La batalla de los sexos
Cuando se forma una pareja reproductora en cualquier especie dotada de mecanismos de cortejo y apareamiento cada uno de los individuos, que por lo general no están emparentados genéticamente entre sí, va a emprender una aventura en la que cada uno aportará el cincuenta por ciento de los genes de su futura descendencia. No cabe duda de que el esfuerzo femenino será superior al masculino, toda vez que a aquél corresponde no sólo la fecundación, sino también la gestación o al menos la ovoposición, así como buena parte de los cuidados de las crías.
Podría pensarse que cada miembro de la pareja tratará de multiplicar los esfuerzos para aparearse el mayor número posible de veces, incluso con otros miembros de la especie: habría entonces una tendencia a la promiscuidad que, en muchas ocasiones es frenada por la necesidad de mantenerse unidos para conseguir la supervivencia de las crías. La lucha entre el instinto promiscuo y la necesidad de establecer relaciones estables sin “cuernos”, valga el vulgarismo, ha sido definida por Trivers como “Batalla de los sexos”
Los reproductores
No todos los miembros de la especie pueden llegar a la condición de reproductores. En primer lugar hay que ser capaz de encontrar pareja, cortejarla y “convencerla” para acceder al apareamiento. Nuestra especie no escapa a estas reglas básicas del juego, pero en muy numerosas ocasiones la formación de la pareja, el cortejo, el apareamiento y el embarazo se producen en condiciones extraordinariamente positivas desde el punto de vista biológico, pero con un gran desfase con otros condicionantes sociológicos, económicos o psicológicos. Muchas gestaciones ocurren en mujeres jóvenes, en pletóricas circunstancias vitales y con padres en situaciones parecidas. Todo está en marcha para que los miembros de la pareja consigan, a veces de manera muy precoz, superar la prueba de traspasar el cincuenta por ciento de sus genes a la generación siguiente, pero nuestra especie ha descubierto la forma de actuar contra su propio feto. Más de cien mil veces al año en nuestro país el embrión termina siendo abortado.
El aborto
La Biología no juega con eufemismos ni disimula la realidad: nada de “interrupción voluntaria del embarazo”. La expresión correcta es muerte provocada del feto, es decir, aborto.
Incluso desde el más estricto punto de vista científico es necesario reconocer que nos encontramos ante un polígono de numerosas aristas y que muchas de ellas reflejan situaciones extraordinariamente dolorosas para la madre gestante que toma la decisión de abortar. No entremos en ellas porque pretendemos no abandonar el terreno de la biología, y en el mismo debemos reconocer el aborto como algo extraordinariamente aberrante e imprevisible en los caminos de la evolución.
Cuando dos miembros reproductores de nuestra especie están a punto de conseguir el mayor éxito que puede alcanzar un individuo, desde el punto de vista biológico, durante su ciclo vital, el traspaso de sus genes a la generación siguiente, al menos uno de ellos, la madre, lamentablemente presionada por mil circunstancias, extrabiológicas casi todas ellas, decide dar el paso atrás y negarse a sí misma la perpetuación de los genes implicados en el costoso proceso de la gestación.
Volvamos a recordar que la madre invierte muchos más recursos biológicos que el padre y que ella es por tanto quien más arriesga y quien resulta más perjudicada. Tras un aborto es muy posible que las circunstancias de su vida le proporcionen nuevas oportunidades de maternidad, pero en el futuro tendrá que volver a hacer una nueva inversión muy costosa para llegar al punto en que perdió al hijo que esperaba. Las “cicatrices” psicológicas pueden ser aún más dolorosas que las somáticas, de manera que en el aborto la frustrada madre sufre siempre una batería de dolorosas secuelas
Aborto, Biología y Selección
A riesgo de sorprender a los lectores digamos que no es nuestra especie la única capaz de provocarse el aborto. El llamado “Efecto Bruce” se refiere a sustancias hormonales producidas por algunos ratones que pueden inducir a la hembra a abortar, pero sólo si sus embriones proceden de machos diferentes al que fue su compañero durante el apareamiento. Un brutal mecanismo anti-promiscuidad que evita que machos excesivamente crédulos puedan implicarse en la crianza de camadas que han sido fecundadas por machos que han aprovechado un descuido suyo. La Biología presenta ejemplos verdaderamente curiosos, como esta “venganza del macho engañado”.
En cualquier caso el aborto implica un importante castigo genético para quienes lo practican, tanto a nivel individual como colectivo, ya que quienes hacen bandera ideológica de su apología quizá no han llegado a reflexionar sobre la disminución del poder de traspaso de sus genes , como patrimonio de quienes comparten su forma de pensar o sus consignas, a las siguientes generaciones.
Si la “madre Biología” pudiera pensar y expresarse, seguramente exclamaría ¡Están locos estos humanos!
Via: VIDA SV