La vida humana es sagrada porque viene de Dios, permanece siempre en una especial relación con Él y va a Él. El padre y la madre transmiten la vida, pero el Creador es el único Señor de ese don.
Como confirma la genética actual, en el momento en que el óvulo es fecundado por el espermatozoide empieza la aventura de la vida de un nuevo individuo humano que ya tiene su propia identidad biológica e irá desarrollando sus potencias progresivamente sin saltos cualitativos.
La nueva vida posee una dignidad intrínseca a su naturaleza y un inestimable valor independiente de cualquier consideración subjetiva -por ejemplo el deseo de no tener un hijo o la creencia de que la persona concebida no será feliz- y exige ser acogida con responsabilidad.
La libertad humana, incluso en las circunstancias más difíciles, es capaz, con la ayuda de Dios, de gestos extraordinarios de sacrificio y de solidaridad para acoger la vida de un nuevo ser humano.
Un embarazo inesperado y quizás no deseado puede exigir sacrificio, formación, información y ayuda. Pero los seres humanos pueden, a pesar de las dificultades y de sus debilidades, corresponder a la altísima vocación para la cual han sido creados: la de amar.
De hecho, la experiencia demuestra que muchísimos embarazos no deseados se transforman, al dejar nacer al hijo, en gozosas maternidades. Por otra parte, numerosos niños dados en adopción han podido disfrutar de una vida plena y realizar su aportación al mundo.
Aun siendo muy pequeño y estando oculto en el vientre de su madre, el concebido es amado infinitamente por Dios por ser una persona humana, hecha a su imagen y semejanza, y está llamado a la felicidad eterna.
Tener un hijo responde a una llamada inscrita en el propio ser femenino: en la aspiración de su alma a reflejar junto al hombre el poder creador y la paternidad de Dios, en su estructura psíquica inclinada a acoger la vida, y en su misma constitución física y su organismo, dispuestos naturalmente para la concepción, gestación y parto del niño como fruto de la unión con el hombre.
Así, la estructura femenina, unida a la dimensión del don propia de toda persona, ofrece pistas claras sobre el designio divino para la mujer, cuya realización le permite encontrar su plenitud.
La politóloga feminista Janne Haaland Matláry describe así la experiencia de la maternidad que llena de alegría y de sentido las vidas de millones de mujeres: "He sido siempre una mujer trabajadora, interesada ante todo por mi propio trabajo. Pero cuando me convertí en madre, me di cuenta de que esa era, en un sentido muy profundo, la verdadera esencia de la feminidad".
Cristo habla sobre la profunda satisfacción, el significado y el alcance de la maternidad, comparando la vida que la madre alumbra, con la Vida eterna que Él regala: “La mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque le ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo. También vosotros estáis tristes ahora, pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie os la podrá quitar” (Jn 16, 21-22).
A lo largo de la historia, la maternidad ha sido muy valorada. Sin embargo, en ocasiones también ha sido (y es) penalizada o despreciada, por ejemplo por el feminismo radical desarrollado en los años 70 del siglo XX que la relacionaba con la mujer pasiva y atrasada, y por los sistemas económicos que en la práctica discriminan a las mujeres trabajadoras que tienen hijos o no las apoyan. Esta actitud ha impedido a muchas mujeres desarrollar libremente un aspecto esencial de sí mismas y ha empobrecido a la humanidad.
Las mujeres que dan vida y ayudan a su crecimiento realizan una trascendente aportación a la colectividad que el Estado y la sociedad deben reconocer y salvaguardar.
Benedicto XVI llamaba la atención sobre esta cuestión al recibir, en enero de 2011, a grupo de responsables de instituciones públicas italianas, destacando que “es necesario sostener concretamente la maternidad y también garantizar a las mujeres que ejercen una profesión la posibilidad de conciliar familia y trabajo. De hecho, demasiadas veces se ven obligadas a elegir entre una u otra cosa. El desarrollo de políticas adecuadas de ayuda, así como de estructuras destinadas a la infancia (···) puede ayudar a lograr que el hijo no se vea como un problema, sino como un don y una gran alegría”.
Pocos meses antes, al consagrar la basílica de la Sagrada Familia de Barcelona, destacaba también la necesidad de “que la natalidad sea dignificada, valorada y apoyada jurídica, social y legislativamente”.
Actualmente, en Europa, el índice de fecundidad no garantiza la renovación generacional. El descenso y envejecimiento de la población esconden un gran problema social y cultural relacionado con la falta de esperanza y plantean otros tantos, como el futuro de las pensiones. Las madres tienen una función vital en la configuración de una sociedad humana con futuro esperanzador.
La verdadera igualdad de sexos contempla el especial esfuerzo integral de la mujer en el común engendrar, que deja al hombre en deuda con ella, en palabras de Juan Pablo II.
La Iglesia muestra a la familia como el lugar más adecuado para acoger la vida humana y exige que el Estado la respete, proteja y apoye. Al mismo tiempo, consciente de su solidaridad corresponsable, demuestra su apoyo incondicional a las madres para acoger su maternidad con una actitud positiva y llevar adelante la gestación, nacimiento y educación de sus hijos, y para que siempre y en todas partes todos los seres humanos que llegan al mundo reciban una acogida digna del hombre, si es necesario a través de la ayuda a las familias, a las madres solteras y a los niños.
La vida humana debe ser respetada y protegida desde el momento de la concepción. Por muchos problemas que puedan acompañar al embarazo y al hijo concebido, ¿justificarán la expulsión del feto del útero que causa la muerte de ese ser humano que se encuentra en la primera fase de su existencia?
Además del homicidio concreto de un ser humano inerme totalmente confiado a la protección de la mujer que lo lleva en su seno, el aborto provocado es una fuerza destructora para la vida de las personas implicadas en él, especialmente de mujeres que a menudo han tenido que afrontar solas el dolor y el remordimiento profundos que surgen después de la decisión de acabar con la vida de un niño por nacer.
El aborto destruye vínculos naturales de padres e hijos y viola el parentesco espiritual de todos los hombres, menoscaba la dignidad de la persona humana, implica una profunda injusticia en las relaciones humanas y sociales, y ofende al Creador.
Su proliferación perjudica a todos porque disminuye el respeto a la vida de los ancianos y enfermos, “se oscurece la distinción entre el bien y el mal, y la sociedad tiende a justificar incluso prácticas evidentemente inmorales”, constataba el papa polaco en el 25º aniversario de la legalización del aborto en Estados Unidos.
Desde el primer momento de su existencia, el ser humano debe ver reconocidos sus derechos de persona, entre los cuales destaca el derecho a la vida, que además es un elemento constitutivo de la sociedad civil y de su legislación. Los Estados están obligados a defender este derecho fundamental.
Las propuestas de legitimar un supuesto derecho al aborto se basan en discriminaciones arbitrarias y en la ley del más fuerte que hacen retroceder a una época de barbarie que se creía superada para siempre. La paz requiere el respeto de la dignidad de las personas.
De todas maneras, si una persona ha abortado o participado en esa grave injusticia, siempre puede arrepentirse, acoger el perdón y la paz de Dios en el sacramento de la Reconciliación, y confiar con esperanza a ese ser humano fallecido a la misericordia del Padre. Además, incluso a través de esa muerte, Dios puede conducir y sacar vida.