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viernes, 7 de septiembre de 2012

►EL ABORTO COMO IMPOSICIÓN




Es imposición silenciar a los defensores de la vida para permitir la muerte de los hijos antes de nacer.

Una mentira no se convierte en verdad, aunque sea repetida mil veces.

Decir que ir contra el aborto es imponer una idea religiosa a toda la sociedad es una de esas mentiras que corre como moneda falsa por aquí y por allá.

Porque ir contra el aborto es defender el derecho a la vida. Y defender el derecho a la vida no es algo reservado a los creyentes, a las personas que tienen una religión, sino a cualquier ser humano que trabaja por construir un mundo más justo y más inclusivo.

La verdadera imposición consiste en declarar que el aborto sería un “derecho”, un asunto sobre el que la mujer decide libremente, sin interferencias de nadie.

Porque es imposición decidir la muerte de un ser humano inocente, de un hijo que no puede defenderse por sí mismo.

Porque es imposición obligar al personal sanitario a practicar abortos que van contra la justicia, contra la ética médica y contra la propia conciencia.

Porque es imposición decir que la mujer hace con su cuerpo lo que quiere, cuando con esta frase se quita el derecho del embrión o del feto a conservar la integridad de su cuerpo pequeño y frágil. ¿Es que el embrión no tiene también un cuerpo?

Porque es imposición querer silenciar a los defensores de la vida con mentiras y con calumnias que reflejan el deseo prepotente de los defensores del aborto, con el que buscan eliminar a los más indefensos y desvalidos.

Frente a la imposición abortista necesitamos dar un sí decidido y generoso a la vida, a la salud, a la solidaridad, a la justicia, a la sociedad abierta e inclusiva, porque no excluye al ser humano más cercano y más débil: el hijo antes de nacer.

Sólo cuando decimos un “no” decidido al aborto damos un importante paso para garantizar a todas las mujeres (sin exclusiones) el respeto a la propia integridad física, también cuando son un embrión de pocas semanas. Porque ese “no”, para ser coherente y completo, deberá estar acompañado con ayudas concretas y eficaces para las mujeres que inician un embarazo en situaciones de dificultad.

Evitaremos así imposiciones arbitrarias e injustas, y permitiremos que nazcan tantos miles de seres humanos que merecen ser respetados en sus derechos fundamentales, entre ellos el derecho básico a vivir, respirar y ser acogidos en un mundo a la medida de todos, sin exclusiones.

jueves, 26 de julio de 2012

►El derecho a la vida antes del nacimiento




El individuo humano es concebido sin contar con su voluntad. Su desarrollo depende de la madre hasta el momento del nacimiento; después, de la familia y de la sociedad.

Romano Guardini 


El problema y la norma

La cuestión que nos interesa, se suele formular del siguiente modo: ¿es lícito destruir la vida del niño que está madurando en las entrañas de la madre?

Esta pregunta surge, en primer lugar, del hecho de que se trata de un ser singular que, sin embargo, influye sobre otros seres igualmente singulares y sobre grupos enteros. Primero, sobre la misma madre; y después, más ampliamente, sobre la familia y sobre el pueblo. La existencia de este ser podría significar la amenaza de un peligro para la madre, la familia y la colectividad. ¿Es lícito matarlo para evitar este peligro?

Sin embargo, la cuestión es más amplia. El individuo humano es concebido sin contar con su voluntad. Su desarrollo depende de la madre hasta el momento del nacimiento; después, de la familia y de la sociedad. Así pues, todos los que cooperan a su desarrollo, sobre todo los padres y el Estado, son responsables de él. Siendo así, ¿no deben, quizá, en determinadas circunstancias, representar el interés de un ser que todavía no es independiente, incluso en lo que respecta a su presencia física en el mundo? Si están persuadidos de que la vida de este futuro hombre será desventurada, ¿no es acaso su deber preservarlo de la desventura?

Estos problemas han sido siempre actuales, pero durante mucho tiempo fueron resueltos con fe en la divina providencia. Se convirtieron en agobiantes cuando muchos perdieron la conciencia de esta guía celestial y llegaron a una concepción del hombre como dueño y único responsable de su existencia. A la vez, paralelamente a este desarrollo, la sociología y la medicina crearon las premisas que hicieron posible una acción metódica en este campo. Finalmente, en la sociedad de masas de la existencia moderna, se fue perdiendo cada vez más el sentido -antes muy vivo- de la intangibilidad fundamental de la vida humana. Después, he aquí que se agrava la situación externa: alimentación y vivienda, educación y carrera universitaria, asistencia y cuidados médicos, son puestos de tal manera en entredicho, como sucede hoy de hecho, que aquellos problemas aumentan de intensidad de un modo amenazador. Tanto más cuanto que, en los últimos tiempos, el gobierno del estado y la educación del pueblo niegan radicalmente la dignidad del hombre y se han aliado con todo lo que de violento hay en su naturaleza. Estos hechos han ejercido un influjo grande sobre el modo de sentir y de juzgar de la mayoría de las personas. Y conviene –mencionándolo ya desde el principio– no dar por supuesto con demasiada facilidad que, discutiendo problemas como el que ahora nos ocupa, seamos personalmente inmunes a semejantes influencias.

En la medida en que el hombre salía de la barbarie, se hacía a la luz cada vez con más nitidez el principio que dice: no es lícito tocar la vida del hombre mientras no ha cometido un delito para el cual, según el derecho vigente, está fijada la pena de muerte; o bien mientras no ataca a otra persona, que sólo puede salvarse matando al agresor. Un tercer caso es el de la guerra. Pero en el juicio acerca de ella, de una generación a esta parte se hace evidente una crisis cada vez más profunda: cada vez se aprecia con más claridad que la guerra, tal como viene organizada por la "técnica", es bien distinta de aquella otra en la que estaban presente los valores, del todo obvios, de la fidelidad a la Patria, el honor, el valor del coraje y del sacrificio. Así, parece que el derecho a matar que se deriva de ella, no es ya tan indiscutible como antes.

De cuanto hemos visto hasta ahora, podemos concluir que no es lícito destruir la vida del ser humano que madura en el seno materno, puesto que no ha cometido ningún delito ni ha puesto a otro hombre en situación de legítima defensa. Y a pesar de todo, la vida de la madre puede ser puesta en peligro por el niño de manera tal, que se pueda deducir, de este "índice médico", un derecho a sacrificar la vida del hijo. La justificación para intervenir ante semejante peligro no es, sin embargo, tan evidente como a menudo se afirma: requiere un examen más detenido. Pero no vamos a ocuparnos ahora de eso. Lo que nos interesa ahora no es el "índice médico", sino el "social".

Quien da por justificado este índice, afirma: el ser humano en desarrollo está en relación inmediata con la vida de la familia y de la sociedad, a través de las cuales recibe una influencia y sobre las que, a su vez, ejerce un influjo. Ahora bien, la relación puede llegar a ser en tal modo desfavorable, que sea lícito preservar de sus consecuencias tanto a la familia como al hijo en cuestión, matando –digámoslo así– a este último. No pretendemos hacer una descripción minuciosa de la situación actual, cuya gravedad supera todo cuanto la memoria de Europa puede recordar. Me atrevo a esperar que el lector querrá creer que el autor –sin necesidad de esta descripción– sabe algo sobre ella; y que reconozca la obligación de hacer lo posible por dejar de lado tanta calamidad.

Quien trata de conservar limpia su conciencia en la discusión de nuestro tema, debe insistir en este punto si no quiere parecer un monstruo. Es muy fácil estimular el sentimiento y la fantasía contra los que defienden la inviolabilidad de este norma: la propaganda recientísima a favor de la así llamada "eutanasia" y todos sus efectos, resuena con estridencia todavía en nuestra memoria. A nosotros, lo que nos importa es preguntarnos con objetividad y precisión sobre los que es justo.

Por tanto, ¿es lícito matar un ser humano que no ha cometido ningún delito ni ha usado la violencia, porque pone en peligro a los otros con su existencia; y no en un peligro cualquiera, sino precisamente en un peligro grande?

Si se comienza a considerar el daño como razón suficiente para violar la vida humana, no se puede ya mantener ningún límite de modo conveniente.

Esta experiencia ha sido siempre válida, y hoy más que nunca. En el curso de la edad moderna, sobre todo en la última generación, se ha ido debilitando cada vez más el freno inmediato y eficaz de la vida instintiva y sentimental, o de la sujeción religiosa; los principios éticos e incluso los sociales son, sin embargo, vacilantes y ceden con facilidad ante una presión vital más fuerte. Por eso, el hombre ha llegado a ser –no sólo con respecto a las cosas sino también con respecto a los demás hombres– muy "funcional"; es decir, inclinado a tratar a sus semejantes como cosas que caen bajo la categoría de la utilidad. De lo cual se deriva lo que ya hemos dicho antes: que nuestro tiempo va disolviendo cada vez más a la persona singular en la masa. La unicidad, en cuanto cualidad esencial de cada hombre es, para muchos, algo muerto. Más o menos claramente, con un consenso más o menos grande, en muchas personas está vivo el planteamiento de que los hombres son tan numerosos, que la persona singular no tiene ya importancia. Es preciso no olvidar dos hechos oscuros y peligrosos: una educación y una praxis que impregna el comportamientos en sus mismas raíces y seis años de un conflicto enorme, han desatado el espíritu de la muerte que, hasta el momento, no ha sido todavía dominado.

No nos queda pues otra cosa por hacer que atenernos clara y decididamente a la norma ética, por la cual no es lícito matar un ser humano si esa acción no está justificada por el código penal o por la legítima defensa.

Objeciones


Se podría objetar que existe una evolución también en el ámbito de las costumbres de la humanidad y, por esa razón, no se deberían poner principios absolutos, sino tratar de alcanzar las normas nuevas de las nuevas situaciones. Luego, con tiempo y buena voluntad, se encontrará el camino justo. Es preciso, pues, examinar con cuidado la sustancia de este hecho.

Antes de nada, afirmamos que la intervención es siempre una intervención. Las experiencias demuestran que no se trata de algo sin importancia, como tan a menudo se la considera, sino de algo que compromete verdaderamente la salud física. Compromiso que es tanto más grave cuanto menos propicios son el estado general de la madre, la posibilidad de nutrición, de tranquilidad y de cuidados. Las mismas condiciones que deberían probar el derecho del índice social, se convierten al mismo tiempo en una protesta en su contra.

Todavía menos que la lesión física, es valorada la espiritual. El ser humano que madura en el seno materno no es, de ninguna manera, un apéndice (escrecencia) del tipo que sea, cuya extracción tan sólo puede resultar beneficiosa: está profundamente unido a todo el ser de la mujer y al "ethos" de su existencia. La madre se orienta, en cuerpo y alma, hacia la criatura no nacida, preparándose a la inminente maternidad. Por tanto, la intervención interrumpe un desarrollo que conforma (impregna) toda la vida física, espiritual y caracterológica de la madre. Verdaderamente, da miedo ver cómo se toman a la ligera estas cosas por aquellas mujeres y, sobre todo, por aquellos hombres que, de ordinario, tienden a ignorar la relación que hay entre los distintos procesos de la vida femenina, tanto entre sí mismos como con toda su existencia como mujer. Para encontrar una situación semejante por parte del varón, sería necesario pensar en un golpe tal que destruyese una obra en la que el artífice hubiese puesto en juego todo su ser (a la que el artífice hubiese dedicado toda su existencia).

De otra parte, es preciso observar que no sólo existen efectos claramente perceptibles, sino también efectos que no se advierten: las heridas íntimas y profundas del ánimo, que tal vez no se muestran ni siquiera a quien las sufre, pero que amenazan toda su estructura interior; las turbaciones de la conciencia vital, que constituyen un inexorable autocastigo, a menudo en cuestiones y en ocasiones que parecen no tener nada que ver con aquel hecho que ha sucedido. Una melancolía imprevista, una interrupción inexplicable de la iniciativa vital, una inseguridad aparentemente infundada de las relaciones ambientales… Si se siguieran con cuidado los hilos hacia atrás, conducirían hacia aquel daño provocado en las raíces de la vida, aun cuando los motivos aducidos en su justificación aparecieran razonables y urgentes.

Ciertamente, a estas consideraciones se puede oponer que existen peligros físicos y espirituales también si la intervención no se realiza a propósito. Con los argumentos aducidos, la cuestión no queda resuelta aún.

Podría tener más peso la indicación de otro peligro. Según el punto de vista de sus defensores, el "índice social" establece el derecho a matar al hombre en desarrollo en la medida en que con su nacimiento se produzcan daños relevantes a su familia y a él mismo. Pero una vez admitido este principio, ¿se limitaría al "índice social"? ¿Acaso no se ha delineado otro índice en los pasados años: el "político"? ¿No ha sido declarado por la máxima autoridad que promulga y exige el cumplimiento de las leyes, o sea, por el Estado, que le corresponde decidir si uno de sus súbditos puede conservar la vida o perderla? Y perderla, no porque haya cometido un delito o porque su existencia cause daños a los otros, sino más bien por el simple hecho de que ese súbdito concreto le parece un indeseable al Estado a causa de una cualidad singular: por ejemplo, su pertenencia a un determinado pueblo. Parece una fantasía de novela de intriga, pero durante doce años fue la teoría y la praxis oficial. Pero de una concepción similar se puede aún deducir, sin duda, que el Estado tiene el derecho de determinar qué niños pueden llegar a nacer y cuales no. ¿Y quién puede decir qué posibilidades esconde el futuro si caminamos en esta dirección? ¿Qué pueblo resultará indeseable y a cual estado se lo parecerá?

En este tipo de cuestiones, apenas desaparece el principio absoluto y ocupa su lugar un juicio práctico de utilidad o nocividad, no hay forma de establecer un límite, y todo empieza a caminar de mal en peor. Puede ser proclamado un índice tras otro, con una gran cantidad de argumentos muy convincentes a disposición del público, por no hablar de las técnicas para llevarlos a la práctica. Y esto no significa sino que la razón moral, cuando esta se encarna en el Estado, a la hora de distinguir entre lo que es recto y lo que no lo es, capitula frente a la "vida misma" y sus fines.

Pero enumerar estas posibilidades, no resuelve todavía la cuestión de un modo definitivo.

El punto de vista decisivo

La respuesta definitiva la da el hecho de que la vida en desarrollo es un hombre. Y el hombre, a causa de la dignidad de su persona, no se puede matar sino en legítima defensa o con fundamento en el derecho.

Una persona humana es inviolable, no ya porque viva y tenga, por tanto, "derecho a la vida". Un derecho similar lo tendría también el animal, puesto que también él vive; y si se compara un hermoso animal en libertad a un hombre enfermo o maltratado por el destino, aquél parece tener bastante más valor que este. Pero la vida del hombre no puede ser violada porque el hombre es persona.

Persona significa capacidad para el autodominio y para la responsabilidad personal, para vivir en la verdad y en el orden moral. La persona no es un algo de naturaleza psicológica, sino existencial. No depende fundamentalmente de la edad, o de las condiciones físico-psíquicas, o de los dones naturales, sino de su alma espiritual singular. La personalidad puede estar desconectada, como sucede en la persona que duerme; sin embargo, ya existe una protección moral. En general, es también posible que no se actúe porque faltan los presupuestos fisiológicos y psicológicos, como sucede en el caso de los locos y de los idiotas. Pero el hombre civilizado se distingue del bárbaro precisamente porque respeta también a la persona cuando se encuentra en semejante situación. También puede estar escondida, como sucede en el embrión; pero ya existe y con derecho propio.

La personalidad da al hombre su dignidad: lo distingue de las cosas y hace de él un sujeto. Una cosa, tiene consistencia, pero no en sí misma; causa determinados efectos, pero no tiene responsabilidad; tiene valor, pero no dignidad. Se trata algo como una cosa en cuanto que se la posee, se la usa y, al final, se la destruye; referido a los seres vivos, cuando se la mata. La prohibición de matar al hombre representa el grado más alto de no tratarlo como cosa. Era, sin duda, lógico que el Estado, si niega en su "concepción del mundo" la dignidad espiritual de la persona y considera al hombre un mero ser genérico, es decir, un elemento más de la estructura social, se arrogase también el derecho de matarlo, si eso estaba conforme con sus objetivos.

El respeto del hombre en cuanto persona es una de las exigencias que no admiten discusión: depende de ello la dignidad, pero también el bienestar y, en definitiva, la duración de la humanidad. Si esta exigencia se pone en duda, se cae en la barbarie. Es imposible hacerse una idea de cuales son las amenazas que pueden surgir para la vida y el alma del hombre si, privado del baluarte de este respeto, acaba siendo puesto en manos del Estado moderno y de su técnica.

De aquí se deriva precisamente la respuesta a la afirmación, siempre recurrente, de que la mujer tiene el derecho de disponer de su propio cuerpo y puede, por tanto, pretender que esa situación de su cuerpo que se llama embarazo sea transformada mediante las medidas oportunas. Ahora bien, el hijo no es simplemente "cuerpo de la madre", no es una parte de ella en el mismo sentido en que es parte un órgano o una escrecencia, sino que es un hombre en desarrollo. En esta realidad de echo se expresa la esencia más íntima de la maternidad y, con respecto a ella, la esencia de la feminidad en general. Ser madre no significa "producir vida": también los animales hacen esto; sino "dar la vida a un hombre". Y un hombre es una persona, primero de todo como dormida y después, despertándose lentamente. De este modo, en inmediata relación con la madre, crece un ser que, formándose, se sustrae a ella siguiendo la propia determinación interior. En eso reside la grandeza y también el elemento trágico de la maternidad. El hijo está tan íntimamente unido con la madre, que forma con ella un único ámbito de vida. Sin embargo, no se disuelve en ella sino que está, simultáneamente y desde el primer momento de su vida, en inmediata relación con la existencia, con las normas absolutas, con Dios.

Sobre la maternidad ha caído un diluvio de sentimentalismo. Especialmente por parte de aquellos que, cuando estaban en juego sus intereses, se la saltaban a la torera sin la más mínima preocupación por la dignidad y el derecho de la madre. Debería resultar sospechoso el tono con el que se hablaba –y con el que todavía se habla– de estas cosas. Quien habla de tal guisa, no es sincero. El asentimiento y la exaltación que expresan las palabras son de naturaleza instintiva y sentimental, y pueden volverse de un momento a otro en su contrario: en irreverencia, abuso e incluso crueldad, porque falta en ellas la única cosa verdaderamente importante en este caso: la persona de la madre y la del hijo. Y precisamente aquí se resuelve el carácter de la maternidad y se resuelve, a priori, la relación con el propio cuerpo. No es verdad que la mujer tenga simplemente "el derecho a disponer del propio cuerpo": tiene tan poco derecho a ello como el varón. Hombre y mujer tienen este derecho frente al derecho de otro, frente al derecho del Estado; y no gozan de él en sentido absoluto, puesto que el cuerpo no es un cuerpo animal, sino un cuerpo humano sometido, también frente a la voluntad de quien lo posee, a la tutela de las normas que determinan la existencia personal. Sin embargo, no es este el aspecto del problema que debe ocuparnos. Lo que nos interesa es que el niño, en el seno de la madre, si bien por un lado le pertenece y vive de ella, por otro lado le es sustraído, puesto que está sometido a la ley de la propia personalidad, ciertamente todavía latente, pero ya poseída. La madre no es la dueña de la vida en desarrollo, sino que ésta le es confiada a su custodia. Así pues, sustancialmente, no tiene sobre ella mayores derechos de los que tenga -por la misma causa- cualquier ser humano sobre otro ser humano.

Otra comparación, sin duda más eficaz, permite ver el núcleo de la cuestión: la afirmación de que el hijo en el seno de la madre sea simplemente una parte del cuerpo de ella, equivale a firmar que la persona, en el Estado, no es más que una simple parte del todo estatal. La opinión que permite a la madre disponer del niño que vive en ella, debe también conceder al Estado el derecho de disponer de los hombres que forman parte de él. Y precisamente ante una perspectiva tal, se horroriza el ánimo del hombre contemporáneo: estar en las manos de una autoridad dominante que niega el derecho individual de la persona, su referencia a las normas supremas, su inmediatez con respecto a Dios; una autoridad que asegura que el hombre es una parte suya y que tiene una relación con la existencia en la medida de la función que desempeñe; una autoridad jerárquica que dispone de un poder cada vez mayor y de una técnica cada vez más segura para poner en práctica su pretensión de poder. Y esto, no sólo oponiéndose a la voluntad de la persona singular, sino también penetrando en su interior mediante la sugestión y la propaganda, de manera que el juicio del oprimido capitule frente al del opresor, y la teoría conduzca al delito.

Finalmente, no podemos olvidarnos de otra cosa: si con base en el "índice social", se le reconoce a los padres el derecho de hacer matar al hombre en formación, entonces, a este derecho le corresponde un deber concreto en otra sede: el deber de llevar a cabo la matanza. El Estado no puede dejar en manos de la iniciativa privada el cumplimiento de la intervención, pues de ello se derivaría un daño imprevisible. Así pues, si el Estado declara que, en determinadas condiciones desesperadas, los padres pueden solicitar la interrupción del embarazo, en consecuencia debe también poner los medios necesarios para que alguien la lleve a cabo. Cada médico puede negarse; sin embargo, si se diese el caso límite de que todos los médicos rehusaran realizar esa intervención, el Estado debería obligar a uno a que lo haga.

Mostrar la situación límite sirve para revelar lo que se oculta en la norma y que no se nota usualmente. Así pues, hemos llegado precisamente al punto en el cual –como en aquellos oscuros doce años– un hombre es puesto frente a un dilema: o hacer lo que para su conciencia es un asesinato, o bien perder su trabajo: una de las peores formas de desgarro social que pueda darse nunca.

Una nueva objeción

Pero aún se eleva una importante protesta contra todo lo que vamos exponiendo. Protesta a la que se debe responder, si no se quiere poner de nuevo todo en tela de juicio. Y puede enunciarse así: según las declaraciones de este escrito, matar al ser en desarrollo estaría sometido a una norma que vale para el ser humano, ¿pero es un ser humano el fruto que hay en el seno materno?

Que lo sea en los últimos meses de su desarrollo es incuestionable, porque afirmar que llega a serlo tan sólo en el momento en que se independiza del seno materno sería demasiado ingenuo. La psicología está en condiciones de avanzar en el camino del inconsciente hasta en la vida psíquica del nasciturus, y la pedagogía habla de una educación pre-natal. ¿Pero es un ser humano desde el primer momento de su desarrollo. O bien lo llega a ser en un momento cualquiera, que se determina con exactitud, entre la concepción y el nacimiento? Porque entonces, por lo que se refiere a nuestro problema, es verdaderamente importante determinar tal momento, donde poder efectuar la intervención sin escrúpulos morales.

Se dice que en la primera etapa, o sea, hasta que han pasado los cien días, el embrión no es todavía un verdadero y propio ser humano, sino más bien –y aquí retomamos desde un nuevo punto de vista un razonamiento iniciado más arriba– una formación totalmente dependiente del organismo materno. Apenas se examina, libre de prejuicios, esta afirmación, de ve de inmediato que no está dictada necesariamente por el mismo objeto, sino desde el exterior, por motivos que tienen que ver con determinados intereses vitales. Y se comprueba, por otra parte, que se fundamenta sobre una concepción materialista del ser viviente.

¿Qué se podría objetar si alguno asegurase que un determinado vegetal existe como tal sólo cuando se manifiesta claramente el carácter de árbol? ¿O si alguno asegurase que un animal, cuyo desarrollo tiene lugar fuera del organismo materno, por ejemplo, un pez, es este pez sólo cuando tiene escamas y espinas y todo cuanto pertenece a su forma característica? Se podría responder que se trata de un absurdo, puesto que el modo de existir del viviente proviene de un inicio simple: partiendo de la división de una célula o de la unión de dos, pasa por una serie de transformaciones hasta el pleno desarrollo morfológico, para después, a través de las distintas formas de estabilización y del decaimiento, alcanzar la muerte. Estos estadios singulares –y esto es esencial– no se siguen unos a otros yuxtapuestos exteriormente en serie, sino que forman un todo, una figura en el sentido estricto del término.

Lo que llamamos organismo, desde este punto de vista, presenta dos formas fenoménicas. Una, en la contemporaneidad, donde las distintas formaciones –desde las moléculas de albúmina hasta los órganos más complejos– se reúnen en una estructura unitaria y con consistencia propia; dicho de otra manera: cada momento singular se forma a priori de acuerdo con la estructura total, digamos, con la forma tectónica. Pero hay también otra forma: la que se da en la sucesión, donde los distintos estados a través de los cuales ha pasado o debe pasar todavía el individuo –desde la primera forma de las células originarias que se separan o desde las células de los padres que se unen, hasta alcanzar y dejar atrás la plena madurez y llegar al último decaimiento–, forman una estructura igualmente unitaria y consistente de por sí; expresándolo de otro modo: cada fase se coordina en la totalidad de la serie evolutiva, de –por decirlo así– la forma en desarrollo. Esta forma en devenir es tan necesaria y característica para el ser viviente en cuestión como la forma tectónica, y no es posible suprimir una fase de aquella ni un miembro de esta. Por su parte, ambas formas –tectónica y en desarrollo– se pertenecen mutuamente; podríamos decir precisamente que entre ambas representan el organismo: la primera, en el espacio; la otra, en el tiempo. En cualquier caso, se trata de una unidad indivisible, puesto que cada elemento viene determinado por el todo y al revés, el todo necesita de cada elemento. El "árbol" es aquella figura que está en la presencia del espacio dispuesta en raíz, tronco, ramas, hojas; pero es también aquella serie de fases que van haciéndose realidad en la sucesión temporal de simiente, embrión, arbusto, árbol adulto desarrollado. En cada fase, siempre idéntico a sí mismo; totalmente realizado en la serie completa, hasta el último morir de la raíz. Sostener que el ser considerado por nosotros comienza a ser él mismo sólo cuando ha recorrido ya un cierto número de formas evolutivas, sería mecanicismo puro y rudo, que considera una cantidad de partículas al margen de una totalidad viviente. Quien ha comprendido de algún modo qué es un "organismo", no puede por menos dejar de decir que el ser viviente en cuestión comienza por la división de la primera célula, o bien por la unión de las dos células de los progenitores.

Y esto vale también para el hombre. La curva de su forma en devenir se inicia con la unión de las células de los padres, culmina en la perfección morfológica y acaba con la muerte. Así pues, esa forma es ya un ser humano desde el omento de la concepción. Como lo es en el último momento: el de la muerte. No es posible, en buena lógica, pensar de otro modo.

Si, no obstante, se quiere objetar cómo cómo es posible que los primeros estadios de la evolución pueden llevar consigo la importancia espiritual de la dignidad humana, se debe responder de nuevo que es un planteamiento materialista poner un pensar según la cantidad en lugar de un pensar según la calidad. Puesto que las primeras células poseen, en efecto, toda la potencialidad estructural de la vida futura, contienen también en potencia todas las formas que se generan, no sólo mediante el desarrollo embrionario, sino también en el que seguirá al momento del nacimiento, a través de la infancia edad madura decaimiento. A fin de que de la cantidad 2 resulte la cantidad 5, es necesario añadirle la cantidad 3; de otro modo, permanece todavía 2. Pero a fin de que del primer estadio del organismo se formen los siguientes, no es necesario ningún añadido, sino tan sólo un desarrollo: existe ya en potencia todo lo que será.

Una concepción mecanicista no puede hacerse cargo del ser vivo, puesto que lo ve como yuxtaposición exterior, como una máquina. Además, lleva consigo un gran peligro respecto a la comprensión del valor: el de recibir la impronta de la cantidad, ya sea de la masa, ya sea del número de los elementos formados en acto. Quien piensa de esta manera, tanto menos verá a la persona humana en el embrión cuanto menor sea el tamaño y menos diferenciada sea la organización del estadio de evolución en que se encuentre; y, como consecuencia, siempre tendrá menos impedimentos para intervenir en la vida embrionaria.

Por otra parte, no debemos olvidar las demás consecuencias de semejante modo de ver las cosas que, en términos generales, sostiene que el ser humano no tiene un carácter esencial, sino que es algo que existe en grado superior o inferior : precisamente en la medida en que el estadio de desarrollo que se considera se acerca al "optimum", a la situación suprema de riqueza formal y de energía vital. De esta manera se va manifestando una graduación no sólo en la evolución embrionaria que hasta el momento estamos examinando, sino también en otros aspectos del complejo vital. La distancia del punto óptimo puede ser considerada marcha atrás, hacia el principio, con esta conclusión: cuanto más primitivo es el estadio de la evolución embrionaria, tanto menos humano es el producto. Pero también puede ser considerada según el momento más avanzado, para concluir: cuando el estadio de la evolución autónoma está más distante del culmen, o sea, cuanto más viejo es el individuo, es tanto menos persona. La distancia del "optimum" puede, por otra parte, manifestarse mediante todas aquellas minusvaloraciones que se llaman enfermedad, debilidad, desventura; y entonces se concluye: cuanto más enfermo débil desventurado es un individuo, tanto menos puede pretender el carácter verdadero de ser humano.

Pero entonces, todo depende de como se fije la escala explicativa del índice de eliminación de las formas minusválidas, ya sea embrionarias como después del nacimiento. Y se debe recordar de nuevo cómo la teoría y la praxis del más reciente pasado han llegado en realidad a esta conclusión, con plena conciencia, admitiendo el horrible concepto de una "vida privada de valor vital".

Las primeras víctimas fueron los locos y los idiotas; hubieran seguido por los enfermos incurables -los cuales ya, en realidad, no siguieron-, y los viejos y los incapaces para el trabajo hubieran cerrado la serie. Pero llegar a este punto significa que el ámbito de la existencia digna del hombre ha sido definitivamente abandonado, porque una mentalidad tal es barbarie desnuda y cruda.

Verdaderamente, concepción y muerte, ascenso y decadencia, infancia y madurez, salud y enfermedad, pertenecen a ese todo que llamamos "hombre". Son elementos de la totalidad de su existencia, que no es sólo naturaleza, sino también historia; que no tiene sólo un desarrollo, sino un destino; que no supone sólo enriquecimiento y daño, sino también conservación y alteración, victoria y derrota, superación y expiación. Y la enfermedad superada con coraje, la incapacidad de rendimiento de la que florecen bondad, sabiduría, madurez, son mucho más "valores vitales" que una salud que vuelve al hombre brutal y una bravura que desnaturaliza la existencia.

Quien piensa de manera coherente con lo anterior, no puede dejar de concluir que el ser humano es verdaderamente una persona desde el primer momento de su desarrollo, o sea, desde la unión de las células de los padres, de manera que todos los estadios de su desarrollo están sometidos a las normas que valen para el hombre.

Más aún: se puede decir con toda precisión que si alguno, empujado por el hecho de que la semejanza exterior del embrión con la persona humana disminuye cada vez más según se mira hacia atrás, se siente inducido a no considerarlo como hombre y ,sin embargo, protege la humanidad todavía latente en el embrión con vigilante conciencia, ha alcanzado verdadera y propiamente una madurez ética.

Porque el indefenso es confiado al fuerte, y en el hecho de que el hombre use su superioridad para proteger al otro radica la diferencia entre fuerza y prepotencia. Esta protección, allí donde se trata de la vida en desarrollo, asume un especial carácter decisivo para la vida humana. Por eso nos conmueve siempre el sacrificio que la verdadera madre lleva a cabo en pro de esta tarea. La misma tarea que lleva a cabo el padre cuando protege a la madre y al niño que se forma en ella. Y lo mismo el médico, que sabe ver al ser humano allí donde el ojo inexperto no lo reconoce todavía, y se hace casi su procurador y defensor contra las consideraciones utilitarias que lo solicitan.

Aquí se ha dicho algo que establece el más profundo "ethos" médico. El decano de la pedagogía, Hermann Nohl, definió una vez al educador como aquel hombre que representa el sentido de la juventud no sólo frente a la pretensión autoritaria de la sociedad, sino también frente a sus impulsos instintivos. Del médico se puede decir algo similar: él representa el derecho del hombre enfermo frente a la brutalidad de los sanos, y representa el derecho del hombre en desarrollo frente al egoísmo de los adultos, también del que proviene de la necesidad. Sucede aquí que la incorruptibilidad descansa sobre una clara visión de la esencia del hombre y de la obligación incondicionada de tutelar su dignidad. El médico conoce mejor que cualquier otro el dolor y la miseria de la vida; sabe también que el dolor y la miseria de los hombres es de una naturaleza distinta a los de las bestias, puesto que es una persona inalienable en su dignidad espiritual, insustituible en su responsabilidad eterna. A él le es confiada la situación de enfermedad y de imperfección de cada uno, no sólo como fenómeno físico-psíquico o como un elemento de la asistencia pública, sino en cuanto contenido de la persona, de su existir y de su conservación. Por eso no debe actuar nunca como si la persona no existiese, como si no fuese persona; todo lo contrario: está obligado a protegerla en el ámbito de su competencia, también contra las presiones de motivos en sí buenos, pero que deben permanecer subordinados a razones superiores, ante todo y sobre todo a la inviolabilidad de la persona.

El principio y la miseria

Pero, ¿acaso no hemos olvidado, en el curso de nuestras consideraciones, que la indigencia de muchos hombres, es tan grande, que no se sabe bien cómo puede prosperar la nueva vida?

Creo que no, porque existen dos maneras de salir al encuentro de las tribulaciones humanas. Una es evidente. Consiste en disminuir los dolores y eliminar las causas inmediatas de los daños. La otra no es tan evidente, pero es igualmente importante; más aún, es más importante. Consiste en ayudar al hombre a fin de que, en las tribulaciones, conserve la visión de la vida en su totalidad, el sentimiento de lo que en ella es esencial, el sentido de las distinciones absolutas; y supere, con tal ánimo, todo lo que le sucede.

Por muy importante que sea el primer modo, si contradice al segundo, se transforma en daño. Quien libra a una familia de una futura restricción de sus posibilidades de vida y alimento, matando la vida que se forma, a corto plazo ha solucionado el problema de modo providencial; pero a largo plazo y referido a la totalidad, ha acrecentado la calamidad. Sería como uno que, para poder encender el fuego, despedazase las vigas de la casa: de momento, se calentaría, pero la casa quedaría en ruinas.

En el problema del que nos estamos ocupando, se entrecruzan las cuestiones más variadas: jurídicas, económicas, sociales y psicológicas, sin olvidar las referentes a la más amarga miseria personal y general. Son tan urgentes, que la tentación de decir que sería necesario resolverlas inmediatamente, está siempre presente; después, ya veremos qué pasa. Este sentimiento es comprensible y digno de alabanza, pero no es justo.

A través de lo intrincado de todas las consideraciones, debe quedar definitivamente claro que sólo una pregunta es importante. Una pregunta que va más allá del problema particular del que hemos partido y conduce al punto fundamental: el hombre, ¿se pertenece a sí mismo, a la familia, al Estado, o bien está sometido a la majestad de una instancia absoluta cuya norma regula, ya sea los deseos personales, ya sea las pretensiones sociales?

Si es verdad lo primero, entonces el hombre está abandonado no sólo a sí mismo, a sus deseos, a sus necesidades y a sus concepciones de la vida, ideas, etc., sino también a la situación social y a su más poderosa expresión: el Estado. Tanto cada uno en particular como el Estado encontrarán siempre razones –a menudo óptimas y convincentes, pero nunca definitivas y, por tanto, falsas desde el punto de vista de la totalidad– para dar un carácter de justicia estricta a lo que quieran. Lo hemos experimentado.

Si es verdad el segundo planteamiento, entonces los deseos y las tribulaciones de cada uno, así como la fuerza sugestiva de la situación social y la violencia del Estado, están frente a un límite moral absoluto. Y este límite, no sólo inhibe, sino que también salva: salva al hombre y al Estado –lo que es propio del hombre y lo que es propio del Estado– de la confusión que nace de ellos mismos. Una tutela de este tipo deriva de una norma, y cada norma obliga. En determinadas circunstancias, quizá cueste sacrificio; un sacrificio particularmente grave para aquellos que no comprenden por qué deben realizarlo, o que tienen la impresión de que esa norma tutela sólo a ciertos grupos, o que es la expresión de una justicia de clase; y así tantas otras cosas. Pero verdaderamente, por encima de cualquier otra consideración significa, lisa y llanamente, la tutela y la defensa del ser humano.

Al igual que existe una lógica de la ciencia, existe también una lógica de la vida. La primera es evidente: por ejemplo, cuando dice que una piedra, atraída por la fuerza de la gravedad hacia el centro de la tierra, no puede moverse hacia lo alto. La otra lógica es más difícil de entender, pero es tan inexorable como la primera: afirma que las acciones normalmente equivocadas, aunque parezcan útiles, al final conducen a la ruina. Mentir puede tener ventajas una, diez, cien veces; pero finalmente, siega de raíz aquello sobre lo que se apoya la vida: en la propia interioridad, el respeto a sí mismo; y en la relación con los demás, la confianza. Un daño que no tiene remedio. Esta consecuencia es inexorable: al igual que lo es la ley de la gravedad. Una lógica de este tipo funciona también en nuestro caso. En el hombre existe algo que no puede ser tocado por su misma esencia: la sublimidad de la persona viviente. Pueden ser aducidas razones importantes para hacerlo, y pueden incluso hacerse tan urgentes que, quien se resista, puede parecer un doctrinario sin entrañas. Pero, ceder en esto, es la destrucción final, la destrucción, precisamente, de lo que debería ser salvado.

Se apela al derecho de intervención –el que nosotros estamos poniendo en tela de juicio– en nombre de la libertad y de la posibilidad de que el desarrollo de ser humano tenga una calidad de vida adecuada. Pero entonces, el resultado del balance final será que la vida está en las manos del egoísmo de cada uno y del punto de vista del Estado. Y ya va siendo hora de que aprendamos a ver cuales son las consecuencias. Hemos experimentado qué significa ceder primero en una cosa, después en otra y después en una tercera, asegurando cada vez que no se podía hacer otra cosa, que era inevitable actuar así; buscando cada vez el modo de convencernos a nosotros mismos que no sucedería lo peor. Hasta que nos encontramos de sopetón con lo peor a la vuelta de la esquina… Toda violación de la persona, especialmente cuando se efectúa bajo el amparo de la ley, prepara el camino al Estado totalitario. Rechazar esto y aprobar aquello, no denota precisamente claridad de pensamiento ni una conciencia despierta y recta.

De todas formas, en el principio claramente intuido se encuentra una ayuda práctica inmediata. Médicos de gran experiencia afirman que el médico que rechaza destruir la vida del ser humano en desarrollo por razones médicas, se vuelve más prudente e ingenioso, y es capaz de conducir a buen fin muchos casos que, a primera vista, parecían desesperados. Lo mismo vale decir también aquí.

Problemas como los que hemos considerando, deben ser discutidos partiendo de la totalidad y de la duración de la existencia de la familia y del pueblo, si no se quiere resolverlos a la ligera. No hay ninguna duda de que una mentalidad que aprueba el "índice social", hace enfermar las fuerzas del carácter y la iniciativa de la vida. Al contrario: si los padres están convencidos de que toda vida humana está sometida desde sus comienzos a la ley moral que prohíbe el asesinato, esta convicción los hará más delicados de conciencia, más prontos a la renuncia y más fuertes en la actuación coherente. En eso consiste, tanto en la totalidad como en la duración, la ayuda que verdaderamente importa.

Antes de concluir, una última cosa que no debemos omitir. Los partidarios del "índice social" sostienen y declaran que mucha gente dispone de tan pobre alimentación, vivienda y posibilidad de vida, que estarían obligados a matar a un ser humano todavía en desarrollo, si no quieren disminuir en el futuro la disponibilidad de esos bienes a los que ya existen. Ahora bien, eso significa que el ordenamiento económico-social está afectado desde sus mismo cimientos.

Antes de que el Estado recurra al medio de la matanza para disminuir la calamidad presente en este desorden, antes de que anime a las madres a desear o a permitir la muerte del hijo que está formándose en sus entrañas, debería comprobar con toda seriedad y a conciencia que se ha hecho todo lo posible –todo, verdaderamente– para restablecer el orden adecuado. Y entonces, sin duda, llegará a este resultado: si el Estado quiere –si quiere realmente–, no hay necesidad de matar para que se pueda vivir. Basta con tomar medidas y sacrificarse.

Sobre un tema como el que estamos tratando, se podrían decir muchas más cosas: si esta responsabilidad es o no efectivamente captada y asumida plenamente; si tiene todo su peso en el empleo del dinero público, en la administración de los víveres y de las viviendas, y tantas otras cosas. También esto sería una materia a tratar en particular. Aquí se toca lo esencial. Lo que está en el fundamento no es, como cree el sedicente "hombre práctico", superflua teoría, sino esclarecimiento y confirmación de la "razón" sobre lo que todo se apoya, también la praxis justa.

Por Romano Guardini


Teólogo católico italo-germano. Fue un eminente escritor, pensador y maestro que abrió a varias generaciones el análisis de grandes filósofos explorando amplios espacios de cultura.

miércoles, 23 de mayo de 2012

►¿TIENEN ALMA LOS EMBRIONES?



Queridos amigos, sabemos que el cuerpo, nuestro cuerpo, comienza a formarse a partir de un par de células, y que ha sido llamado a la VIDA por nuestro buen Dios, no me había planteado sino hasta hace poco sobre el momento en que el alma se infunde en el cuerpo. Los que desean matar necesitan menoscabar donde ni la razón, ni la ciencia aún, pueden explicar porque simplemente hay cosas que son naturales, independientemente de una religión, de una idea, de cierta política.
¿La política de la cultura de muerte? El ODIO, solo en corazones amargados y frustrados entra la posibilidad de aniquilar vida destinada a nacer mas allá del cuadro en el que haya sido gestada.
Un tema de debate y hasta donde he podido leer ni la bioética ni la filosofía han podido responder... solo El tendrá la respuesta: porque a Dios lo que es de Dios, a nosotros no cabe el respeto hacia toda obra Suya.
Les comparto el siguiente escrito y de aquí en mas todo cuanto vaya leyendo porque me parece bueno seguir avanzando y nutriéndonos de conocimientos y opiniones e investigaciones de expertos y estudiosos para continuar nuestra defensa de la vida.
Aprendemos juntos, gracias por algunos testimonios que sigo recibiendo, y que cuando Dios permita veré el modo de compartir.
Gracias por leer
Dios los bendiga
Laura

La gente se sorprende a veces cuando se entera de que lo incorrecto de destruir un embrión humano no depende en última instancia del momento en que ese embrión pueda convertirse en persona o recibir de Dios el alma. Muchas personas suponen, frecuentemente, que la Iglesia Católica enseña que destruir los embriones humanos es inaceptable porque son personas (o tienen alma). Aunque es cierto que la Iglesia nos enseña que la destrucción intencional y directa de embriones humanos es siempre inmoral, sería incorrecto deducir por ello que también enseña que los cigotos (embriones de una sola célula, es decir, el óvulo fertilizado), o cualesquiera otros embriones en fases tempranas, son personas, o que ya tienen almas racionales inmortales. El magisterio de la Iglesia nunca ha declarado de manera definitiva cuándo se crea el alma en el embrión humano. Esto sigue siendo una cuestión abierta. La Declaración sobre el Aborto Provocado emitido por la Congregación para la Doctrina de la Fe en 1974 lo expone de manera muy precisa:

“Esta declaración deja expresamente a un lado la cuestión del momento de la infusión del alma espiritual. No hay sobre este punto una tradición unánime, y los autores están todavía divididos. Para unos, esto sucedería en el primer instante; para otros, podría ser anterior a la anidación. No corresponde a la ciencia dilucidarlas, pues la existencia de un alma inmortal no entra dentro de su campo. Se trata de una discusión filosófica de la que nuestra razón moral es independiente…”

A partir de lo anterior, la enseñanza moral de la Iglesia es que el embrión humano debe ser tratado como si ya tuviera alma, aun y cuando pudiera no ser así. Debe ser tratado como si ya fuera una persona desde el momento de la concepción, aun y cuando exista la posibilidad teórica de que no sea así. ¿Por qué esta postura sutil, débil, y no una declaración firme de que los cigotos tienen alma y por lo tanto son personas? Primero, porque nunca ha habido unanimidad en la tradición sobre este tema; segundo, porque el preciso momento de la creación del alma/la persona en el embrión humano es irrelevante para la pregunta de si podemos o no destruir dichos embriones con propósitos de investigación o cualesquiera otros propósitos.

Es interesante saber que el tema de la creación del alma se ha estado analizando desde hace siglos y que la animación tardía fue probablemente la norma en la mayor parte de la historia cristiana. La animación inmediata empezó a ganar fuerza a comienzos del siglo XVII (y en la actualidad es la postura más ampliamente aceptada). San Agustín, al parecer, estuvo cambiando de una posición a la otra durante toda su vida. Santo Tomás, en el siglo XIII, sostenía que la animación humana no sucedía en el primer instante sino en un momento independiente del inicio mismo. El argumentaba que esto posibilitaba el desarrollo material del embrión y lo hacía “apto” para recibir de Dios el alma inmortal (pasando por estadios iniciales más simples como almas “vegetales” y “animales”). Las discusiones continúan todavía el día de hoy en diversos ámbitos, con nuevos conocimientos en embriología incorporándose al debate como lo son la gemelización y la quimerización, y con nuevas preguntas conceptuales surgidas a partir de la complicada biología que rodea la totipotencialidad y la pluripotencialidad.

Hay que reconocer que el momento preciso en que el alma es creada en el embrión es asunto de Dios. No necesitamos una respuesta a esta fascinante pregunta teológica especulativa, como aquella antigua discusión sobre cuántos ángeles caben en la punta de una aguja, para comprender la verdad fundamental de que los embriones humanos son inviolables y merecen un respeto incondicional en cada etapa de su existencia. Esta declaración moral se apega, más bien, a los datos científicos que se tienen sobre el desarrollo humano inicial y que afirman que cada una de las personas sobre la faz de la tierra es, por decirlo así, “un embrión que ha crecido mucho”. No es necesario, por lo tanto, saber cuándo Dios crea el alma en el embrión, pues como en alguna ocasión lo he comentado a manera de broma, aun y cuando fuera cierto que el embrión no recibe su alma sino hasta que se gradúa de la escuela de leyes, eso no significa que antes de su graduación se le pueden extirpar forzadamente órganos y tejidos y provocarle la muerte.

Los embriones humanos son ya seres que son humanos (no cebras ni plantas) y, de hecho, son los más nuevos y más recientes integrantes de la familia humana. Son seres completos estructurados para madurar a lo largo de su propia línea de tiempo. Cualquier acción destructiva contra ellos durante su desplazamiento hacia el desarrollo total, interrumpe en sí toda la línea de tiempo de esa persona en particular. En otras palabras, el embrión existe como un integrante completo y viviente de la especie humana, y cuando se destruye, ese individuo específico ha perecido. Todo embrión humano, por lo tanto, es único y sagrado, y no debe ser canibalizado para extraerle sus células madre. 

Lo que el embrión humano es, aún en su más temprana fase de desarrollo, lo convierte ya en el único ser apto para recibir el don de un alma inmortal de manos de Dios. Ningún otro embrión animal o vegetal puede recibir este don; de hecho, ningún otro ente en el universo puede recibirlo. Es por ello que el embrión humano desde sus inicios nunca será meramente un tejido biológico, como lo es un grupo de células hepáticas en una caja de petri; mínimamente, ese embrión, con todas sus estructuras internas y con la dirección que sigue, representa el santuario privilegiado de alguien que ha sido creado para desarrollarse como una persona humana.

Algunos científicos y filósofos intentarán argumentar que si el embrión en fase inicial no ha recibido aún un alma inmortal de Dios, entonces está bien destruirlo con propósitos de investigación puesto que todavía no es una persona. Pero en realidad sería lo contrario; es decir, sería más inmoral destruir un embrión que todavía no ha recibido un alma inmortal que destruir uno que ya la tiene. ¿Por qué? Porque el alma inmortal es el principio por el cual esa persona puede llegar a su destino eterno con Dios en el cielo, de tal manera que cuando alguien destruye un embrión, si ese fuera el escenario, impediría de manera absoluta que ese ser humano logre tener un alma inmortal (o ser una persona) y pueda llegar a Dios. Esta sería la peor de las maldades pues ese investigador de células madre embrionarias estropearía, con una acción que en cierto sentido sería peor que el asesinato, todo el diseño que Dios tenía para esa persona única e irrepetible.

La persona humana, por lo tanto, aun en su forma más incipiente como un ser humano embrionario, debe ser siempre protegida de manera absoluta e incondicional, y la especulación respecto al momento en que se convierte en persona no debe alterar esta verdad fundamental. 

El Padre Tadeusz Pacholczyk hizo su doctorado en neurociencias en la Universidad de Yale y su trabajo post-doctoral en la Universidad de Harvard. Es Sacerdote para la Diócesis de Fall River, Massachusetts, y se desempeña como Director de Educación en el Centro Nacional Católico de Bioética en Philadelphia. The National Catholic Bioethics Center: www.ncbcenter.org Traducción: María Elena Rodríguez

miércoles, 17 de agosto de 2011

Los 14 días del ´preembrión´ sólo son una mera conjetura



¿Cuál es su solidez científica? ¿Es dato probado, demostrado, que el embrión humano puede dividirse y originar gemelos a lo largo de sus dos primeras semanas de desarrollo?

Autor: Dr. Gonzalo Herranz, de la Universidad de Navarra 
 Fuente: Universidad de Navarra

Herranz defiende que entre biólogos y bioéticos debe darse una relación vital. De ello depende, por ejemplo, que el embrión de menos de 14 días esté provisto de dignidad. El catedrático de Anatomía Patológica revela en este sentido que la cronología del modelo de Corner sigue siendo una hipótesis.

Me invitaron a dar la lección de clausura de la V edición del Máster en Bioética de la Universidad de Navarra. Y elegí para ella un tema básico: la seriedad con que, en bioética, se ha de tomar la biología. Es muy estrecha la relación que se anuda entre biología y bioética. Eso quiere decir que biólogos y bioéticos no pueden trabajar dándose la espalda. Se necesita un vivo intercambio entre ciencia natural y filosofía moral, entre logos y ethos. En mi lección a los nuevos másteres les instaba a que dedicaran horas a leer ciencia biológica, y a hacerlo intensa, críticamente. Lo exige mantener alto el listón. A veces pienso que la bioética académica está perdiendo aliento. Y parte de la culpa de ese aflojamiento puede radicar en que cada año son más numerosos los trabajos de bioética debilitados por su biología mal entendida o falseada. No ocurre eso siempre por culpa de los bioéticos: no faltan biólogos que, por intereses ideológicos, dan por buenas interpretaciones dudosas, y por definitivos datos provisionales. Para mostrar a los másteres una aplicación de esas ideas y consejos, les puse varios ejemplos. Elijo para esta Tribuna, uno que, a mi parecer, puede interesar -y hacer pensar- a muchos. 

Supuesta cronología de la gemelación

En embriología, obstetricia y genética humanas, se tiene por dato firme que los gemelos monocigóticos se originan por división del embrión durante los 14 días que siguen a la fecundación. En eso coinciden los libros de texto y los artículos de investigación avanzada. En ese concepto se apoyan, en donde las haya, las leyes de reproducción asistida y experimentación en embriones humanos. Es, a fin de cuentas, biología "oficial".

* He llegado a la conclusión de que la correlación tiempo de desarrollo posfecundación/tipos de gemelos que presentan manuales y artículos de investigación es una mera hipótesis.

Que en esas dos semanas el embrión humano puede dividirse y originar dos seres humanos es idea que fascina a muchos bioéticos, juristas y teólogos. Les permite afirmar que, mientras es posible esa división, no estamos ante un individuo humano, sino ante un ser pre-personal, ante un pre-embrión, el cual, obviamente, no puede ser persona humana ni titular pleno de los derechos humanos. La coherencia filosófica de este argumento ha sido debatida hasta la náusea.

Pero, ¿cuál es su solidez científica? ¿Es dato probado, demostrado, que el embrión humano puede dividirse y originar gemelos a lo largo de sus dos primeras semanas de desarrollo? He dedicado tres años a rastrear, con deseo de ser exhaustivo, las publicaciones biomédicas sobre el asunto. Y he llegado a la conclusión de que la correlación tiempo de desarrollo posfecundación/tipos de gemelos (DCDA, MCDA, MCMA, gemelos unidos) que monótonamente presentan manuales y artículos de investigación es una mera hipótesis. La lanzó G. W. Corner en 1922. Fue completada por O. v. Verschuer en 1932. La divulgó de nuevo Corner en 1955. Y, poco a poco, ha sido sumisamente aceptada por todos, a pesar de lo que el propio Corner afirmaba.

* Curiosamente, la ´historia´ de los 14 días ha dado a los bioéticos un argumento muy astuto que les autoriza a mantener a los embriones en un limbo de inferioridad ética y así manipularlos impunemente

Decía en 1922: "Voy a permitirme un breve ejercicio de imaginación sobre la morfogénesis de los gemelos monocoriónicos humanos". Y, en ese ejercicio de imaginación, no sólo fundía en un modelo hipotético sus ideas sobre la gemelación diamniótica del cerdo con las de Paterson sobre la monoamniótica del armadillo, sino que tradujo a coordenadas temporales de la embriología humana lo que suponía que podía ocurrir en la geminogénesis monocoriónica humana.

Más de 30 años más tarde, cuando su ingeniosa y brillante teoría se estaba ya convirtiendo en paradigma indiscutido, en dogma que no había generado herejes, el propio Corner, al reproponerla y completarla, seguía declarando que era cosa artificial, especulativa. Decía, en 1954, en su Baer Lecture: "Los embriólogos y obstetras hemos construido con lápiz y papel la teoría morfológica de la gemelación uniovular, trazando los diferentes modos que podría seguir el cigoto para desarrollar al final dos embriones. Todo eso está en los manuales. Se ha elaborado, sin embargo, mediante meras conjeturas a partir de la estructura de la placenta y las envolturas fetales...".

Un necesario cambio de paradigma

Ha pasado más de medio siglo y nadie ha modificado el modelo de Corner. Pero nadie le ha dado fundamento empírico. En los laboratorios de reproducción asistida se han examinado millones de embriones humanos: pero de esas observaciones no ha venido luz, aunque sí alguna confusión. Llevamos noventa años parados, fascinados por una teoría perfecta, lógica y racional, que ha apagado la curiosidad y anestesiado la rebeldía. 

Curiosamente, la "historia" de los 14 días ha dado a los bioéticos un argumento muy astuto que les autoriza a mantener a los embriones en un limbo de inferioridad ética y así manipularlos impunemente.Pero ese no parece un comportamiento serio, responsable. Cuando de sus reflexiones un bioético saca conclusiones de gran calado (por ejemplo, negar dignidad plenamente humana al embrión humano), ese bioético está obligado a proceder sin prejuicios éticos y biológicos. No puede aceptar a ciegas un dato biológico, por popular que sea, sin cerciorarse de su origen, historia y validez, pues no le vale creer en la biología con la fe de carbonero. Ni le es lícito privar de derechos humanos a ciertos seres humanos aplicando teorías biológicas hechas sólo con "lápiz y papel". Han de exigir de los biólogos no que les halaguen los oídos con suposiciones, sino hechos bien comprobados, de garantía, oro científico puro, no oropel.

Cabe preguntarse: ¿Por qué no se ha investigado la posibilidad de que la gemelación se dé en el primer momento, en la primera división del zigoto? Eso resolvería muchos problemas ontológicos. Sobre todo, recuperaría para los gemelos monocigóticos una morfogénesis sencilla. La gemelación sería resultado del mismo proceso de la fecundación, que, iniciado con la penetración del embrión, se completa con la primera división del zigoto. De ordinario, esa división origina los dos primeros blastómeros. Pero en la gemelación monozigótica, esa división produciría dos zigotos. Cada gemelo proseguiría autónomamente su desarrollo: cada uno decide su propio desarrollo. 

Esta teoría arrumbaría el modelo teórico de la escisión en diferentes etapas (dos blastómeros, mórula, blastocisto inicial y tardío, disco embrionario), y colocaría en su lugar un modelo teórico de fusión de membranas. La nueva idea causará escándalo, chocará con prejuicios de piedra berroqueña. Pero confío en que, en un futuro no lejano, sepamos suficiente para ver cómo nacen dos zigotos. La cronología del modelo diseñado por Corner sigue siendo una mera hipótesis, nunca demostrada. No es lícito convertirla en un relato factual. Es abusivo esgrimirla en el debate bioético en apoyo de la tremenda afirmación de que el embrión de menos de 14 días está desnudo de dignidad. Esa es una inferencia despótica.


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CONSAGRACIÓN DEL MATRIMONIO AL CORAZÓN INMACULADO DE MARÍA

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"Oh, Corazón Inmaculado de María, refugio seguro de nosotros pecadores y ancla firme de salvación, a Ti queremos hoy consagrar nuestro matrimonio. En estos tiempos de gran batalla espiritual entre los valores familiares auténticos y la mentalidad permisiva del mundo, te pedimos que Tu, Madre y Maestra, nos muestres el camino verdadero del amor, del compromiso, de la fidelidad, del sacrificio y del servicio. Te pedimos que hoy, al consagrarnos a Ti, nos recibas en tu Corazón, nos refugies en tu manto virginal, nos protejas con tus brazos maternales y nos lleves por camino seguro hacia el Corazón de tu Hijo, Jesús. Tu que eres la Madre de Cristo, te pedimos nos formes y moldees, para que ambos seamos imágenes vivientes de Jesús en nuestra familia, en la Iglesia y en el mundo. Tu que eres Virgen y Madre, derrama sobre nosotros el espíritu de pureza de corazón, de mente y de cuerpo. Tu que eres nuestra Madre espiritual, ayúdanos a crecer en la vida de la gracia y de la santidad, y no permitas que caigamos en pecado mortal o que desperdiciemos las gracias ganadas por tu Hijo en la Cruz. Tu que eres Maestra de las almas, enséñanos a ser dóciles como Tu, para acoger con obediencia y agradecimiento toda la Verdad revelada por Cristo en su Palabra y en la Iglesia. Tu que eres Mediadora de las gracias, se el canal seguro por el cual nosotros recibamos las gracias de conversión, de amor, de paz, de comunicación, de unidad y comprensión. Tu que eres Intercesora ante tu Hijo, mantén tu mirada misericordiosa sobre nosotros, y acércate siempre a tu Hijo, implorando como en Caná, por el milagro del vino que nos hace falta. Tu que eres Corredentora, enséñanos a ser fieles, el uno al otro, en los momentos de sufrimiento y de cruz. Que no busquemos cada uno nuestro propio bienestar, sino el bien del otro. Que nos mantengamos fieles al compromiso adquirido ante Dios, y que los sacrificios y luchas sepamos vivirlos en unión a tu Hijo Crucificado. En virtud de la unión del Inmaculado Corazón de María con el Sagrado Corazón de Jesús, pedimos que nuestro matrimonio sea fortalecido en la unidad, en el amor, en la responsabilidad a nuestros deberes, en la entrega generosa del uno al otro y a los hijos que el Señor nos envíe. Que nuestro hogar sea un santuario doméstico donde oremos juntos y nos comuniquemos con alegría y entusiasmo. Que siempre nuestra relación sea, ante todos, un signo visible del amor y la fidelidad. Te pedimos, Oh Madre, que en virtud de esta consagración, nuestro matrimonio sea protegido de todo mal espiritual, físico o material. Que tu Corazón Inmaculado reine en nuestro hogar para que así Jesucristo sea amado y obedecido en nuestra familia. Qué sostenidos por Su amor y Su gracia nos dispongamos a construir, día a día, la civilización del amor: el Reinado de los Dos Corazones. Amén. -Madre Adela Galindo, Fundadora SCTJM

CONSAGRACIÓN DEL MATRIMONIO A LOS DOS CORAZONES EN SU RENOVACIÓN DE VOTOS

CONSAGRACIÓN DEL MATRIMONIO A LOS DOS CORAZONES EN SU RENOVACIÓN DE VOTOS
Oh Corazones de Jesús y María, cuya perfecta unidad y comunión ha sido definida como una alianza, término que es también característico del sacramento del matrimonio, por que conlleva una constante reciprocidad en el amor y en la dedicación total del uno al otro. Es la alianza de Sus Corazones la que nos revela la identidad y misión fundamental del matrimonio y la familia: ser una comunidad de amor y vida. Hoy queremos dar gracias a los Corazones de Jesús y María, ante todo, por que en ellos hemos encontrado la realización plena de nuestra vocación matrimonial y por que dentro de Sus Corazones, hemos aprendido las virtudes de la caridad ardiente, de la fidelidad y permanencia, de la abnegación y búsqueda del bien del otro. También damos gracias por que en los Corazones de Jesús y María hemos encontrado nuestro refugio seguro ante los peligros de estos tiempos en que las dos grandes culturas la del egoísmo y de la muerte, quieren ahogar como fuerte diluvio la vida matrimonial y familiar. Hoy deseamos renovar nuestros votos matrimoniales dentro de los Corazones de Jesús y María, para que dentro de sus Corazones permanezcamos siempre unidos en el amor que es mas fuerte que la muerte y en la fidelidad que es capaz de mantenerse firme en los momentos de prueba. Deseamos consagrar los años pasados, para que el Señor reciba como ofrenda de amor todo lo que en ellos ha sido manifestación de amor, de entrega, servicio y sacrificio incondicional. Queremos también ofrecer reparación por lo que no hayamos vivido como expresión sublime de nuestro sacramento. Consagramos el presente, para que sea una oportunidad de gracia y santificación de nuestras vidas personales, de nuestro matrimonio y de la vida de toda nuestra familia. Que sepamos hoy escuchar los designios de los Corazones de Jesús y María, y respondamos con generosidad y prontitud a todo lo que Ellos nos indiquen y deseen hacer con nosotros. Que hoy nos dispongamos, por el fruto de esta consagración a construir la civilización del amor y la vida. Consagramos los años venideros, para que atentos a Sus designios de amor y misericordia, nos dispongamos a vivir cada momento dentro de los Corazones de Jesús y María, manifestando entre nosotros y a los demás, sus virtudes, disposiciones internas y externas. Consagramos todas las alegrías y las tristezas, las pruebas y los gozos, todo ofrecido en reparación y consolación a Sus Corazones. Consagramos toda nuestra familia para que sea un santuario doméstico de los Dos Corazones, en donde se viva en oración, comunión, comunicación, generosidad y fidelidad en el sufrimiento. Que los Corazones de Jesús y María nos protejan de todo mal espiritual, físico o material. Que los Dos Corazones reinen en nuestro matrimonio y en nuestra familia, para que Ellos sean los que dirijan nuestros corazones y vivamos así, cada día, construyendo el reinado de sus Corazones: la civilización del amor y la vida. Amén! Nombre de esposos______________________________ Fecha________________________ -Madre Adela Galindo, Fundadora SCTJM

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