Benedicto XVI al congreso internacional «Mujer y varón, la totalidad del humanum» (resumen) 10-II-2008
Desde la segunda mitad del siglo XX hasta hoy, el movimiento de valorización de la mujer en las diferentes instancias de la vida social ha suscitado innumerables reflexiones y debates, y ha multiplicado muchas iniciativas que la Iglesia católica ha seguido y con frecuencia acompañado con interés.
La relación hombre-mujer en su respectiva especificidad, reciprocidad y complementariedad constituye, sin duda, un punto central de la «cuestión antropológica», tan decisiva en la cultura contemporánea. Numerosas intervenciones y documentos pontificios han tocado la realidad emergente de la cuestión femenina. Me limito a recordar los publicados por mi querido predecesor, Juan Pablo II, quien en junio de 1995 quiso escribir una Carta a las mujeres, mientras que el 15 de agosto de 1988, exactamente hace veinte años, publicó la carta apostólica «Mulieris dignitatem». Este texto sobre la vocación y la dignidad de la mujer, de gran riqueza teológica, espiritual y cultural, inspiró a su vez la Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo, de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
En la «Mulieris dignitatem», Juan Pablo II quiso profundizar en las verdades antropológicas fundamentales del hombre y de la mujer, en la igualdad de dignidad y en la unidad de los dos, en la arraigada y profunda diversidad entre lo masculino y lo femenino, y en su vocación a la reciprocidad y a la complementariedad, a la colaboración y a la comunión (Cf. n. 6). Esta unidad dual del hombre y de la mujer se basa en el fundamento de la dignidad de toda persona, creada a imagen y semejanza de Dios, quien «les creó varón y mujer» (Génesis 1, 27), evitando tanto una uniformidad indistinta y una igualdad estática y empobrecedora, como una diferencia abismal y conflictiva (Cf. Juan Pablo II, Carta a las mujeres, 8).
Esta unidad de los dos lleva en sí, inscrita en los cuerpos y en las almas, la relación con el otro, el amor por el otro, la comunión interpersonal que indica que «en la creación del hombre se da también una cierta semejanza con la comunión divina» («Mulieris dignitatem», n. 7). Por tanto, cuando el hombre o la mujer pretenden ser autónomos y totalmente autosuficientes, corren el riesgo de encerrarse en una autorrealización que considera como una conquista de la libertad la superación de todo vínculo natural, social o religioso, pero que en realidad les reduce a una soledad opresora. Para favorecer y apoyar la auténtica promoción de la mujer y del hombre no es posible descuidar esta realidad.
Ciertamente se necesita una renovada investigación antropológica que, basándose en la gran tradición cristiana, incorpore los nuevos progresos de la ciencia y las actuales sensibilidades culturales, contribuyendo de este modo a profundizar no sólo en la identidad femenina, sino también en la masculina, que con frecuencia también es objeto de reflexiones parciales e ideológicas.
Ante corrientes culturales y políticas que tratan de eliminar, o al menos de ofuscar y confundir, las diferencias sexuales inscritas en la naturaleza humana considerándolas como una construcción cultural, es necesario recordar el designio de Dios que ha creado al ser humano varón y mujer, con una unidad y al mismo tiempo una diferencia originaria y complementaria. La naturaleza humana y la dimensión cultural se integran en un proceso amplio y complejo que constituye la formación de la propia identidad, en la que ambas dimensiones, la femenina y la masculina, se corresponden y complementan.
Al inaugurar las sesiones de trabajo de la Quinta Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, en mayo pasado en Brasil, quise recordar que todavía hoy persiste una mentalidad machista, que ignora la novedad del cristianismo, que reconoce y proclama la igual dignidad y responsabilidad de la mujer con respecto al hombre. Hay lugares y culturas en los que la mujer es discriminada y minusvalorada sólo por el hecho de ser mujer, en los que se recurre incluso a argumentos religiosos y a presiones familiares, sociales y culturales para defender la disparidad de los sexos, en los que se perpetran actos de violencia contra la mujer, haciendo de ella objeto de malos tratos o de abusos en la publicidad y en la industria del consumo y de la diversión. Ante fenómenos tan graves y persistentes parece más urgente todavía el compromiso de los cristianos para que se conviertan por doquier en promotores de una cultura que reconozca a la mujer la dignidad que le compete, en el derecho y en la realidad concreta.
Dios encomienda al hombre y a la mujer, según sus peculiaridades, una vocación específica y una misión en la Iglesia y en el mundo. Pienso en estos momentos en la familia, comunidad de amor abierto a la vida, célula fundamental de la sociedad. En ella, la mujer y el hombre, gracias al don de la maternidad y de la paternidad, desempeñan juntos un papel insustituible en relación con la vida.
Desde su concepción, los hijos tienen el derecho de poder contar con un padre y una madre para que les cuiden y les acompañen en su crecimiento. El Estado, por su parte, tiene que apoyar con políticas sociales adecuadas todo lo que promueve la estabilidad y la unidad del matrimonio, la dignidad y la responsabilidad de los cónyuges, su derecho y tarea insustituible como educadores de lo hijos. Además, es necesario que se le permita a la mujer colaborar en la construcción de la sociedad, valorando su típico «genio femenino».
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