Por Tomás Melendo Granados.
Catedrático de Filosofía (Metafísica)
Director Académico de los Estudios Universitarios sobre la Familia Universidad de Málaga
Fuente: Arvo.net
Nota: Pido disculpas, los hipervínculos no se encuentran disponibles.
Introducción
Sin abandonar del todo los principios teoréticos, que he tratado profusamente en otras ocasiones y recogido en bastantes de mis escritos[2], me gustaría en esta intervención descender en la medida de lo posible a detalles más prácticos y operativos.
Para ello, seguiré dos vías hasta cierto punto entreveradas.
a) Todo amor educa
En primer lugar, al exponer y comentar muy someramente la naturaleza del amor, mostraré que, en su núcleo esencial, es íntimamente formativo: por cuanto, en fin de cuentas, busca eficazmente el crecimiento personal, el progreso íntegro, del ser amado.
Como ya dejara claro el viejo Aristóteles, querer a una persona es, siempre, querer que sea buena, que mejore; de lo contrario, aquello no puede llamarse ni amor ni amistad[3].
b) … cuando es auténtico amor
A continuación, intentaré hacer ver que semejante función se cumple si y solo si los elementos integrantes del amor se entienden y ponen en juego de manera correcta; y, por el contrario, que la formación de aquellos a quienes queremos naufraga cuando, en la teoría y en la práctica, falseamos o no acabamos de perfilar la auténtica realidad del amor y de sus componentes.
1. Naturaleza e integridad del amor
Pienso que no sólo una tradición de siglos, sino la propia experiencia vivida de cada uno, sirve para avalar la que puede considerarse como la descripción más clásica del amor en toda la historia de la filosofía[4]: aquella que Aristóteles estampó en su Retórica, cuando sostiene que amar es «querer el bien para otro… en cuanto otro»[5].
Por razones pedagógicas, comentaré por separado, y con brevedad, cada uno de los tres factores que intervienen en esta enunciación, aun cuando de hecho se encuentren indisolublemente unidos.
a) Querer
Respecto al querer con que se inicia la definición, me limito a recordar que, aunque en cualquier acto de amor ponemos en juego nuestra persona íntegra —amamos con todo lo que somos, sabemos, sentimos, podemos, hacemos, tenemos y anhelamos—, la columna vertebral y el motor de todo ello está constituido por un recio y estable acto de la voluntad, gracias al cual se descubre, elige, persigue y realiza el bien para el ser querido[6].
b) El bien
En relación al bien, estimo de singular importancia, sobre todo en el contexto en que nos movemos, insistir en que debe tratarse siempre de un bien real, de algo que efectivamente mejore a la persona amada, que la acerque a su destino terminal de plenitud en Dios.
Tal vez en este extremo —el del bien genuino— se juegue, por encima de los restantes, la valencia educativa del amor.
c) El tú
Por fin, la reduplicación de «el otro… en cuanto otro» constituye la piedra de toque del cariño más probado y la clave para que el amor ejercite su vigor formativo. Con independencia de lo que suponga para mí, el bien que persigo al amar ha de ser siempre el de aquel a quien de veras estimo y, además, debo llevarlo a cabo por él, de forma desinteresada.
De ahí que el amor pueda definirse como un «desaparecer en beneficio del amado», un «instaurar la radical primacía del tú»… y mil expresiones similares.
2. Querer: un amor inteligente
En la cultura actual, aun cuando se plantee o intente plantear de la manera adecuada, el amor no alcanza tantas veces el objetivo que pretende —el desarrollo radical del ser querido— sencillamente porque no se encuentra enraizado en la voluntad y, por tanto, iluminado por la inteligencia [7].
a) El bien no-inteligente
No se refiere este título a las concepciones del amor que lo reducen a pasión más o menos instintiva o a pura fisiología, tal como se presenta a menudo en las «relaciones de pareja» ofrecidas por cierta literatura de tres al cuarto, un buen número de películas y telenovelas… o la vida misma de quienes están en exceso influidos por todo ello… porque nadie les ha enseñado otra cosa.
Aludo más bien a esas apelaciones al amor en el ámbito educativo, con las que justificamos actuaciones que no redundan en absoluto en un progreso real de nuestros hijos, alumnos, etc., pero a nosotros nos dejan relativamente tranquilos… porque afirmamos, y normalmente con franqueza, que lo hacemos por amor a ellos.
O, por apelar al que suele ser el error más frecuente en los padres bienintencionados, a aquel conjunto de operaciones en las que quien lleva la batuta no es la voluntad ilustrada por la inteligencia —capaz, por tanto, de discernir el auténtico bien— sino una afectividad un tanto hipertrofiada, enfermiza o desquiciada… que actúa al margen de nuestras facultades superiores y que persigue, más que el desarrollo personal del hijo, el que este se encuentre contento, satisfecho, y no se lamente ni proteste.
(Aclaro al respecto, para evitar cualquier malentendido, que los afectos pilotados por el entendimiento y la voluntad son no sólo buenos, sino parte constitutiva del amor humano más cabal y, por ende, imprescindibles para la plenitud de ese amor; pero que cuando se erigen en una especie de absoluto y se alzan como el punto de referencia último y definitivo de nuestro obrar, el genuino amor desaparece y, con él, la posibilidad de ayudar a aquellos quienes —probablemente con total sinceridad— decimos y creemos amar[8].)
b) Todo lo sufre… hasta el sufrimiento del ser querido
Descendiendo al terreno práctico, entrarían dentro de estas acciones pseudo-educativas todas las que emanan de motivos sentimentaloides que acentúan desmesuradamente una especia de equivocada «compasión». Cristalizan en frases del tipo: «que no sufra, pobrecillo, que bastante dura es ya la vida», «déjalo, que está cansado», «todavía es demasiado pequeño para hacerse responsable de esa tarea, ya le tocará más adelante», y tantas otras del mismo corte. Pues todas ellas, con la excusa de un cariño bastante endeble y poco recio, impiden el crecimiento de los hijos, el fortalecimiento de su libertad, el enraizarse y desplegarse de las virtudes.
El bien real que estas últimas frases expresan —madurez, libertad, virtud, estrechamente entrelazados— resulta sustituido por un bien solo aparente… que en definitiva no sólo no forma o impide el desarrollo, sino que más bien deforma.
Tal vez veamos más adelante que este soslayar a toda costa las contrariedades de los hijos —a menudo denominado «sobreprotección»— se encuentra con frecuencia unido a una carencia de buen amor hacia ellos… derivada de un excesivo y equivocado y muy difícil de descubrir amor a uno mismo.
No tiene necesariamente que ocurrir así, pero no es raro que, de forma semiconsciente, el intento de eliminar las molestias razonables e incluso necesarias e imprescindibles a aquellos a quienes queremos derive de un afán, normalmente no explicitado ni tan siquiera advertido, de evitarnos un mal rato a nosotros mismos: puesto que hacer sufrir a las personas amadas, por muchas y variadas razones, resulta menos soportable que experimentar en nuestra propia carne el cansancio o el dolor[9].
Las mujeres, sobre todo, en la educación de los hijos y en el matrimonio (aunque este segundo tema ahora no incumba de forma tan directa), movidas por una falsa interpretación del amor y la abnegación, están dispuestas a «sacrificarse»… más allá de lo conveniente:
i) para ellas mismas, que en ocasiones acumulan un descontento creciente y casi inadvertido, que acaba por provocar una auténtica crisis personal y familiar;
ii) y, sobre todo, para sus hijos (y sus maridos), que se instalan en una suerte de infancia perpetua y perpetuamente dependiente, y no desarrollan sus capacidades ni alcanzan la madurez a la que tienen estricto derecho: un derecho que, justo por amor y por más que nos duela, tenemos el deber de respetar y promover.
(Como es obvio, esta confusión entre amor auténtico y «compasión» mal entendida puede afectar también a los varones, aunque por lo común con matices diversos.)
Lo que falla en tales casos es tal vez el criterio más radical de toda actividad amorosa: el bien real de aquel a quien se quiere, la absoluta primacía del otro, enmascarada en estas circunstancias por un sentimiento tanto más peligroso cuanto que puede llevarnos a creer que efectivamente lo que hacemos es buscar el bien (suprimir el dolor, allanar el camino) de la persona a quien amamos.
Por eso, y con plena conciencia de dar un cierto salto en el vacío para situarme en el núcleo del quehacer educativo de los padres y madres «buenos» (¿bondadosos, bonachones?), cabría establecer como piedra de toque del amor auténtico la disposición a sufrir cada uno de nosotros por hacer sufrir a la persona amada, siempre que semejante sufrimiento sea necesario para su maduración y desarrollo como persona.
O, con términos todavía más generales y a modo de máxima que se extiende a otros miles de situaciones análogas no contempladas: la eficacia en la educación de los hijos (y de cualesquiera otras personas), fruto del buen amor, es directamente proporcional a la capacidad real de sacrificarse por ellos, ¡por su bien!… hasta el extremo, si fuera el caso, de «parecer» o incluso ser acusados de que no los queremos.
3. El bien descubierto y provocado en el amor
Como antes anuncié, los elementos que en este análisis estoy desgajando se encuentran de hecho íntimamente inter-penetrados. De ahí que en el apartado anterior me haya ya referido al bien en el que ahora pretendo detenerme.
a) Los bienes para el amado
Más de una vez he explicado que todos los bienes que alguien puede anhelar para quien quiere con locura se sintetizan en dos:
i) que esa persona sea, que exista;
ii) y que sea buena, que viva bien, en el mejor sentido que los clásicos daban a esta expresión (llevar una vida lograda, que en absoluto quiere decir exenta de contrariedades, dulzona) [10].
Entre los hombres, el primero de tales deseos puede calificarse como corroboración en el ser, como confirmación de la acción divina creadora, y se manifiesta en expresiones más o menos explícitas del tipo: «es bueno que tú existas», «¡qué maravilla que tú, precisamente tú, hayas sido creado o creada».
A veces suelo sostener que este re-crear a la persona amada consiste, se sepa o no, en «aplaudir a Dios»; en decirle: «con éste o con ésta sí que te has lucido, ahí sí que has demostrado lo que vales».
Pero, para la cuestión que nos ocupa, tal vez sea preferible examinar despacio el segundo punto: «que seas bueno, que vivas bien, que alcances la plenitud que te corresponde como persona». Y cediendo por una vez a mi condición de metafísico, apuntaré que en realidad no se trata de dos anhelos distintos o sobrepuestos: como el (acto de) ser de cualquier persona tiende naturalmente al desarrollo de aquel a quien anima, no es posible confirmar de veras el ser de quien amamos sin ambicionar simultáneamente, con un deseo eficaz, que alcance el culmen de perfección al que el propio (acto de) ser lo está constantemente impulsando.
Por eso afirmaba antes que querer a una persona es —¡siempre!— querer que sea buena… en el buen sentido de este término, que puntualizaría Machado.
b) Amor clarividente
Ahora me interesa subrayar que, dejando a salvo la libertad de aquel a quien amamos, el anhelo de perfección que caracteriza al amor auténtico resulta normalmente eficaz.
Antes que nada, porque permite distinguir los caminos que el ser querido debe transitar para perfeccionarse. En este caso, concediendo lo que incluye de verdad el conocido dicho que califica al amor como «ciego», hay que reconocer que resulta mucho más verdadero y profundo afirmar que, lejos de ello, se muestra en extremo perspicaz y clarividente [11].
Si la experiencia nos demuestra que en cualquier ámbito nos resulta más fácil conocer aquello a lo que tenemos cariño (hablamos en este sentido de aficiones), la cuestión alcanza su cenit cuando están en juego una o más personas: ninguna de estas puede ser comprendida con hondura mientras no nos una a ella un amor real e intenso.
Por el contrario, en la medida en que más queremos a alguien y nos identificamos con él[12], más capacitados estamos para descubrir las maravillas que encierra en su interior, a veces de modo ya actual… y otras sólo en potencia o virtualmente.
En semejante sentido, y contradiciendo en parte las célebres afirmaciones de Stendhal y de Ortega, me gusta considerar el enamoramiento no como el embellecimiento ficticio de aquella persona que nos ha encandilado o como una distorsión de nuestro modo de percibir, sino como el desvelamiento real del cúmulo de perfecciones que guarda dentro de sí. Más aún, me atrevo a sostener que enamorarse consiste, en cierto modo, en atisbar, como condensadas en aquel que amamos, el conjunto casi inacabable de cualidades propias de toda la humanidad.
Como escribe Alberoni, «el amor nos revela la infinita complejidad, la infinita riqueza de la otra persona. Porque percibimos de ella todo lo que ha sido, todo lo que habría podido ser, todo lo que es ahora y todo lo que podrá ser en el futuro» [13].
Por ejemplo, cuando una buena madre se dirige a su hijo considerándolo su rey o su tesoro, más que inventar atributos que el hijo no posee, lo que le ocurre es que sabe divisar, gracias a la sagacidad de una inteligencia agudizada por el amor, los que efectivamente adornan al chico o la chica… y los que con el tiempo podrá adquirir.
De suerte que el amor resulta perspicaz y penetrante, sobre todo en dos sentidos complementarios:
i) porque advierte las cualidades que ya realzan a aquel a quien queremos (y que quien no lo ama de veras es incapaz de percibir),
ii) y porque vislumbra lo que, con Scheller o Alice von Hildebrand, cabría llamar su «proyecto perfectivo futuro»: es decir, el cúmulo de logros que, apoyado en nuestro amor, será capaz de alcanzar a lo largo de su vida [14].
c) Y eficaz
Pero hay más. El buen amor no sólo pone de relieve la calidad de quien queremos, sino que —con delicadeza exquisita, sin forzar para nada su libertad— impulsa y ayuda a la persona amada (novios, esposos, hijos, amigos…) a conquistar una plenitud que al margen del amor nunca lograría.
Entre los muchísimos testimonios de cuanto vengo apuntando escojo uno de los más reveladores. Cuando Philine, la enamorada de Amiel, contesta por carta a una regañina también epistolar en la que este le afeaba su conducta, escribe: «Mis desigualdades desaparecerán en cuanto esté a tu lado para siempre. Contigo mejoraré, me perfeccionaré, sin límites; porque a tu lado la saciedad y la desunión serán inconcebibles. No sabrás todo lo que valgo hasta que no pueda ser, junto a ti, todo lo que soy»[15].
Ese «junto a ti» me parece clave. Para caer en la cuenta, basta traducirlo por expresiones más explícitas, como «gracias a ti», «con el apoyo y los bríos —ontológicos y psicológicos, aunque no puedo detenerme en este extremo— que tu amor me brinde».
i) En efecto, el amor impele a la mejora, antes que nada porque así, al corregirse y avanzar en su propio perfeccionamiento, quien se descubre amado va advirtiéndose también menos indigno del querer que gratuitamente le consagran (por más que pudiera parecer paradójico, todo amor, aunque justificado por la simple condición personal de su destinatario, es simultáneamente gratuito).
ii) Además, y sobre todo, porque nuestra predilección está poniendo ante su vista, quedamente, sin gritarlo, su propio ideal. Como apuntaba, cuando queremos de veras no amamos tanto lo que la persona es, cuanto ese grado de plenitud final —el proyecto perfectivo futuro, en palabras de Scheler— que nuestra inteligencia aguzada por el cariño sabe anticipar.
Queremos a nuestros amigos, a nuestro cónyuge, a nuestros hijos, sin impacientarnos —contando con el tiempo y la acción de Dios—, en toda esa apoteosis que el despliegue portentoso de su propio ser está llamado a alcanzar. Y, como advirtiera ya Goethe, al anhelarlos mejores de lo que son actualmente, les alentamos a avanzar en el camino de su propia superación.
De esta suerte, gracias al cariño que le dispensamos, aquel a quien pretendemos ayudar conseguirá lo que por sí solo difícilmente lograría.
Con palabras del filósofo Jean Guitton, recientemente fallecido: «Así, lo que el ideal moral nos obliga a realizar, a saber, ese "segundo ser" superior a nosotros mismos que es nuestro modelo, el amor nos permite obtenerlo de buen grado, de muy buen grado […].
Es tan difícil igualarse a sí mismo, por sí mismo, con un yo que está por encima de sí, como fácil es hacerse semejante a ese modelo de sí cuando es proyectado sobre uno mismo por el ser que nos ama. En los dos casos hay una especie de ilusión, puesto que se propone una imagen de algo aún inexistente. Pero, cuando esta imagen procede del amor de otro ser, tiene una potencia creadora. Por eso cada uno de nosotros actúa, realiza y hasta existe en proporción a lo que le cree capaz quien lo ama. El secreto de la educación es imaginar a cada ser un poco mejor de lo que es en realidad. ¿Qué soy yo, pues, sino lo que creen de mí los que me aman? Cuando la conciencia se cierra sobre sí misma, se seca y se atormenta y cuando se abre al amor se libera de sus cadenas interiores. Pero la conciencia sólo se abre cuando acoge al amor; así, en el circuito del amor la respuesta contiene más que la demanda y el don que se recibe más que el don que se hace»[16].
En resumen, la reacción amorosa al amor que concedemos a alguien es, con cadencia insoslayable, incremento de su propio ser. Como, al quererlo, lo queremos bueno, cumplido, activamos el despliegue de su personal perfeccionamiento, avivado por la energía inconmensurable que nuestro cariño le aporta.
d) Cuando el amor no acierta a ver
Sin embargo, aun cuando estuviéramos substancialmente de acuerdo con lo que acabo de esbozar, cualquiera de nosotros opondría de inmediato un buen número de objeciones.
i) Por ejemplo, la brega diaria con nuestros hijos demasiado a menudo se transforma en simple insistencia en que corrijan unos defectos —desorden, pereza, frivolidad, egoísmo…— que, de hecho, llegan casi a nublar y hacer desaparecer ante nuestra vista el conjunto de cualidades que en teoría —a veces sólo en teoría— afirmamos en ellos.
No hay aquí sólo un fallo de «estrategia», bien conocido por los teóricos de la educación. Pues, por una parte, y hablando con un deje de ironía, si única y machaconamente proclamamos lo que nuestros hijos hacen mal, aunque sólo fuera por darnos la razón, acabarían por actuar de esa forma inadecuada.
El chico o la chica que no para de oír afirmaciones del tipo: «eres un desordenado», «nunca dejas nada en su sitio», «lo tuyo no tiene remedio»… es fácil que perviva en su desbarajuste, convencido de que él o ella es así y sus padres esperan o prevén que va a obrar atropelladamente.
¡Cuánto más eficaz resultaría reforzar sus buenas actuaciones, las cualidades más o menos innatas que posee, y con el aumento de confianza en sí mismo que de esta forma obtiene y, sobre todo, con el amor que esos elogios le demuestran, ayudarlo a progresar en los aspectos en los que el crecimiento le resulta más connatural y sencillo, y de tal suerte acopiar energías para vencer los defectos cuya superación tanto le cuesta!
ii) Pero el problema más de fondo, y en el que quiero detenerme, es que en más de una ocasión los padres y las madres no somos conscientes de las virtudes de nuestros hijos, y los educadores en general, de las de sus educandos. Probablemente, si ahora mismo les pidiera que redactaran una doble lista, enumerando en un lado los defectos de sus hijos —¡o de sus cónyuges!— y en el otro las virtudes concretas (no los meros y genéricos «es muy bueno, muy cariñoso, tiene un gran corazón», etc.), el primero de los elencos alcanzaría unas dimensiones bastante superiores a las del segundo.
Y esto, que aparentemente contradice la perspicacia del amor que antes sostenía, obliga a realizar algunas puntualizaciones que quizá puedan resultar de interés. Porque de nuevo nos sitúa en el núcleo capaz de distinguir el auténtico amor del solo aparente, aquel afecto que forma de ese otro que más bien deseduca.
Se trata, una vez más, de la implicación desordenada del propio yo en el amor hacia aquellos que afirmamos querer. Una ingerencia distorsionadora que, por un lado, impide volcar todas nuestras energías en el despliegue del ser querido; y, por otro, anterior o simultáneo, perturba nuestra percepción y nos impide descubrir la auténtica realidad del chico o de la chica[17].
En fin de cuentas, y utilizando una fórmula un tanto simplificadora, el quid de todo el asunto estriba en cuál de los miembros de la alternativa antes apuntada, y sobre la que luego volveré, acentúo y absolutizo: si hago del ser querido un alter ego o, por el contrario, olvidándome de mí, me transformo en alter tu, instaurando de forma cabal y definitiva la primacía del otro en cuanto otro.
Puede parecer una cuestión de matiz, pero goza de enorme relevancia práctica, sobre todo en la adolescencia. Si en el amor que tengo a mis hijos el punto terminal de referencia soy yo (se trata de mis hijos), precisamente porque los quiero, y mucho, me implicaré de tal modo en su proceso de mejora… que acabaré por no respetar su autonomía (convirtiéndolos en un «apéndice de mi egoísmo», escribió Delibes) y vivenciaré cada uno de sus fracasos como una suerte de afrenta personal.
Mas, en la medida en que esto se lleva a cabo, pierdo la capacidad de observar al otro tal como es y debe llegar a ser y, más todavía, la clara conciencia de que mi papel no es sino el de servir al proceso de su propio perfeccionamiento, y que los protagonistas principales son el chico o la chica y, por encima de ellos, el propio Dios.
A poca experiencia que uno posea como padre o educador, advertirá fácilmente que en semejante planteamiento —muy natural, por otra parte, si no luchamos por superarlo— se elimina de raíz el abandono, que constituye el requisito imprescindible para que Dios actúe en el alma de nuestros hijos… y en la de cada uno de nosotros.
Pero sin la acción divina, todo nuestro esfuerzo no puede sino resultar tremendamente ineficaz, cuando no perturbador: del todo vano[18]. Y Dios no puede obrar cuando, en lugar de dejar que lleve Él la iniciativa de auténtico Maestro, pretendemos asegurar a toda costa —con un empeño inapropiado— el resultado de nuestras acciones de simples e inmaduros aprendices[19].
iii) Me explicaré mediante un par de ejemplos, uno más bien «materno» y el otro preferentemente «paterno».
Ningún varón con un mínimo de sensibilidad tiene dificultad en comprender la importancia sobresaliente que las madres de familia suelen conceder al orden de su vivienda. Y es que para ellas, el hogar no es tan solo el reducto donde podemos bajar la guardia, sentirnos incondicionalmente amados y restaurar nuestras energías para hacernos capaces de humanizar el mundo; sino también, y en estrecha unión con ello, una prolongación de su propia persona femenina o, si se prefiere, de su feminidad: de ese maravilloso afán de ser amable —en el sentido más profundo del término— y de hacer amable cuanto se encuentre a su alrededor.
Con todo, este no debe erigirse nunca en motivo principal del intento de que sus hijos (y esposo, en el caso) sean ordenados.
Sino, como es obvio, ha de moverla el adelantamiento que los hijos o el cónyuge experimentan al adquirir esta virtud y, con ella, incrementar su capacidad de amar… y ser así más felices.
Simplificando un tanto, la madre que impone el orden en el hogar más por sí que por sus hijos, acaba normalmente por resultar insoportable y hacer odiosa una virtud que, desgajada del amor, se transmuta más bien en manía. Por el contrario, cuando ocupa el primer término de su horizonte la ilusión de que los hijos progresen, relativizará la importancia de que «las cosas estén en su sitio», evitando muchos enfrentamientos y un cierto tono de lamento continuo, y, sobre todo, podrá hacer recaer su atención en otros factores configuradores de la personalidad de los chicos en los que sin excesivo esfuerzo pueden avanzar… hasta hacerse capaces de vivir la virtud —¡ahora sí!— tan anhelada por la madre, y que comienza no por el orden externo, sino por el de las ideas, las voliciones y los afectos.
Algo similar cabría afirmar de los padres de familia, cuando se proyectan excesivamente en los hijos y, por acudir a uno de los ejemplos más comunes, viven los fracasos escolares y profesionales de estos, según decía, como un agravio a ellos mismos —¡los padres!—, dificultando de esta suerte que los chicos aprendan el hondo sentido del trabajo y lleguen a hacer de la laboriosidad, entendida como servicio, uno de los elementos centrales en el proceso de perfeccionamiento de su entera existencia.
iv) Resumiendo y extrayendo una ley general: para que el amor despliegue su poder formativo es preciso luchar por hacer que gravite cada vez más sobre el bien de la persona querida y no sobre nuestro yo; combatir por tornarlo más desinteresado. Y tal vez la clave para lograrlo consista en considerar una y otra vez, hasta hacerlo vida de nuestra vida, que la verdad radical de aquellos a quienes hemos engendrado no es la de ser nuestros hijos, sino algo infinitamente más grandioso: ser hijos de Dios (que es otro modo de referirse a su condición de persona: «alguien delante de Dios y para siempre», con palabras de Cardona inspiradas en Kierkegaard[20]).
Porque sólo entonces cejaremos en el intento de hacerlos «a nuestra imagen y semejanza», los aceptaremos como son y permitiremos que el Espíritu Santo extraiga, con nuestra ayuda desinteresada o, al menos, sin nuestro estorbo, el prodigio de perfecciones —¡únicas e irrepetibles, no las nuestras!— encerradas virtualmente en ellos desde el mismo momento de la concepción[21].
4. En Cuanto otro: la entrega
a) El éxtasis del amor
El tercer momento del amor tal como lo describe Aristóteles guarda una estrecha relación con la entrega.
A menudo, tras las huellas de San Agustín, el amigo se define como un «alter ego», justo para mostrar hasta qué punto uno y otro se identifican. Más oportuno me parece describir el hecho como una salida de sí del amante, de suerte que, en lugar de trans-formar al amigo en sí mismo, es él quien adquiere la forma del amado: quiere al otro en cuanto otro y, en cierto modo, él mismo llega a ser el otro.
Como explica Cardona, «el amor es el éxtasis, es ser arrebatado por el amado, la fusión con él y la identificación con él y como él. El amor hace del amado un alter ego, o quizá mejor: hace de mí otro tú, me identifica con el tú […] y me hace vivir su vida»[22].
También desde este punto de vista se advierte en qué sentido amar es desaparecer en beneficio del ser querido.
b) Persona, don, gratuidad
Pero ahora me interesa apuntar, por las enormes repercusiones educativas que lleva aparejadas, que el «objeto» de la entrega amorosa no puede ser sino la misma persona que ama.
Lo ha expresado con maestría Pedro Salinas: «¿Regalo, don, entrega?» —se pregunta el poeta—.
Y contesta: «Símbolo puro, signo / de que me quiero dar. / Qué dolor, separarme / de aquello que te entrego / y que te pertenece / sin más destino ya / que ser tuyo, de ti, / mientras que yo me quedo / en la otra orilla, solo, / todavía tan mío. / Cómo quisiera ser / eso que yo te doy / y no quien te lo da».
A mi vez, suelo explicarlo así: a pesar de que todos tenemos conciencia de nuestra poquedad, e incluso de la ruindad y vileza de algunas de nuestras acciones, nuestra intangible condición de personas, con la magnificencia que lleva consigo, hace que nada sea digno de sernos ofrendado… más que otra persona.
Por eso, cuanto damos a nuestros hijos, que es el supuesto que nos ocupa, solo tiene valor y puede resultar eficaz en la medida estricta en que encarne nuestro propio ser y lo haga llegar hasta ellos. Si esto no ocurre, por más que el chico no lo advierta, en el fondo quedará defraudado, molesto y, tarde o temprano, desembocará en la rebeldía.
Sin embargo, en la sociedad de hoy es bastante habitual que los padres, inconscientemente egoístas o deliberadamente muy ocupados (actitudes ambas no demasiado lejanas), sustituyan la atención personal a sus hijos por regalos, incluso de un coste económico excesivo, o por concesiones… que algunas veces se sitúan en los mismos límites entre lo moral y lo inmoral: salidas nocturnas incontroladas, viajes también incontrolados con amigos y amigas, acceso a lugares o situaciones impropios de su edad y condición…
Todo ello a cambio de que los dejen en paz, de modo que los padres puedan disponer del mayor tiempo posible para su trabajo, sus distracciones, sus ausencias del hogar o de la ciudad de residencia y en última instancia…, disfrutar de su vida.
Los hijos piden y protestan si no se les otorga lo que solicitan. Pero en el fondo, lo que de veras anhelan —y lo confiesan a sus amigos y a veces a los adultos que logramos conectar con ellos— es que sus padres les hagan caso, que se ocupen de ellos, incluso que les prohíban aquello por lo que, cuando les sea negado, reclamarán de forma estentórea, porque «eso» —protestar— es lo que «deben» hacer… igual que los padres rechazar sin inmutarse la petición inadecuada.
Y es que, por decirlo de forma un tanto descarnada y agresiva, ninguno de nuestros hijos tienen derecho a ese conjunto de «concesiones» y «libertades», de muy distinto tipo, por las que claman. A lo único que tienen derecho, un derecho que nadie debería atreverse a quebrantar es, como antes sugería, a la persona de su padre y de su madre. Es decir: a su tiempo, a la atención real a los problemas que los ocupa y preocupa, al consejo nunca impuesto o avasallador, a que los padres les abran su propia intimidad y les consulten prudentemente las soluciones para sus propios problemas…[23].
Y todo lo que sea intercambiar esa entrega de la persona por la concesión de obsequios o situaciones despersonalizados equivale a sustituir el amor, siempre gratuito, por la compraventa y, volviendo a utilizar un término duro pero real, a la prostitución de nuestros hijos… y a la propia. Pues la lógica del intercambio es la propia de las mercancías, mientras que la que debe estar vigente entre seres humanos es la de la gratuidad, la del amor.
En ese juego «mercantilista» introducido en el hogar es muy difícil que se produzca la mejora de ninguno de sus miembros[24] .
5. El amor fundacional
a) El matrimonio, familia que origina familia
Constituye un principio clásico, normalmente aceptado, que lo que ha dado origen a una realidad (su causa, con palabras técnicas) es justo aquello que debe cooperar eficazmente a su mantenimiento y despliegue perfectivo.
En el caso que nos ocupa, la consecuencia es muy clara. Ninguna persona debería entrar en este mundo sino como fruto genuino de un genuino acto de amor entre otras dos personas: es decir, en una unión íntima dentro del matrimonio, como resultado directo del amor recíproco de los esposos.
El corolario educativo sonaría así: el motor de la educación de los hijos es desde el principio y seguirá siempre siendo el amor que se instaure entre los cónyuges (con toda conciencia digo cónyuges, y no padres, porque quiero referirme, justamente, al amor mutuo de los esposos en cuanto esposos… del que los hijos no son sino el resultado maravilloso y siempre gratuito, inmerecido).
Desde un punto de vista positivo, la psicología traduce esta realidad ontológica haciendo que, con mayor o menor conciencia y en consonancia con lo antes apuntado, para cumplir con su realidad de ser-familiar todo hijo ambicione introducirse en el «amor fundacional» de la familia en cuyo seno ha venido al mundo: en la corriente de amor que liga a sus padres. Cualquier otro deseo, por más que se cumpla incluso con creces, lo dejará insatisfecho, como podría mostrar con un buen montón de anécdotas, que estimo innecesarias porque cualquiera de los lectores podría acumular otras muy similares.
Lo que cualquier hijo quiere —y reitero con plena conciencia el verbo— es que sus padres se quieran entre sí. Por eso es tan difícil que un chico o una chica maduren cuando la armonía entre quienes le han dado (¡y dan!) la vida no alcanza ese mínimo capaz de asegurar que ambos están unidos por auténtico cariño.
b) Amor conyugal, amor familiar
Hace años que redacté un artículo cuyo título, bastante escueto, era el de «Amor conyugal, amor familiar». Como ya se intuye, en él intentaba mostrar que el tono de una familia (en el sentido más completo de ese término: desde la alegría y el buen humor hasta la felicidad más honda de quienes la componen) se encuentra determinado por la calidad del amor que se establezca en el interior del matrimonio.
O, desde un punto de vista aparentemente negativo, pero de enorme resonancia práctica, que, en condiciones normales, son los cónyuges los que originan, en un tanto por ciento elevadísimo, la existencia de conflictos en el hogar: no solo entre ellos, lo cual resulta bastante evidente, sino también en los hijos, entre ellos y los hijos y entre los propios hermanos.
Con bastante frecuencia, los padres acuden a un centro de orientación familiar, a los tutores del colegio o instituto, incluso al psicólogo o al psiquiatra, preocupados por un «problema» del hijo o de la hija. Pero no es raro que en la fuente de esa perturbación se encuentren ellos mismos, aunque difícilmente lo reconozcan.
De nuevo como ley general, con sus legítimas y obvias excepciones, puede hablarse de que el punto de incidencia para mejorar cualquiera de los ámbitos de una familia es el matrimonio y, dentro de él, preferentemente, el cónyuge que piensa no tener culpa alguna. O, al menos, que la acción más eficaz para salir de una situación problemática es el esfuerzo por mejorar uno mismo, para elevar la categoría de sus relaciones con el esposo o esposa y, desde ahí, las de todos los miembros de la familia, las de las familias con las que se relacionan y, en círculos concéntricos —aunque pudiera sonar exagerado— el conjunto de la humanidad[25].
Conclusión: el amor, principio y fin de toda educación
Termino con un par de ideas, expresadas casi a modo de aforismos:
a) Amar es… enseñar a amar
Si el fin de toda educación es ayudar a una persona a ejercer su libertad, a auto-conducirse hasta su propia perfección;
· y si la plenitud de cualquier ser humano (y su felicidad consiguiente) viene determinada por su capacidad de amar manifestada en obras («para este fin de amor fuimos creados», «al atardecer de tu existencia se te examinará del amor»);
· el amor no es exclusivamente el principio, sino también el objetivo supremo del quehacer educativo: educar equivale, en fin de cuentas, a amar, lo que a su vez se traduce en enseñar a amar: en hacer que cualquier persona se olvide de sí… de la única forma en que esto resulta hacedero: volcando toda su atención y su capacidad de querer en los otros.
b) Dilatar las fronteras del corazón
Desde este punto de vista cabría hacer una pequeña rectificación a la doctrina tradicional que concibe nuestro paso por este mundo como una especie de «prueba» para determinar si somos merecedores de la Vida futura. Estaríamos ante un Dios pequeño, casi raquítico. Estimo más bien que los años pasados en la tierra configuran la gran posibilidad que se nos otorga para que, al aprender a querer con hechos, dilatemos las fronteras de nuestro corazón, de modo que, al término, «nos quepa en él mucho más Dios» y seamos infinitamente más dichosos.
Cada uno puede intentarlo por sí mismo. Pero el modo más seguro y eficaz de lograrlo —probablemente el único— es el que acabo de apuntar: ponerse entre paréntesis, desaparecer en beneficio de los seres a quienes se ama.
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