En la semana del 43° aniversario de la promulgación de la profética encíclica Humanae vitae de S. S. Pablo VI, Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata (Argentina), en su reflexión televisiva semanal, en el programa Claves para un Mundo Mejor, se refirió a algunas consecuencias del paradigma sexo sin concepción-concepción sin sexo (1).
Texto completo de la alocución televisiva de Mons. Héctor Aguer
(30-07-11)
(30-07-11)
En la década de 1960 se comenzó a desarrollar lo que dio en llamarse “la revolución sexual” y el punto de partida, en ese momento por lo menos, fue la difusión de la píldora anticonceptiva. Fue una difusión de carácter masivo que con el tiempo cambió aspectos fundamentales de la vida conyugal y que se trasladó también al orden cultural y a la valoración de la sexualidad.
La característica de esa primera “revolución sexual” fue la escisión entre el significado unitivo y el significado procreativo del acto conyugal, que entonces pudo concretarse fácilmente”.
Podríamos decir, en términos vulgares, que se promovió como pauta de conducta “sexo sí, hijos no”. Esta caracterización puede parecer grotesca, pero corresponde a la realidad, ya que una de las consecuencias principales, que había sido vislumbrada por el Magisterio de la Iglesia, sobre todo por la Encíclica Humanae Vitae de Paulo VI, fue el problema demográfico desatado en muchos países del mundo en los cuales se invirtió la pirámide de la población”.
El caso más característico se da en los países de Europa Occidental. He leído hace poco una proporción que parece alarmante: antes cuatro jóvenes trabajaban para sostener la jubilación de un anciano pero hoy día la jubilación de cuatro ancianos recae sobre el trabajo de un joven. Quiere decir que en el futuro, un futuro que se ha hecho presente en muchos lugares, va a ser imposible sostener un sistema de seguridad social, especialmente un sistema de pensiones tal como lo teníamos registrado en el occidente moderno.
Pero ocurre que “la revolución sexual” continúa alterando comportamientos y también acelerando la aplicación de nuevas técnicas a ese orden tan íntimo de la vida humana.
En los años ’90 se inició otra etapa con el desarrollo de las técnicas de procreación artificial. Con ellas se hace posible reemplazar el ámbito propio en que debe producirse la transmisión de la vida humana por un acto técnico, por un procedimiento artificial producido mediante una manipulación de las fuentes de la vida”.
Desde el punto de vista ético hay que destacar que se ha producido una alteración gravísima de la transmisión de la vida humana, al desplazarla del ámbito natural en que corresponde verificarse, una de las consecuencias principales, en la que no se repara, es la cantidad de embriones que se pierden para que uno prospere y nazca un niño. Una estadística reciente muestra que, en Europa, 9,6 embriones se pierden para que nazca un niño a través de aquellos artificios.
Otro elemento negativo es la crioconservación de los embriones “sobrantes”, como si fueran meros objetos biológicos. Se dejan “niñitos” en el congelador. Digo intencionalmente “niñitos”, aunque resulte chocante, pues el embrión humano posee, como es sabido, la identidad genética propia de una persona. En el mejor de los casos, se los reserva para otra oportunidad. En muchos países no se sabe qué hacer con ellos y ya se han suscitado en relación con los mismos serios problemas jurídicos. ¿Cuántos embriones congelados hay en la Argentina?.
A propósito de “sexo sí, hijos no” de la etapa anterior se ha sumado el otro extremo: “hijos sí, sin sexo”, otra variante del descalabro antropológico. El hijo ya no es un don, fruto del amor, sino objeto de deseo y de producción. Esta aplicación técnica a la naturaleza de la procreación humana abre paso a otras perspectivas alucinantes: bancos de óvulos y de esperma a los que se recurre para el caso de fecundación heteróloga (cuando ya no se trata de gametos de marido y mujer) y de las parejas homosexuales que aspiran a “fabricar” un hijo; alquiler de vientres (que eufemísticamente se llama maternidad subrogada); posibilidad de elegir a gusto las características del hijo. En algunos países tiene vigencia el diagnóstico preimplantatorio: se elige el embrión que parece más apto y se descarta a los demás, sobre todo si puede presumirse una futura discapacidad.
Muchos critican a la Iglesia porque consideran que la posición del Magisterio es retrógrada y que no se pone a tono con las posibilidades que ofrece la ciencia. Pero lo que la Iglesia mira y defiende siempre es la dignidad del ser humano, que comienza por el modo de ser concebido, según el orden natural. Su alteración trae consecuencias espeluznantes. Es necesario reflexionar sobre estas cosas para que no juzguemos de ellas en términos puramente sentimentales. Debemos considerar con respeto la aspiración de un matrimonio a tener un hijo (aspiración que no es un derecho), pero cuanto está en juego la sacralidad de la vida humana y la dignidad de su transmisión hay que pensar con la cabeza y poner en juego el sentido común.
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(1) Este paradigma fue enunciado en 1974, por Joseph Fletcher, uno de los padres de la fecundación extracorpórea, en su libro Ética del control genético. Fletcher desarrolla su teoría a partir de la afirmación “tenemos la obligación moral de controlar la calidad y la cantidad de los bebés que traemos al mundo”. Vid. Fletcher, J., Ética del control genético, La Aurora, Buenos Aires 1978, pp. 206-207; vid. también Sanahuja, J. C., El Desarrollo Sustentable. La nueva ética internacional, Ed. Vortice, Buenos Aires 2003, pp. 57-60
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