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jueves, 23 de febrero de 2012

►La vigilancia. Objeto y normas de la misma por Champagnat

Consejos, lecciones, máximas y enseñanzas de San Marcelino Champagnat sobre la vigilancia como parte esencial en la educación de los niños.



CAPÍTULO XL
LA VIGILANCIA. OBJETO Y NORMAS DE LA MISMA 

/. Cuatro máximas del Padre Champagnat

1. El hermano es el ángel custodio de sus alumnos.

La inocencia es el primero de todos los bienes y el más preciado de todos los dones. En la estima de Dios, un niño que no ha perdido la inocencia bautismal, vale más que todos los reinos de este mundo. Pero a esta delicada inocencia la cercan enemigos que han jurado su ruina, y el niño ignora cuánto vale su preciosa virtud: la lleva en vaso frágil (2 Co 4, 7), sin conocer los peligros que corre ni los lazos que le tienden por todas partes para hacerle caer y arrancarle su tesoro.

Pues bien, no siendo el niño capaz de conservar por sí solo ese bien de valor infinito, Dios ha confiado su custodia al educador cristiano y se lo ha entregado en depósito, para que lo guarde y defienda. Te he puesto a ti por centinela de la casa de Israel (Ez 33, 7), es decir, en el grupo de niños que tienes misión de educar. Al comentar este pasaje, san Juan Crisóstomo dice: «Igual que se coloca al centinela en la atalaya para observar de lejos los movimientos del enemigo y evitar que sorprendan al ejército que acampa en la llanura, así a los encargados de la guardia e instrucción de los niños, se les comisiona, por encima de todo, para vigilar atentamente las maniobras del enemigo, para alejar de ellos los lazos y peligros que les tiende el demonio con el fin de hacerles caer en sus redes». «El maestro asegura Rollin es el ángel custodio de los niños y, mientras estén bajo su dirección, no puede dejar un solo instante de responder de su conducta».

«De cada uno de vosotros agrega el beato de la Salle al dirigirse a sus hermanos puede afirmarse que es obispo, a saber, celador de la grey que el Señor le ha confiado; por consiguiente, tiene estricta obligación de velar por todos los que la forman».

Un hermano debe tenerse por alcaide de un alcázar asediado por el enemigo, y que no se concede un momento de reposo por miedo a que se lo tomen; o timonel que no para de alzar la vista a las estrellas para seguir el rumbo, y bajarla hacia el mar para descubrir los posibles escollos en los que la nave ¡ay! podría dar al través y zozobrar; o también, pastor que no puede permitirse el menor descuido mientras una manada de lobos acecha al rebaño, y que toma todas las precauciones para apartar a las ovejas de pastaderos peligrosos. Puede incluso aprender del enemigo, al ver lo que brega el demonio, cuya vigilancia es tan funesta como útil resulta la del educador. El enemigo de la salvación no pierde de vista a esos tiernos niños; les sigue a todas partes, no cesa de atisbar las ocasiones de sorprenderlos. ¿Tendrá un religioso menos celo para la salvación de estos muchachos, que el desplegado por ese monstruo para su perdición? ¿Podrá vivir tranquilo, mientras el león rugiente anda girando a su alrededor para devorar a unas almas puestas en sus manos por descuido culpable?

2. Dios pedirá al educador cuenta de los niños que le ha confiado. 

La vigilancia es una de las cosas más importantes en la educación de los niños. Es uno de los deberes más imperiosos del maestro, obligación cuyo descuido puede acarrear las consecuencias más funestas: los que se desentienden de ella, se exponen a los castigos más terribles.
«Si la falta de vigilancia enseña Rollin da al enemigo, que anda siempre girando alrededor de los niños, ocasión de arrebatarles el tesoro precioso de la inocencia, ¿qué podrá contestar el maestro, cuando Cristo le pida cuenta de esas almas y le eche en cara el haber velado menos por guardarlas que el demonio por perderlas?. Te pediré cuenta de su sangre (Ez 33, 8) dice el Señor, de las almas que has dejado perecer. Y por el mismo profeta nos avisa: Si el centinela viere venirla espada y no sonare la bocina, y el pueblo no se pusiere en salvo, y llegare la espada y quitare la vida a alguno de ellos, este tal verdaderamente por su pecado padece la muerte, mas yo demandaré la sangre de él al centinela (Ez 33, 6). Al confiar un niño al maestro, Dios le dice lo que Jacob a sus hijos cuando dejó en sus manos a Benjamín: «Juradme que responderéis de este muchacho; os pediré cuenta de él y, si no me lo devolvéis sano y salvo, consentís en que jamás os perdone tal falta».

«Vuestros niños dice san Juan Crisóstomo son el depósito que se os confía; daréis cuenta de ellos a Dios; velad solícitos sobre su conducta, sus pasos, compañías, amistades, y no esperéis perdón de Dios, si no cumplís ese deber».

3. La vigilancia ha de ser una de las primeras cualidades del religioso educador. 

El sentido de la vigilancia, atención y exactitud han de ser notas características del educador. «Entre las virtudes de un buen maestro dice Rollin la vigilancia y la solicitud son primordiales; nunca las extremará demasiado, con tal de que las ejerza sin estrechez ni afectación».

No debe el hermano reducir a la clase la vigilancia de los alumnos; con ojo avizor ha de seguirlos a todas partes: fuera, dentro, en el recreo, en clase, en las calles, en la iglesia, de día y de noche. La vigilancia de un buen maestro jamás dormita y, por temor de que el demonio arrebate a esos niños tan estimados el tesoro de la inocencia, vela sobre ellos en todo tiempo y lugar. Sabe que, mientras dormían los criados del agricultor, llegó su enemigo y sembró la cizaña que había de ahogar al buen trigo. Sabe que Sansón cayó en manos de los filisteos porque Dalila consiguió adormecerle para entregárselo. 

Sabe que, si duermen los pastores, se alegran los lobos, «y entonces como dice san Ambrosio es cuando el taimado tentador hace alguna de las suyas, al amparo de la incauta seguridad del custodio».. Sabe que el demonio, cual león rugiente, anda siempre girando alrededor de los niños para devorarlos. y que, para corromperlos, tan sólo espera el primer momento de descuido por parte del pastor. Sabe que el niño es crédulo, confiado, sensible, blando, de máxima plasticidad para recibir toda clase de impresiones, presa fácil de cualquier seducción; por consiguiente, que necesita continua vigilancia y dirección; le sigue, pues, y le endereza por el camino del bien. Sabe que el tiempo de las recreaciones en una escuela en que hay niños que vigilar, no es tiempo en que sea lícito entregarse a la ociosidad o a la diversión, sino que entonces ha de ejercer mayor celo y actividad. Y así, aunque no aparente observar, se da cuenta de todo: palabras inconvenientes o groseras, relaciones peligrosas o demasiado íntimas, señas equívocas, evasiones furtivas, coloquios prolongados, molicie en los juegos; en una palabra, todo lo que pueda ofender a la honestidad. Ve todos esos peligros y muchos más, y permanece sin cesar entre los niños para ponerlos en guardia contra esos lazos y hacérselos evitar.

Tal vigilancia ha de abarcar a todos los alumnos, todos sus sentidos y acciones, de modo que aleje hasta la idea del mal por la imposibilidad de realizarlo. Decía el Señor a santa Magdalena de Pazzi: «Procura, conforme a tu empeño y la gracia que yo te dé, tener tantos ojos cuantas sean las almas que se te confíen».. Ocurre igual con cada religioso educador; ha de tener tantos ojos como alumnos, para no olvidar a uno solo, para que ninguno quede entregado a su capricho, y para que los actos, las palabras y hasta los pensamientos de todos los niños puestos bajo su custodia, se le revelen como por influencia misteriosa.

4. Sin dicha vigilancia es imposible preservar las buenas costumbres de los niños. 

«La juventud es fogosa», dice san Juan Crisóstomo. Nunca se tomarán excesivas precauciones ni se le aplicará demasiado apoyo y vigilancia para defenderla contra su propia fogosidad. Si deseáis que conserve la inocencia, no escatiméis avisos, reproches ni principio alguno de autoridad de que podáis serviros.
Por muy buenas prendas y óptimas disposiciones de que estén dotados vuestros alumnos, vigiladlos día y noche, no les dejéis hacer lo que quieran; de lo contrario, no esperéis conservarlos puros.
En efecto, el vino más generoso, si no se le adereza, se avinagra; los frutos más exquisitos degeneran en cuanto se deja de cultivar y escamondar el árbol; el rebaño de pelo más lucido empieza a adelgazar en cuanto le falta la solícita vigilancia del pastor. Sin cuidados asiduos no esperéis conservar el corazón del niño en la inocencia, virtud tan preciosa y delicada, tan importante para su dicha no sólo eterna, sino aun temporal; tan necesaria para su progreso en la piedad, en los estudios, e incluso para su salud y su vida.

Sin vigilancia asidua, el niño ha de adquirir, sin que lo advirtáis, la ciencia del mal; ciencia que, cual hálito pestilente emanado del infierno, abrasa y devora la flor de la pureza en el momento mismo en que se abre el capullo; ciencia que corrompe y degrada el carácter mejor dotado; ciencia que hace contraer hábitos deplorables, que tal vez el niño nunca sea capaz de corregir; ciencia que, ya desde la flor de la edad, prepara todos los excesos del libertinaje y el desenfreno, para acabar en vejez roída de achaques y muerte bochornosa. Ahora bien, ¿qué se precisa para arruinar esa hermosa inocencia y acarrear tantas desdichas? Tan sólo un instante de descuido. Basta una chispa para causar tal incendio, y el corazón del hombre prende como la pólvora. Una mirada bastó para hacer de David un adúltero y un asesino. Una conversación, un paso imprudente, una intimidad sospechosa, una salida del aula, un momento de ausencia de un recreo durante el cual los niños han quedado solos, abandonados a su albedrío: tales son, demasiado a menudo, las primeras y únicas causas de la ruina de muchos jóvenes.


//. A qué ha de aplicarse particularmente la vigilancia.

El fin principal de la vigilancia es apartar del niño todo lo que pueda entorpecer su educación; prevenir las faltas alejando las ocasiones en que pudiera verse arrastrado a cometerlas, impedir que prenda en él el fuego de las pasiones quitándole cuanto pudiera darles pábulo, cerrar la entrada en su mente a los pensamientos peligrosos alejando de él cuanto pudiera sugerírselos.

Pero particularmente se han de vigilar: 

1. Las amistades.

«Las amistades aviesas son el origen más natural y la causa más corriente de la corrupción», afirma el cardenal de la Lucerna.
La intimidad excesiva de dos muchachos, especialmente si hay entre ellos cierta diferencia de edad y ninguno de los dos es muy virtuoso; el empeño en andar uno tras otro y colocarse juntos en clase o fuera de ella, en lugares alejados de la inspección del maestro; sus gestos y ademanes en la conversación, una sonrisa, un guiño, una inmodestia apenas perceptible, son otros tantos indicios de que pudiera haber entre ellos algo turbio. En semejantes casos, sin manifestarles lo que se sospecha, se les aconsejará que prescindan de esas familiaridades y observen más recato. Por la actitud con que reciban la advertencia y la pongan en práctica, se podrá ver lo que llevan dentro. Hay que seguir vigilándolos sin perderlos de vista un instante.

Para impedir que se traben esas amistades, o para acabar con ellas, procuren los hermanos hacer cambiar de puesto con frecuencia a los alumnos y mantener dispersos en las aulas, dormitorio, capilla o iglesia a los muchachos de la misma región, barrio o calle, y a los propensos a esa clase de intimidad. Cuiden también de que en recreos y salidas no se junten demasiado dichos colegiales; echen mano, para ello, de cautelas o razones plausibles para mantenerlos separados y lograr que anden y jueguen con otros.

2. Los modales.

Los modales manifiestan de ordinario lo que son las personas. Un muchacho sorprendido a menudo en postura sospechosa, particularmente si por ello se sonroja y adopta en el acto una actitud correcta, ha de ser reprendido y hay que seguirle muy de cerca. Póngase mucho empeño en que los niños adquieran el hábito de la actitud correcta y de los modales urbanos y decentes. Se les han de explicar las normas del recato y acostumbrarles a ponerlas en práctica.

En clase habrán de mantener el cuerpo recto, no doblado, con las manos encima de la mesa y los pies casi juntos. En los recreos y salidas hay que exigirles que vistan siempre con decencia, que no lleven las manos metidas en los bolsillos del pantalón y que sus prendas de vestir estén convenientemente abotonadas. Cualquier actitud que se aparte de estas normas y otras que se hayan dado y han de recordarse con frecuencia, cualquier gesto o indicio de pasión ha de ser reprimido e incluso castigado.

3. Los alumnos aviesos.

Las enfermedades contagiosas se propagan por la comunicación. Un solo muchacho vicioso, cual fermento putrefacto, puede corromper una clase, todo un centro escolar: es epidemia que cunde rápidamente y lleva la infección y la muerte a cuantos se le acercan. ¡Ay!, ¡a cuántos niños de buena índole, dotados de inclinación a la virtud, pertrechados con principios religiosos adquiridos en la familia o en la escuela, se les ha visto perder todo eso por haberse arrimado a un compañero vicioso y corruptor!.. Por tal razón, es norma de inspección importantísima, no tolerar de ningún modo y nunca, en un centro de educación, a un alumno que pueda pervertir a los demás. En esos casos siempre se ha de expulsar al alumno peligroso e incorregible.

Para convencerse de ello, basta cambiar el punto de aplicación y preguntar si se dejaría entre los demás niños a uno atacado por cualquier enfermedad contagiosa. ¿Es tal vez menos peligroso el contagio de los vicios y tiene consecuencias menos graves? ¿Puede un educador religioso acallar la conciencia alejando el pensamiento, tan espantoso como exacto, de que Dios le pedirá un día cuenta de todas las almas que se hayan perdido en su escuela porque, dejándose llevar de miras interesadas, de excesiva complacencia o flojedad, no arrojó de ella a los corruptores?

«No toleréis dice mosén de la Salle a los libertinos entre vuestros colegiales; es menester que la virtud y las buenas costumbres sean el patrimonio de todos vuestros alumnos, si deseáis que os bendiga Dios nuestro Señor y os otorgue la prosperidad de la escuela».

4. Las palabras, las preferencias, las inclinaciones.

Jesús en persona nos avisa: De la abundancia del corazón habla la boca (Mt 12, 34). Un alumno de corazón corrompido no dejará de revelar algo en sus palabras, y el maestro vigilante, que todo lo oye y pesa, que se da cuenta de todo, verá pronto quiénes necesitan vigilancia especial a ese respecto. Se ha de castigar severamente cualquier palabra equívoca, indecente o demasiado libre.
El niño propenso a la molicie, a lecturas frívolas o peligrosas, a la gula, a prontos de arrebato y cólera, ha de ser objeto de estrecha vigilancia: semejantes tendencias anuncian costumbres más que sospechosas. Dígase igual de los que andan en busca de perifollos y no cesan de contemplarse en el espejo, ostentando una cabellera relamida. Cuenta monseñor Dupanloup que un hombre de mucha experiencia le decía: «Un colegial que empieza a peinarse con afectación y cuida la corbata, se está volviendo, con toda seguridad, mal estudiante, y en la mayoría de los casos, su honestidad empieza a decaer».

Los niños disimulados, taciturnos, a los que no les gusta jugar, que se retraen y andan de acá para allá cuchicheando, huyendo siempre de la presencia del maestro, son por lo general muchachos corrompidos; si no se toman precauciones, pronto llegan a ser la peste de un centro de educación. Esa clase de alumnos ha de ser objeto de singular vigilancia; sin ésta, sus bajos instintos se desarrollarán velozmente y sus vicios se propagarán como un incendio.

5. Todo lo que pueda representar un peligro para la virtud de los alumnos.

La inocencia es flor que sólo vive de precauciones. Para conservarla en los niños, es menester que vuestra asidua vigilancia levante a su alrededor una especie de muralla que impida llegue hasta ellos nada que pueda mancillar su pureza, que los aleje de cuantas ocasiones puedan serles nocivas. El remedio más eficaz, el único seguro contra las tentaciones debéis de saberlo por experiencia personal es alejarse de ellas. De nada servirá a los alumnos aconsejarles que sean buenos y huyan del pecado, si les facilitáis las ocasiones de verlo y cometerlo. Para mantener a régimen al convaleciente hambriento, no se le arrima a una mesa opíparamente servida; ni se derriba la tapia de un huerto para poner un simple aviso: «No robar». Debéis, por consiguiente:

• Alejar de la mente de los niños cualquier idea impúdica, todo lo que pueda sugerirles el pecado o causarles una impresión perturbadora.

• Velar sobre ellos tan solícitamente, que sin cesar estéis al tanto de lo que hacen, dicen, quieren y desean.

• Registrar de vez en cuando los anaqueles, pupitres, baúles y demás muebles o lugares donde guardan los enseres, para ver si no hay en ellos libros perniciosos, canciones, grabados u otros objetos nocivos para las buenas costumbres. El muchacho sorprendido en la ocultación de tales objetos, ha de ser castigado e incluso despedido, si reincide y anda 
prestándolos y propagándolos entre los compañeros.

• Evitar, cuando se les lleva de paseo, el tránsito por lugares en que estén expuestos a ver escenas y oír palabras que puedan escandalizarlos o sugerirles la idea del mal.

6. El propio educador ha de velar sobre sí mismo, para guardar:

• Singular reserva en las palabras, con el fin de evitar cualquier dicho no sólo inmoral, sino aun atrevido o imprudente.

• Gran recato en todas las acciones, gestos y modales, de manera que nada pueda lastimar la más estricta modestia.

• Continua atención para portarse de modo que todo en él edifique sirva de ejemplo de virtud para los niños.

• Puntualidad para entrar en clase a la hora exacta y estar siempre con los alumnos en el recreo y doquiera se necesite vigilancia.

No se puede negar que una vigilancia tan minuciosa y continua es penosa; pero es absolutamente indispensable; si no se mantienen bien cerrados, con atenta solicitud, todos los portillos por donde pueda penetrar el contagio del vicio, la serpiente se colará por un resquicio insospechado. ¡Cuántos niños, ¡ay!, se han echado a perder por descuido en la vigilancia!
Ésta no concierne sólo al encargado de ese oficio. Es labor de todos los hermanos; nadie puede, en conciencia, desentenderse por completo de tal cometido, fiado del vigilante principal; todos han de ayudarse mutuamente, todos han de hacerse cargo de la conducta de todos los alumnos, sea cual fuere el curso al que pertenezcan. Cualquier hermano que permite se cometa el mal, por descuido en la vigilancia y por no reprender a los que sorprende en falta, se hace reo de ese mal; en el día del juicio responderá ante Dios de los pecados que dejó se cometieran y de las faltas toleradas, aunque los niños no fueran de su clase.

Nada, pues, podrá dispensar a un hermano de la vigilancia de los niños: si la descuida, ha de declarar en la confesión esa falta, que puede a veces ser grave.


///. Normas para una vigilancia eficaz.

1. La vigilancia es una de las dotes fundamentales del educador de la juventud. Ha de extenderse a toda la clase, a cuanto en ella ocurra y a cada alumno en particular.

2. La atención del hermano jamás debe dejarse absorber exclusivamente por un objeto, o por el ejercicio que se esté realizando. Así pues, al explicar una lección o corregir una tarea, o en cualquier otro caso, ha de prestar atención general a toda la clase, para dirigir y regular cuanto en ella se hace, para guardar el orden y la disciplina, manteniendo a cada uno en la debida ocupación. Quien no sea capaz de ejercer simultáneamente esa doble atención, la general sobre el conjunto de la clase y la particular aplicada a cada ejercicio que en ella se está realizando, y se deje absorber por un objeto único, no es apto para la enseñanza: es de temer que en su aula se cometan muchos actos reprensibles de los que nunca va a enterarse.

3. Durante la clase, el hermano permanecerá todo el tiempo en la cátedra, salvo durante la lección de caligrafía y pocos casos más. Es la única manera de dominar siempre a los niños con la vista y darse cuenta de lo que hacen. Pasear de arriba abajo por el aula es una imprudencia que acarrea graves inconvenientes: sabido es que los muchachos aprovechan el momento en que el maestro no les ve porque les ha dado la espalda, para disiparse, hablar, hacerse guiños y otros gestos, desordenarse y malearse mutuamente.

4. No saldrá del aula sin grave necesidad y, en este caso, nombrará siempre a un sustituto capaz de mantener el orden, procurando estar de vuelta cuanto antes. Quien, por menos de nada, sale del aula para tratar con los padres de los alumnos o por cualquier otra razón, puede estar seguro de que abandona a los niños y abre la puerta para que entre el demonio y les lleve el contagio de los vicios.

5. Nunca ha de olvidar que en clase está exclusivamente para provecho de los niños y que ha de consagrar todo ese tiempo a su instrucción y educación. Por consiguiente, jamás debe ocuparse de sí mismo ni entregarse a labor alguna que pueda desviarle la atención debida a los alumnos o impedirle ver por sus propios ojos lo que ocurre en la clase.

6. No pierda de vista a los niños puestos en corro para dar las lecciones de memoria, o frente al encerado para la aritmética, o también delante de los mapas; oblíguelos a permanecer con los brazos cruzados o a sostener el libro con ambas manos y no salirse de su sitio. Ponerse en medio de un corro para tomar las lecciones o entregarse tan de lleno a una demostración aritmética, que se pierda de vista al conjunto de los alumnos, es ser imprudente y dar lugar al enemigo de la salvación para que tienda lazos a la inocencia.

7. Redoble la atención sobre toda la clase y cada niño en particular durante las distintas evoluciones y cambios de ejercicios. Para no distraerse en esos momentos, procure no hablar con nadie ni ocuparse de nada extraño al ejercicio que se va a realizar.

8. Exija que los niños permanezcan sentados en su puesto y no les deje salir de él sin permiso.

9. Manténgalos ocupados constantemente: es la única manera de conseguir silencio, orden y disciplina, y de preservarlos del mal.

10. Ponga el mayor empeño en que los alumnos regresen a casa ordenadamente, de dos en dos, y que no se detengan en las calles. Es un punto de suma importancia: de sobra se sabe que al ir a la escuela o al regresar a casa es cuando los muchachos se pervierten y se contagian unos a otros.

11. Cada grupo formado tenga un monitor que apunte qué alumnos se han apartado del deber, y el hermano pídale diariamente cuenta de la conducta de cada uno. «Los religiosos y clérigos prescriben las actas de los concilios de Tours y de Toledo encargados de la educación de los niños, cuidarán de que estén en el mismo albergue y duerman en locales comunes, sin que el rector o el maestro les deje solos ni un instante».

12. Conforme a esas sabias prescripciones conciliares, no se dejará nunca solos a los niños internos: de día, de noche, en clase, en el recreo, en el comedor, en el dormitorio o la ropería, en cualquier parte ha de haber por lo menos un hermano que les acompañe, vigile y dirija.

13. Durante los recreos, el hermano vigilante estará siempre con los niños; pero no se pondrá a jugar con ellos ni a conversar con un grupo aparte o con los demás hermanos: ha de ocuparse exclusivamente de la vigilancia. Ponga empeño en no distraerse ni entregarse a trabajo alguno que pueda desviarle la atención que reclama el comportamiento de los muchachos.

14. Aguce el ingenio para colocarse de modo que domine con la vista a todos los niños: observarlos, escuchar lo que dicen, ver lo que hacen, mantenerlos juntos, lograr que jueguen, impedir que se manchen o rasguen los vestidos, que riñan o se causen molestias de cualquier género, ésa ha de ser la ocupación del vigilante durante los recreos.

15. En los tránsitos y corredores, al ir a clase o al dormitorio, en las calles al ir a misa o cuando van de paseo, nunca dejará a los niños detrás de sí; oblíguelos, por el contrario, a ir delante. No se ponga exactamente detrás de ellos, sino un poco de lado, para dominar toda la formación y darse más fácilmente cuenta de quiénes perturban el orden, interrumpen las filas o se apartan de ellas.

16. Bueno será proporcionar a los niños varias clases de juegos para satisfacer diversos gustos, pero no se tolere juego lucrativo alguno, ni diversión que pueda encerrar peligro para las buenas costumbres o que exija ejercicios tan violentos que comprometan la salud de los muchachos.

17. Jugar es la ocupación más útil de los niños durante los recreos; hay que lograr, pues, que todos jueguen; para ello, déseles plena libertad de elegir los juegos que prefieran de entre los permitidos. No se tolere, durante los recreos, la formación de grupos que pasen el tiempo charlando, discutiendo, o menos aún, que dos o tres anden buscando el conversar aparte.

18. Obsérvese la norma de que los mayores jueguen con los mayores y los pequeños con los pequeños. Al ir a la iglesia o salir al campo, vayan siempre juntos los mayores, y los pequeños también.

19. A ningún niño se permita apartarse, sin licencia, de donde están los otros ni ir a las dependencias: dormitorio, ropería, etc. Si se autoriza a uno para ir a esos lugares, procúrese que no esté allí solo con otro.

20. Para los paseos, es necesario:
• Determinar de antemano la meta, el tiempo, el orden y la conducta que los alumnos han de observar.

• Exigir, al ir y al volver, que los niños guarden la formación, que no griten, que ninguno se adelante a los demás o se rezague.

• Fijar bien, cuando se ha llegado al punto de parada y juego, los límites del terreno que a nadie será lícito traspasar.

• Extremar la vigilancia para que ningún muchacho se aparte del grupo, se esconda tras de los setos o se adentre en los bosques o los trigales.

• Impedir que los niños tiren piedras, o bolas de nieve en invierno, corten ramas, roben fruta, pisen los sembrados; en una palabra, que causen perjuicio a nadie.

21. Generalmente durante los paseos, si no hay vigilancia asidua, es cuando más se amistan los muchachos, se hacen más confidencias, se comunican el mal espíritu, los defectos, y se enseñan el mal unos a otros. Por eso hay que reforzar entonces la vigilancia. Si hay varios inspectores, no deben estar juntos, sino ponerse en distintos lugares, para tener más al alcance de la vista a los niños y poder oír lo que dicen.

22. A no ser que les acompañen parientes próximos, los niños no saldrán a la población. No es prudente dejarlos salir con primos o primas, ni menos con paisanos o compinches que vinieren a verlos.

23. Haya siempre un hermano en el dormitorio cuando se acuestan o levantan los alumnos. Procure que todos observen las reglas de la decencia y recato al vestirse, desvestirse o mudar la ropa interior.

24. No se vistan nunca los niños encima de la cama, sino al pie de la misma, del lado derecho y de cara a la pared.

25. Un hermano vigilará los retretes cuando vayan a ellos los muchachos antes de acostarse o al levantarse, así como en cualquier momento del día en que muchos alumnos concurran a dichos lugares.

26. Conviene que tenga cada clase un excusado; las de párvulos que sean numerosas debieran incluso tener dos. Cuídese de que nunca se hallen dos niños en la misma garita, que guarden silencio en esos lugares comunes, que no se demoren en ellos y que las salidas durante las horas de clase estén bien controladas.

27. No se tolere familiaridad alguna entre mayores y pequeños. Ciertos modos de jugar, como agarrarse y echarse unos encima de otros, etc., tampoco han de permitirse, porque degeneran fácilmente en actos peligrosos.

28. No se confíe un párvulo, necesitado de alguna ayuda especial, a uno de los mayores, porque son éstos precisamente los que malician a los otros.
Concluyamos. Con todo y tener que sujetar a los niños dentro del deber, un hermano que posea el verdadero espíritu de su profesión, sabrá compadecerse de su debilidad: con tal fin, les hablará siempre bondadosamente, les reprenderá con indulgencia y les dejará prudente libertad, para conocerlos mejor.

Por otra parte, si la vigilancia debe ser solícita y continua, no ha de mostrarse inquieta, desconfiada, perpleja ni acompañada de conjeturas sin fundamento, en cuyo caso podría llegar a ser injusta, contraria a la caridad e irritante para los niños, que lo notarían fácilmente.

La inspección ha de ser sosegada, serena, sin coacción ni remilgos; llévese a cabo con sencillez y naturalidad, de modo que los alumnos no vean que se les cela estrechamente, y se convenzan de que se está con ellos más bien para prestarles servicios que para vigilarlos.

Llevada así, la vigilancia ganará mucho y se acercará a la perfección. Por lo demás, nada se ha de omitir para alcanzar tal meta. No se extremen, pues, las precauciones, no sea que, al pretender la preservación de las buenas costumbres, los niños caigan en la disimulación e hipocresía, por creer que se desconfía de ellos.

 Fuente: maristas.com.ar 

►Instrucción sobre la disciplina según Marcelino Champagnat







Consejos, lecciones, máximas y enseñanzas de San Marcelino Champagnat para apreciar la disciplina, su dignidad e importancia y del cómo adquirir la autoridad con los alumnos.

CAPÍTULO XXXIX 

INSTRUCCIÓN SOBRE LA DISCIPLINA

Un jueves salimos de excursión por los montes del Pilat. Tras haber habla. do de muy distintos temas, los hermanos más formales se pusieron a discutir sobre los medios de atraer a los niños a la escuela y aficionarlos al estudio.

Lo que mejor resultado me da afirmó uno son las recompensas. Con un punto bueno, una estampa, una remisión, consigo lo que quiero de los niños y me comprometería a llevarlos al cabo del mundo.
Pues a mí continuó otro la emulación me parece el medio más adecuado: en cuanto se logra establecerla, ya no les cuesta nada el trabajo a los niños, el estudio les resulta ameno y se entregan gustosos a él.

Yo opino añadió el tercero que las dotes del profesor y su abnegación valen más que todo eso.
Pues yo creo hubo quien replicó que para atraer a los niños a la escuela, no hay nada tan bueno como las hermosas muestras de caligrafía y los diseños lindamente perfilados.

Entonces, el venerado padre, que había estado escuchando la discusión, nos dijo:
Todos esos recursos son buenos, pero no bastan, ni aun empleándolos todos a la vez, si no están sostenidos y reforzados por una disciplina a la vez recia y paternal.

Algunos de vosotros no tenéis el debido aprecio de la disciplina, ni comprendéis bien su dignidad e importancia. Es más, hay quien se imagina que aleja de la escuela a los niños, cuando es lo contrario: la experiencia está demostrando cada día que un centro escolar en el que reina un orden perfecto, gusta a los niños y se gana el aprecio de los padres. Es natural: el orden agrada a todo el mundo, y a nadie agrada el desorden. Los niños están contentos y se hallan a gusto en una escuela donde hay disciplina, mientras sufren y aborrecen el estudio en una clase desordenada. En las aulas, la carencia de disciplina es igual que la pasión dominante en las personas: origen de todos los males, causa directa o indirecta de todas las faltas que se cometen. La falta de disciplina compromete o, más bien, desbarata todos los demás medios de conquistar a los niños para Dios y atraerlos a la escuela.

La disciplina, en mi opinión, es tan necesaria que, sin ella, no hay instrucción ni educación posibles. Por eso Platón, aun siendo pagano, llegó a decir que toda la fuerza y el éxito de la educación estriban en una disciplina bien ordenada.

Expongamos ahora brevemente los felices resultados de la disciplina:

1. Es gloria y prez de un centro de educación y le atrae alumnos. La gente se deja cautivar fácilmente por las cosas exteriores, y juzga de la educación de una escuela por la disciplina que en ella observa. Una disciplina vigorosa llama la atención y gusta a todo el mundo, gana la estima y confianza del público, y basta a menudo ella sola para dar fama a la escuela y atraerle alumnos.

2. Es prenda de instrucción sólida y adelanto, pues guarda las buenas costumbres de los niños y mantiene el orden y silencio en el aula; es acicate de la pereza por medio de la emulación que establece y el cuidado que pone en no permitir a ningún alumno el eludir los deberes comunes, y en asegurar el buen empleo del tiempo. La clase disciplinada y fiel al horario establecido es siempre una clase diligente, un plantel de alumnos ejemplares

3. Fomenta la piedad de los alumnos. Con tal fin vela por el cumplimiento de los deberes religiosos, exige que los niños estén con reverencia y recato durante la oración, que contesten clara y devotamente; destierra cualquier palabra o acto que pueda ofender a la fe, debilitar el respeto debido a la religión y la fidelidad a las prácticas de devoción cristiana.

4. Conserva la honestidad de los alumnos y, por ende, su salud corporal; al ejercer sobre ellos vigilancia continua y no dejarlos nunca solos, los preserva de las malas compañías, de la pereza, y los mantiene siempre ocupados.

5. Inspira a los niños buen espíritu, porque les hace reverenciar a los educadores, luchar contra los defectos y pasiones, y les infunde docilidad, confianza, amor recíproco y todas las virtudes que acompañan al espíritu de familia.

6. Previene las faltas de los alumnos y ahorra castigos. Cuanta más disciplina hay en un aula, menos penitencias hay que imponer a los niños. Los maestros más flojos de carácter y los que no quieren molestarse en mantener el orden mediante la vigilancia, la asiduidad y exacto cumplimiento de las normas reglamentarias, son los que maltratan a los niños.

7. Da temple a la voluntad del niño, y fuerza para resistir al mal y luchar contra las inclinaciones torcidas; le dispone para la práctica de la virtud, logra que adquiera el hábito de cumplir con el deber y le infunde docilidad a las inspiraciones de la gracia. ¿Cuál es la causa de que, hoy día, la mayor parte de los hombres sean volubles, sensuales, no sepan negarse nada ni puedan tolerar nada que contraríe a la naturaleza? Es que les han educado sin disciplina, no les han enseñado a obedecer, a gobernarse, a imponerse algo de violencia y combatir las malas inclinaciones. Mantener al niño bajo una disciplina a la vez vigorosa y paternal, acostumbrarle a obedecer, es prestarle el mejor servicio.

8. Protege la salud del maestro. En un aula disciplinada, los alumnos escuchan con atención y el maestro ahorra el tener que repetir muchas veces las mismas explicaciones y esforzar la voz, saliendo así muy favorecidos los pulmones. En una clase debidamente disciplinada, el orden, la calma, la paz y el buen espíritu que allí reinan, aseguran al maestro una serenidad ideal, preservándole de enfados y distintas penas morales que le agotan las fuerzas y la salud. En una palabra, en la clase disciplinada, los enojos son cien veces menores, y los consuelos cien veces mayores que en la clase desordenada. No es difícil, pues, comprender que la disciplina ahorra fuerzas al maestro y le protege la salud.
Vengamos ahora a los medios para alcanzar esa disciplina vigorosa y paternal que da resultados tan felices.

La disciplina paternal y religiosa sin la cual no pueden darse la educación de la voluntad ni el desarrollo de las facultades del niño es fruto de la autoridad moral.

Hay dos clases de autoridad: la autoridad de derecho y la moral.

La primera es la que el cargo confiere. No se precisa más para obtener disciplina y formar cuadros militares, pero es incapaz de formar cristianos. Son tres las atribuciones de esta autoridad: dar órdenes, castigar y premiar. Ahora bien, en una escuela no se trata de dominar a los niños por la fuerza, sino de formarlos en la virtud y someterlos al deber mediante el sentimiento religioso y el freno de la conciencia. Aquí, la autoridad de derecho con sus tres atribuciones de mandato, castigo y premio, no es más que un medio muy secundario de conseguir disciplina. Y si se hace uso indebido de dicha autoridad, es decir, si uno se sirve de ella sin reflexión, de modo imprudente y con rigor excesivo, irrita a los alumnos, les infunde mal espíritu e introduce en el aula malestar y desorden.

La autoridad moral, la que de veras educa al niño, es la influencia que el maestro ejerce sobre los alumnos por su virtud, capacitación, conducta ejemplar y gobierno prudente. Esta autoridad se atrae el respeto, estima, confianza, amor, agradecimiento, sumisión, temor de disgustar y deseo de complacer al maestro.

¿Cómo se adquiere?

1. Con virtud y conducta ejemplar.

2. Con la aptitud profesional y la entrega a la instrucción de los niños. Ciro el Joven preguntó a su abuelo Artajerjes, de qué medios podría valerse para someter a los pueblos y ganarse su estima y cariño. «Demuéstrales siempre le contestó que eres el hombre más virtuoso e idóneo: entonces los pueblos se te han de someter sin dificultad».

3. Actuando con la razón, el buen criterio y el sentido práctico. Virtud, razón e idoneidad empuñan el cetro del mundo y señorean en todas partes; nadie se niega a someterse a su imperio; por eso dijo un autor antiguo: «Siempre es el hombre más virtuoso y razonable el que gobierna; impone la ley sin pretenderlo; todos aceptan su opinión y se rinden a su autoridad sin darse cuenta».

4. Mediante la seriedad, la modestia, la moderación y el recato en las relaciones con los alumnos, y el empeño en respetarlos y hacerse respetar de ellos.

5. Velando por que no asomen los propios defectos, faltas, imperfecciones e incapacidad.

6. Con el uso muy moderado de castigos y premios, y el esmero en evitar cualquier acto de rudeza o de severidad excesiva.

7. Con un modo de obrar tan prudente y atinado, que jamás dé pie a los niños para criticar con razón al maestro.

Así es como se adquiere autoridad moral. Solamente ella educa, sólo ella puede lograr que los niños lleguen a ser caballeros cristianos.

No hay suficiente autoridad moral cuando el maestro no consigue el respeto, la docilidad y el cariño de los alumnos. Es indudablemente floja, cuando los alumnos no tienen la convicción de que el maestro es hombre virtuoso, idóneo y razonable, y de que les quiere con amor de padre.

Otra señal de autoridad muy floja es la falta de respeto para con los monitores o sustitutos ocasionales del maestro, la carencia de disciplina cuando falta el maestro. Si veis que, en cuanto éste se ausenta, se altera el orden, es que no tiene autoridad moral sobre los alumnos y los domina únicamente por la fuerza material. En un aula semejante no hay educación posible. El maestro desempeña en ella el papel de un guardia civil.

Fuente: maristas.com.ar 

►El respeto que se le debe al niño según Marcelino Champagnat


Consejos, lecciones, máximas y enseñanzas de San Marcelino Champagnat donde da algunas consignas de cómo un educador debe tratar a un alumno.

CAPÍTULO XXXVIII 

RESPETO SANTO QUE SE DEBE AL NIÑO

I. Qué es el niño, objeto de tal reverencia
Es la más noble y perfecta de todas las criaturas visibles; «el más asombroso milagro de Dios», en expresión de san Agustín; «una maravilla», exclama el Sabio.

Es la obra maestra de las manos divinas. Su dignidad y nobleza son tales, que Dios mandó a sus ángeles que cuidaran de él, le sirvieran y guardaran en todos sus pasos. El niño es no sólo obra de las manos de Dios, es imagen y gloria de Dios (1 Co 11, 7); en él está impresa la luz del rostro de Dios (Sal 4, 7). «Tiene vigor de auténtico fuego, porque su origen es del todo celeste».

Es el lugarteniente de Dios en la tierra, con dominio sobre todas las criaturas visibles: todo ha sido puesto a sus pies, todo se ha hecho para su servicio. «Es el rey del universo, al que Dios ha coronado de gloria y honor en lo que se refiere al alma y al cuerpo dice Bossuet dotándole de justicia y rectitud original y otorgándole la inmortalidad y el imperio del mundo». Para él creó Dios ese mundo, lo conserva y pone en acción a todas las criaturas. Para su salud, satisfacción y servicio, los cielos despliegan su esplendor y giran majestuosamente en el firmamento, el sol llena de resplandor el orbe, los astros no cesan de enviar a la tierra influencias suaves y benignas, los vientos soplan, la humedad se condensa en nubes, la lluvia cae, corren los ríos, la tierra produce toda clase de plantas, los animales viven y se reproducen; en suma, la naturaleza entera trabaja para él.

2. El niño está hecho a imagen y semejanza de Dios. Como Dios, es trinidad: es un ser vivo, dotado de inteligencia, razón y amor; esas cualidades constituyen el fondo de su naturaleza. A semejanza del Padre, tiene el ser; a semejanza del Hijo, tiene la inteligencia; a semejanza del Espíritu Santo, tiene el amor; a semejanza del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, en el ser, en la inteligencia y en el amor, tiene una sola felicidad y vida. Nada se le puede quitar, sin quitárselo todo.

Creado a imagen de Dios, posee, para conocer, una inteligencia de capacidad casi infinita. Cuanto más aprende, más capaz es de aprender: puede abarcar con su inteligencia un mundo entero e imaginar una infinidad de otros mundos. Conoce las cosas materiales y las del espíritu; las cosas creadas y la esencia de Dios; todo lo penetra; discurre acerca de todo y, por inducción, infiere las cosas más secretas. Su memoria es una enciclopedia de un sinfín de conceptos, «cual sala inmensa en la que se contienen cielo, tierra, mar y cuanto se conoce», dice san Agustín. Su voluntad puede adherirse a toda clase de bienes, incluso al bien infinito; dicha voluntad es tan noble y magnánima, que ningún bien puede saciarla, a no ser el mismo Dios. Su libertad es tan absoluta y fuerte, que ni todas las criaturas del mundo la pueden forzar; ni siquiera todos los ángeles juntos serían capaces de obligarla a abrazar lo que no quiere: sólo Dios tiene dominio sobre ella.
Digámoslo una vez más: esa criatura sublime que es el niño, lleva en el fondo de su naturaleza, en la elevación, poder y armonía de sus facultades y en todo su ser, la impronta e imagen de Dios.

3. El niño es hijo de Dios (Rm 8, 16), hijo del Altísimo (Sal 81, 6). Sí, por enclenque, débil y ruin que os parezca, ese niño no sólo lleva el nombre de hijo de Dios, sino que lo es, y lo es ahora mismo bajo esos harapos que le cubren. Sí, Dios es su padre y modelo y, como él mismo, lo quiere grande, santo y perfecto.

4. El niño es la conquista y precio de la sangre del divino Salvador; es miembro y hermano de Jesucristo, templo del Espíritu Santo y objeto de las complacencias del Padre. Es el retrato de Jesús niño, el recuerdo de su infancia, debilidad, pequeñez y obediencia. Es la criatura agraciada a la que Jesús llama diciendo: Dejad que los niños se acerquen a mí (Mt 19, 14; Mc 10, 4; Lc 18,16), y en la que halla sus delicias: Son todas mis delicias el estar con los hijos de los hombres (Pr 8, 31). El niño es el amigo, el predilecto de Jesús. «Así como los reyes de la tierra dice san Agustín tienen sus favoritos, también Jesús tiene los suyos: son los niños, a los que acaricia, ama y bendice, interesándose por su educación, porque siente para con ellos una inclinación y un amor singularísimos.

5. El niño es la esperanza del cielo, el amigo y hermano de los ángeles y de los santos. Es el heredero del reino celestial y de las palmas eternas. Ese niño humilde ha nacido para ser rey, rey temporal y rey eterno. Sí, un doble reinado es su destino: si lleva dignamente su corona en la tierra, se le abrirá un día el reino de los cielos.

6. «El niño es lo más amable y encantador que hay en la tierra, la flor y el adorno del género humano», dice san Macario. Es la primera edad de la vida, encanto de los ojos, de trato amable y extraordinariamente dócil para dejarse formar en la observancia de los deberes más sagrados. De corazón puro y sencillo, acepta confiadamente la religión, porque no tiene oscuros intereses que defender contra ella, y se deja atraer gustosamente por su voz maternal.

El niño es un alma inocente, cuyo apacible sueño aún no han turbado las pasiones y cuya rectitud aún no han alterado la mentira ni los engaños del mundo. Es un indecible secreto de beatitud que revela un origen enteramente celestial: tiene nobleza y dignidad propias, que no se hallan en los hombres corrientes.

El niño es sencillez, candor e inocencia, alegría del presente y esperanza del porvenir.

7. El niño es tu hermano y semejante, hueso de tus huesos (cf. Gn 2, 23), es otro tú. Tiene el mismo Padre celestial que tú, idéntico fin y destino, tiene la misma esperanza; se le destina a gozar de la misma felicidad. Es tu compañero de viaje en este destierro temporal; será coheredero tuyo y tu socio en la patria, ¡en el cielo!

8. El niño es el campo que Dios te ha encargado que cultives: brote tierno, planta débil; pero será un día árbol frondoso cargado de los frutos de todas las virtudes, que proyectará a lo lejos sombra gloriosa y benéfica. El niño es un hilillo de agua, fuente que empieza a manar; pero llegará un día a ser río caudaloso si tú, a imitación del hábil fontanero del que hablan los libros sagrados, procuras encauzar sus aguas dóciles y nunca toleras que vengan a enturbiar su curso otras corrientes extrañas, impuras y amargas.

El niño es el objeto de tus afanes, fatigas y ejercicios de virtud. Será tu consuelo en la hora de la muerte, tu defensa ante el Juez divino, tu corona y tu gloria en el cielo.

9. El niño es una bendición del cielo, la esperanza de la tierra, de la que ya es riqueza y tesoro, y un día será fuerza y gloria; es la esperanza de la patria y de toda la humanidad, que se renuevan y rejuvenecen en él; es, sobre todo, la esperanza de la familia, pues constituye desde ahora su gozo y sus delicias, y más adelante será su honor y su gloria.

El niño, en una palabra, es el género humano, la humanidad entera, nada más y nada menos que el hombre: tiene derecho a la mayor consideración y, a su vez, la debe a los demás. Ya veis lo que es el niño al que debéis reverencia.

II. Lo que se ha de respetar en el niño.

Ante todo se ha de respetar su inocencia. Pero, ¿cuál es el respeto debido a la inocencia? «El que se tributa a los santos y a sus reliquias», asegura Massillón. «Nada hay en la tierra sigue diciendo ese obispo ilustre tan grande ni tan digno de nuestra veneración como la inocencia. Respetemos, en el niño, su hermosa inocencia, el excelso tesoro de la primera gracia del bautismo que él tiene todavía y que nosotros hemos perdido. Tributamos culto público a los santos que, tras haber tenido la desgracia de perderla, la recobraron con su vida penitente. ¿No debiéramos tener la misma veneración para los niños en los que aún habita ese don de justicia y santidad? Tributémosles una especie de culto, como templos santos en los que reside la gloria y majestad de Dios, no mancillados aún por el hálito de Satanás. Esos niños son depósitos sagrados por cuya guarda se ha de velar; merecen tanta estima como las reliquias de los mártires depositadas en los altares y que atraen los homenajes y veneración de los fieles. Si los mirásemos así, con los ojos de la fe, no creeríamos rebajarnos al dedicar a esos niños la solicitud y cuidados que reclaman su edad y sus necesidades, y jamás faltaríamos al respeto que se les debe»..

San Juan Crisóstomo exclama: «¡Oh educador de la juventud!, ¿estás al tanto del miramiento y reverencia que debes al niño? Consulta la fe: 

ella te dirá lo que es y lo que le debes. En su frente leerás el sello de la divina adopción, y tú has de impedir que el pecado lo rompa. En la cabeza y el pecho lleva la impronta y carácter de hijo de Dios: si se altera, responderás de ello ante Dios. Su corazón es verdadero santuario del Espíritu Santo, y tú eres el guardián del mismo. En su alma, si la examinas atentamente, descubrirás el germen y principio de todas las virtudes: te corresponde conseguir que den fruto. A ese niño lo dice Jesucristo le rodean los ángeles de Dios, encargados de protegerlo., y tú compartes ese oficio. Considera, pues, cuán digno de tu veneración es ese niño y cuán merecedor de tus desvelos».

Detallemos lo que particularmente nos pide el respeto santo que debemos al niño:

1. Mucha cautela en las palabras, acciones y modales, para no decir nada, no hacer nada que pueda escandalizar al niño o sugerirle cualquier idea del mal.

2. Extremada vigilancia para alejar de él todo lo que pueda exponerle a perder el preciado tesoro de la inocencia.

3. Mucho recato y circunspección en nuestras relaciones con él, no permitiéndonos ni tolerándole familiaridad alguna, ni libertad que desdiga de nuestra profesión y de una estricta modestia.

4. Vigilancia incesante sobre nosotros mismos, para portarnos en todo de tal forma que ofrezcamos al niño, en nuestra persona, el ejemplo de todas las virtudes y un modelo de conducta que pueda siempre admirar e imitar.

Preguntó alguien a un santo sacerdote dedicado a la enseñanza:

¿Cómo puede usted permanecer siempre sereno y conservar en todo momento una paciencia, moderación y modestia que parecen sobrehumanas?
El venerable eclesiástico respondió:

Nunca pierdo de vista el admirable consejo que nos legó la antigüedad: «El niño se merece el mayor respeto». Antes de dedicarme a la enseñanza agregó repetía con frecuencia para mis adentros: Dios me ve. Esa máxima saludable que todos los maestros de la vida espiritual señalan como excelente antídoto contra el pecado, me preservó muchas veces, cuando iba a caer en el abismo. Pero soy tan débil, que ni siquiera ese pensamiento tan elevado me hacía evitar un sinnúmero de faltas leves. Ahora, desde que me han confiado la educación de un grupo de muchachos, digo para mí: Estos niños me están viendo. Y el temor de causarles escándalo me ha hecho como impecable.

Bueno le replicó el amigo, pero esos muchachos no están continuamente con usted.

Naturalmente le respondió, pero el empeño que pongo en cuidarme cuando estoy con ellos, se me ha hecho habitual. Por otra parte, podemos decir de ellos, en cierto modo, lo que con plena realidad decimos de Dios: nos ven en medio de las tinieblas, nos oyen cuando creemos estar solos.

III. El horror del escándalo.

Acabamos de ver el respeto que se merece la inocencia del niño. Sabemos que Dios nos confía tan preciado tesoro y que nos pedirá cuenta de su preservación. ¡Qué amargo pensamiento nos viene ahora a las mientes! ¡Qué terror, si en vez de ser los custodios de la virtud de niños tan tiernos, fuéramos sus corruptores!!
¡Escandalizar a un niño! ¡Enseñarle el mal! ¡Qué horror! ¡Es un crimen que clama venganza!!
«Si la demolición de un edificio consagrado a Dios enseña san Juan Crisóstomo es sacrílega impiedad, mucho más grave es mancillar una alma inocente de la que el Espíritu Santo ha hecho su morada. Efectivamente, un alma vale infinitamente más que un templo material: por ella murió Jesucristo, no por unos edificios de piedra».

«Escandalizar a un niño sigue diciendo el santo doctor es un crimen peor que clavarle un puñal en el pecho. Quien mata a un niño en la cuna, le arrebata la vida del cuerpo, que necesariamente habría de perder un día; pero tú le arrebatas la vida de la gracia, vida inmortal por su naturaleza. Tras la muerte que el homicida causa al niño, éste pasa a gozar de una vida eternamente feliz; pero tú entregas el cuerpo y alma del niño a tormentos sin fin, al fuego inextinguible. Ya lo veo, te hace palidecer el homicidio; teme, pues, el homicidio espiritual, ya que ciertamente este último crimen es tanto más execrable que el otro, cuanto más excelente es el alma que el cuerpo».

¡Ay de quien escandalice a uno de estos pequeñuelos! (Mt 18, 6). Fijaos que no dice Jesucristo: Si alguno escandaliza a un grande de la tierra. ¿Por qué? «Para darnos a entender comenta san Juan Crisóstomo que el alma del niño le merece mucha más estima por razón de su inocencia; porque escandalizar a un niño es un mal mucho más grave que escandalizar a un adulto, a causa de la inexperiencia de aquél y de los funestos resultados que para él se derivan del mal ejemplo» .. Quien escandalizare a uno de estos parvulillos que creen en mi mejor le sería que le colgasen del cuello una de esas piedras de molino que mueve un asno, y así fuese sumergido en el profundo del mar (Mt 18, 6 ; Mc 9.42; Lc 17.2).

«Mejor fuera para él dice san Bernardo que no hubiese nacido en la comunidad a la que acaba de deshonrar y deslustrar; que no hubiese venido a la casa en la que acaba de introducir la abominación y la desolación; más le valdría que le colgasen del cuello el pesado yugo del mundo y le arrojasen al siglo».

Si alguno escandaliza a uno de los pequeñuelos que creen en mi ¿qué le ocurrirá? Oíd y temblad: Mejor le sería que le colgasen del cuello una de esas piedras de molino y le arrojasen al mar. Fijaos vuelve a insistir san Juan Crisóstomo que ese castigo se anuncia sin esperanza de perdón». En efecto, quien es arrojado al mar, puede salvarse a nado y alcanzar el puerto; pero si está en el fondo del océano, con la enorme piedra de molino, ¿le quedará algún remedio? Ninguno. Quien escandalizare a uno de estos parvulillos que creen en mí, mejor le sería que le colgasen del cuello una de esas piedras de molino que mueve un asno y le arrojasen al mar (Mt 18, 6).

«La piedra que mueve un asno según san Gregorio Magno es el símbolo de las penas y trabajos de la vida presente; el fondo del mar simboliza !a condenación eterna». El corruptor de la infancia será, pues, desdichado en este mundo y en el otro. ¡Sobre él recae la maldición en el tiempo, sobre él la maldición eterna!

¡Ay de quien escandalizare a un niño! (Mt 18, 7; Lc 17, 1). Ese pequeñuelo había venido a ti en busca de protector y guardián de su inocencia, ¡y tú se la has arrebatado y mancillado! Había venido a vuestra escuela como a puerto seguro, y halló en ella un escollo: ese escollo eres tú; tú, que habías de ser su ángel custodio, te has convertido en Satanás, en su demonio. Un triste naufragio le ha hecho perder lo mejor que tenía en el mundo, y ese naufragio tiene lugar en vuestra casa, ¡y tú le has arrebatado ese tesoro! ¿Qué va a hacer, el pobrecito, tras semejante pérdida, después de tal desgracia? ¿Qué va a ser en adelante? Le has enseñado el mal: lo hará. Le has iniciado en la voluptuosidad y puesto en la pendiente del vicio: por ella rodará. Va a cometer docenas, centenares, millares de pecados de pensamiento, palabra y obra. ¿Qué va a llegar a ser? El corruptor de sus compañeros y de cuantos le rodean. Pues todos esos crímenes se te habrán de atribuir, porque fuiste su causa primera, su primer origen. ¡Ay!, cuando ingresó en vuestra escuela, más le hubiera valido entrar en la guarida de un león o de un tigre: dicha fiera le habría desgarrado en seguida a dentelladas, pero no le habría arrebatado la inocencia. Devorado por ese animal carnicero, no habría perdido más que una vida frágil y perecedera; pero tú le has desbaratado el cuerpo y el alma, la gracia divina y la paz de la conciencia, la salvación, ¡el cielo! ¡Oh infame, teme no se abra la tierra bajo tus pies y te trague vivo!

Si alguno profanare el templo de Dios, perderle ha Dios a él (1 Co 3, 17), dice san Pablo. ¿Habrá templo más santo y más grato a Dios que el corazón de un niño inocente? «Según la ley del Señor dice san Juan Crisóstomo al que peca se le aplica la pena de muerte. ¿Qué habrá de hacerse con el que no sólo peca, sino que induce a otros a pecar y enseña el mal a un niño inocente, al que debe edificar y formar en la virtud, y cuya custodia se le ha encomendado? ¡Escandalizar a un niño, arrebatarle la inocencia! ¡¡Dios mío, qué crimen!!

Cierta dama de Roma había vestido a su hijo de una manera mundana, y se le impuso por ello un severo castigo, si bien no había hecho más que, aun sintiéndolo, obedecer a su marido; intentaba éste que el niño se aficionara a las vanidades del mundo, para hacerle desistir del propósito de consagrarse a Dios. La noche siguiente se apareció un ángel a aquella madre culpable y le dijo: «¿Cómo te has atrevido a obedecer a tu marido antes que a Dios? ¿Cómo has tenido la osadía de poner una mano profana en un niño consagrado al Señor? Esa mano criminal va ahora mismo a quedar seca para que, por la severidad del castigo, comprendas toda la gravedad de tu culpa. Y, si reincides en semejante falta, dentro de cinco meses presenciarás la muerte de tu marido y de tus hijos, y tú misma serás arrastrada al infierno». Todo ocurrió como le había dicho el ángel. Por la muerte súbita de aquella mujer se comprendió que había esperado excesivamente para hacer penitencia y reparación.

San Jerónimo, que narra esa historia, concluye: «Así castiga Dios a quien profana su templo». Y si Dios inflige tan terrible castigo a una madre por haber vestido al hijo con ostentación, ¿qué hará con el educador que pervierta a sus alumnos?
Se refiere también que un hombre mató a un niño, y la conciencia no le dejaba un momento de reposo al criminal. De día, de noche, a cualquier parte que fuera, le parecía oír la voz del niño asesinado, que incesantemente le repetía: «¿Por qué me mataste?» Aquel grito se le convirtió en tormento atroz, insoportable. Fue, pues, a declarar su crimen al juez y rogarle que se le condujera al cadalso.

Y el educador que haya escandalizado a un niño, ¿podrá soportar el recuerdo de su crimen? ¡No oirá continuamente, en lo más hondo del corazón, la voz del desgraciado niño, que le gritará toda la vida y toda la eternidad: «¿Por qué me mataste? ¿Por qué me arrebataste la inocencia con la que habría merecido el cielo? ¿Por qué entregaste mi alma a Satanás? ¿Por qué me has arrojado a este abismo espantoso? ¡Ay de ti! ¡Mal hayas, mal hayas toda la eternidad, por haberme corrompido!»



 Fuente: maristas.com.ar 

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CONSAGRACIÓN DEL MATRIMONIO AL CORAZÓN INMACULADO DE MARÍA

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"Oh, Corazón Inmaculado de María, refugio seguro de nosotros pecadores y ancla firme de salvación, a Ti queremos hoy consagrar nuestro matrimonio. En estos tiempos de gran batalla espiritual entre los valores familiares auténticos y la mentalidad permisiva del mundo, te pedimos que Tu, Madre y Maestra, nos muestres el camino verdadero del amor, del compromiso, de la fidelidad, del sacrificio y del servicio. Te pedimos que hoy, al consagrarnos a Ti, nos recibas en tu Corazón, nos refugies en tu manto virginal, nos protejas con tus brazos maternales y nos lleves por camino seguro hacia el Corazón de tu Hijo, Jesús. Tu que eres la Madre de Cristo, te pedimos nos formes y moldees, para que ambos seamos imágenes vivientes de Jesús en nuestra familia, en la Iglesia y en el mundo. Tu que eres Virgen y Madre, derrama sobre nosotros el espíritu de pureza de corazón, de mente y de cuerpo. Tu que eres nuestra Madre espiritual, ayúdanos a crecer en la vida de la gracia y de la santidad, y no permitas que caigamos en pecado mortal o que desperdiciemos las gracias ganadas por tu Hijo en la Cruz. Tu que eres Maestra de las almas, enséñanos a ser dóciles como Tu, para acoger con obediencia y agradecimiento toda la Verdad revelada por Cristo en su Palabra y en la Iglesia. Tu que eres Mediadora de las gracias, se el canal seguro por el cual nosotros recibamos las gracias de conversión, de amor, de paz, de comunicación, de unidad y comprensión. Tu que eres Intercesora ante tu Hijo, mantén tu mirada misericordiosa sobre nosotros, y acércate siempre a tu Hijo, implorando como en Caná, por el milagro del vino que nos hace falta. Tu que eres Corredentora, enséñanos a ser fieles, el uno al otro, en los momentos de sufrimiento y de cruz. Que no busquemos cada uno nuestro propio bienestar, sino el bien del otro. Que nos mantengamos fieles al compromiso adquirido ante Dios, y que los sacrificios y luchas sepamos vivirlos en unión a tu Hijo Crucificado. En virtud de la unión del Inmaculado Corazón de María con el Sagrado Corazón de Jesús, pedimos que nuestro matrimonio sea fortalecido en la unidad, en el amor, en la responsabilidad a nuestros deberes, en la entrega generosa del uno al otro y a los hijos que el Señor nos envíe. Que nuestro hogar sea un santuario doméstico donde oremos juntos y nos comuniquemos con alegría y entusiasmo. Que siempre nuestra relación sea, ante todos, un signo visible del amor y la fidelidad. Te pedimos, Oh Madre, que en virtud de esta consagración, nuestro matrimonio sea protegido de todo mal espiritual, físico o material. Que tu Corazón Inmaculado reine en nuestro hogar para que así Jesucristo sea amado y obedecido en nuestra familia. Qué sostenidos por Su amor y Su gracia nos dispongamos a construir, día a día, la civilización del amor: el Reinado de los Dos Corazones. Amén. -Madre Adela Galindo, Fundadora SCTJM

CONSAGRACIÓN DEL MATRIMONIO A LOS DOS CORAZONES EN SU RENOVACIÓN DE VOTOS

CONSAGRACIÓN DEL MATRIMONIO A LOS DOS CORAZONES EN SU RENOVACIÓN DE VOTOS
Oh Corazones de Jesús y María, cuya perfecta unidad y comunión ha sido definida como una alianza, término que es también característico del sacramento del matrimonio, por que conlleva una constante reciprocidad en el amor y en la dedicación total del uno al otro. Es la alianza de Sus Corazones la que nos revela la identidad y misión fundamental del matrimonio y la familia: ser una comunidad de amor y vida. Hoy queremos dar gracias a los Corazones de Jesús y María, ante todo, por que en ellos hemos encontrado la realización plena de nuestra vocación matrimonial y por que dentro de Sus Corazones, hemos aprendido las virtudes de la caridad ardiente, de la fidelidad y permanencia, de la abnegación y búsqueda del bien del otro. También damos gracias por que en los Corazones de Jesús y María hemos encontrado nuestro refugio seguro ante los peligros de estos tiempos en que las dos grandes culturas la del egoísmo y de la muerte, quieren ahogar como fuerte diluvio la vida matrimonial y familiar. Hoy deseamos renovar nuestros votos matrimoniales dentro de los Corazones de Jesús y María, para que dentro de sus Corazones permanezcamos siempre unidos en el amor que es mas fuerte que la muerte y en la fidelidad que es capaz de mantenerse firme en los momentos de prueba. Deseamos consagrar los años pasados, para que el Señor reciba como ofrenda de amor todo lo que en ellos ha sido manifestación de amor, de entrega, servicio y sacrificio incondicional. Queremos también ofrecer reparación por lo que no hayamos vivido como expresión sublime de nuestro sacramento. Consagramos el presente, para que sea una oportunidad de gracia y santificación de nuestras vidas personales, de nuestro matrimonio y de la vida de toda nuestra familia. Que sepamos hoy escuchar los designios de los Corazones de Jesús y María, y respondamos con generosidad y prontitud a todo lo que Ellos nos indiquen y deseen hacer con nosotros. Que hoy nos dispongamos, por el fruto de esta consagración a construir la civilización del amor y la vida. Consagramos los años venideros, para que atentos a Sus designios de amor y misericordia, nos dispongamos a vivir cada momento dentro de los Corazones de Jesús y María, manifestando entre nosotros y a los demás, sus virtudes, disposiciones internas y externas. Consagramos todas las alegrías y las tristezas, las pruebas y los gozos, todo ofrecido en reparación y consolación a Sus Corazones. Consagramos toda nuestra familia para que sea un santuario doméstico de los Dos Corazones, en donde se viva en oración, comunión, comunicación, generosidad y fidelidad en el sufrimiento. Que los Corazones de Jesús y María nos protejan de todo mal espiritual, físico o material. Que los Dos Corazones reinen en nuestro matrimonio y en nuestra familia, para que Ellos sean los que dirijan nuestros corazones y vivamos así, cada día, construyendo el reinado de sus Corazones: la civilización del amor y la vida. Amén! Nombre de esposos______________________________ Fecha________________________ -Madre Adela Galindo, Fundadora SCTJM

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