóstoles? De éstos habían dicho: No hay idioma ni lenguaje en el que no se oiga su voz; su pregón resonó en toda la tierra, y sus palabras llegaron hasta los confines del universo 17. Esto, ciertamente, lo vemos cumplido en el mundo, aunque no conocimos en carne a Cristo. ¿Quién, pues, que no padezca increíble ceguera intelectual o que no esté endurecido con increíble obstinación, rehusará dar fe a las sagradas Escrituras, que anunciaron la conversión de todo el mundo a la fe de Cristo?

Exhortación a permanecer constantes en la fe

VIII. 11. Fortalézcase y aumente en vosotros, queridos míos, esta fe que ya tenéis o que acabáis de recibir. Como se cumplieron las cosas temporales mucho antes anunciadas, se cumplirán también las eternas prometidas. No os dejéis seducir ni por los supersticiosos paganos, ni por los pérfidos judíos, ni por los falaces herejes, ni tampoco, dentro de la Iglesia, por los malos cristianos, enemigos tanto más peligrosos cuanto más interiores. Y, para que no vacilasen los débiles, no guardó silencio el profeta divino. Y así, en el Cantar de los Cantares, hablando el Esposo a la Esposa, o sea, Cristo a la Iglesia, le dice: Como el lirio entre espinas, así mi amada entre las hijas 18. No dijo entre las extrañas, sino entre las hijas. Quien tenga oídos para oír, oiga; y mientras la red que fue echada al mar y recoge toda clase de peces, como dice el santo Evangelio, es sacada a la orilla, esto es, al fin del mundo, apártese de los peces malos, no con el cuerpo, sino con el corazón; no rompiendo las redes santas, sino mudando las malas costumbres. No sea que los justos, que ahora aparecen mezclados con los malos, encuentren no la vida eterna, sino el eterno castigo cuando sean separados en la orilla 19.


1 - Gn 22, 18.
2 - Is 7, 14.
3 - Sal 44, 7-18.
4 - Mt 6, 9.

5 - 2Co 4, 16.

6 - Sal 45, 9.

7 - Sal 2, 7-8.

8 - Sal 21, 17-19, 28-29.

9 - Sal 40, 7-11; Jn 13, 18.

10 - Sal 3.

11 - Jr 16, 19-20.

12 - So 2, 11.-

13 - Sal 107. 6.

14 - Lc 23, 34.

15 - Sal 68, 22-24.

16 - Sal 58, 12.

17 - Sal 18, 4-5.

18 - Ct 2, 2.

19 - Mt 13. 9, 47-50.

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CONSAGRACIÓN DEL MATRIMONIO AL CORAZÓN INMACULADO DE MARÍA

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"Oh, Corazón Inmaculado de María, refugio seguro de nosotros pecadores y ancla firme de salvación, a Ti queremos hoy consagrar nuestro matrimonio. En estos tiempos de gran batalla espiritual entre los valores familiares auténticos y la mentalidad permisiva del mundo, te pedimos que Tu, Madre y Maestra, nos muestres el camino verdadero del amor, del compromiso, de la fidelidad, del sacrificio y del servicio. Te pedimos que hoy, al consagrarnos a Ti, nos recibas en tu Corazón, nos refugies en tu manto virginal, nos protejas con tus brazos maternales y nos lleves por camino seguro hacia el Corazón de tu Hijo, Jesús. Tu que eres la Madre de Cristo, te pedimos nos formes y moldees, para que ambos seamos imágenes vivientes de Jesús en nuestra familia, en la Iglesia y en el mundo. Tu que eres Virgen y Madre, derrama sobre nosotros el espíritu de pureza de corazón, de mente y de cuerpo. Tu que eres nuestra Madre espiritual, ayúdanos a crecer en la vida de la gracia y de la santidad, y no permitas que caigamos en pecado mortal o que desperdiciemos las gracias ganadas por tu Hijo en la Cruz. Tu que eres Maestra de las almas, enséñanos a ser dóciles como Tu, para acoger con obediencia y agradecimiento toda la Verdad revelada por Cristo en su Palabra y en la Iglesia. Tu que eres Mediadora de las gracias, se el canal seguro por el cual nosotros recibamos las gracias de conversión, de amor, de paz, de comunicación, de unidad y comprensión. Tu que eres Intercesora ante tu Hijo, mantén tu mirada misericordiosa sobre nosotros, y acércate siempre a tu Hijo, implorando como en Caná, por el milagro del vino que nos hace falta. Tu que eres Corredentora, enséñanos a ser fieles, el uno al otro, en los momentos de sufrimiento y de cruz. Que no busquemos cada uno nuestro propio bienestar, sino el bien del otro. Que nos mantengamos fieles al compromiso adquirido ante Dios, y que los sacrificios y luchas sepamos vivirlos en unión a tu Hijo Crucificado. En virtud de la unión del Inmaculado Corazón de María con el Sagrado Corazón de Jesús, pedimos que nuestro matrimonio sea fortalecido en la unidad, en el amor, en la responsabilidad a nuestros deberes, en la entrega generosa del uno al otro y a los hijos que el Señor nos envíe. Que nuestro hogar sea un santuario doméstico donde oremos juntos y nos comuniquemos con alegría y entusiasmo. Que siempre nuestra relación sea, ante todos, un signo visible del amor y la fidelidad. Te pedimos, Oh Madre, que en virtud de esta consagración, nuestro matrimonio sea protegido de todo mal espiritual, físico o material. Que tu Corazón Inmaculado reine en nuestro hogar para que así Jesucristo sea amado y obedecido en nuestra familia. Qué sostenidos por Su amor y Su gracia nos dispongamos a construir, día a día, la civilización del amor: el Reinado de los Dos Corazones. Amén. -Madre Adela Galindo, Fundadora SCTJM

CONSAGRACIÓN DEL MATRIMONIO A LOS DOS CORAZONES EN SU RENOVACIÓN DE VOTOS

CONSAGRACIÓN DEL MATRIMONIO A LOS DOS CORAZONES EN SU RENOVACIÓN DE VOTOS
Oh Corazones de Jesús y María, cuya perfecta unidad y comunión ha sido definida como una alianza, término que es también característico del sacramento del matrimonio, por que conlleva una constante reciprocidad en el amor y en la dedicación total del uno al otro. Es la alianza de Sus Corazones la que nos revela la identidad y misión fundamental del matrimonio y la familia: ser una comunidad de amor y vida. Hoy queremos dar gracias a los Corazones de Jesús y María, ante todo, por que en ellos hemos encontrado la realización plena de nuestra vocación matrimonial y por que dentro de Sus Corazones, hemos aprendido las virtudes de la caridad ardiente, de la fidelidad y permanencia, de la abnegación y búsqueda del bien del otro. También damos gracias por que en los Corazones de Jesús y María hemos encontrado nuestro refugio seguro ante los peligros de estos tiempos en que las dos grandes culturas la del egoísmo y de la muerte, quieren ahogar como fuerte diluvio la vida matrimonial y familiar. Hoy deseamos renovar nuestros votos matrimoniales dentro de los Corazones de Jesús y María, para que dentro de sus Corazones permanezcamos siempre unidos en el amor que es mas fuerte que la muerte y en la fidelidad que es capaz de mantenerse firme en los momentos de prueba. Deseamos consagrar los años pasados, para que el Señor reciba como ofrenda de amor todo lo que en ellos ha sido manifestación de amor, de entrega, servicio y sacrificio incondicional. Queremos también ofrecer reparación por lo que no hayamos vivido como expresión sublime de nuestro sacramento. Consagramos el presente, para que sea una oportunidad de gracia y santificación de nuestras vidas personales, de nuestro matrimonio y de la vida de toda nuestra familia. Que sepamos hoy escuchar los designios de los Corazones de Jesús y María, y respondamos con generosidad y prontitud a todo lo que Ellos nos indiquen y deseen hacer con nosotros. Que hoy nos dispongamos, por el fruto de esta consagración a construir la civilización del amor y la vida. Consagramos los años venideros, para que atentos a Sus designios de amor y misericordia, nos dispongamos a vivir cada momento dentro de los Corazones de Jesús y María, manifestando entre nosotros y a los demás, sus virtudes, disposiciones internas y externas. Consagramos todas las alegrías y las tristezas, las pruebas y los gozos, todo ofrecido en reparación y consolación a Sus Corazones. Consagramos toda nuestra familia para que sea un santuario doméstico de los Dos Corazones, en donde se viva en oración, comunión, comunicación, generosidad y fidelidad en el sufrimiento. Que los Corazones de Jesús y María nos protejan de todo mal espiritual, físico o material. Que los Dos Corazones reinen en nuestro matrimonio y en nuestra familia, para que Ellos sean los que dirijan nuestros corazones y vivamos así, cada día, construyendo el reinado de sus Corazones: la civilización del amor y la vida. Amén! Nombre de esposos______________________________ Fecha________________________ -Madre Adela Galindo, Fundadora SCTJM

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