Historias de mujeres que habían sido condenadas a morir antes de nacer y sobrevivieron a los abortos practicados a sus madres hablan sin resentimientos, con ánimo de reconciliación.
Alejandro Bermúdez, Editorial Planeta – Colección Testimonio
El libro, escrito por Alejandro Bermúdez, se han recogido los testimonios de cuatro mujeres estadounidenses que salieron airosas de una batalla contra la muerte cuando se encontraban en el vientre de su madre.
Se presentan por primera vez los testimonios de cuatro protagonistas directos del aborto: Gianna Jessen, Sarah Smith, Audrey Frank y Bridget Hooker.
Según Alex Rosal, director de la colección Planeta+Testimonio, «sus testimonios no poseen la más mínima nota de resentimiento, amargura o prejuicio contra nadie. Son más bien un alegato en favor del perdón, la reconciliación, la perseverancia y la alegría de vivir».
El libro se divide en cuatro capítulos, cada uno de los cuales narra la historia de una las protagonistas. La primera parte está dedicada a Gianna Jessen, cuya madre hace 23 años se sometió a un aborto por inyección salina, procedimiento que causa la muerte del bebé a través de severas quemaduras.
El procedimiento no terminó con la expulsión de un feto muerto de tres meses --como creían los que hicieron la operación abortiva-- sino en el nacimiento de una niña agonizante a los siete meses de su gestación. Una enfermera se apiadó de ella y en un hospital cercano salvaron su vida.
La segunda es la historia de Sara Smith, cuya madre --esposa de un pastor protestante--, decidió terminar con su sexto embarazo en una clínica de California. Ni los «médicos» ni la madre sabían que en el vientre llevaba dos niños --un varón y una mujer-- y que el procedimiento sólo acabó con uno- -Andrew James--, dejando con vida a su hija Sarah, que hoy tiene 30 años de edad.
El tercer capítulo está dedicado a la «decana» de las sobrevivientes del aborto: Audrey Frank. Sobrevivió al intento de aborto de su madre, mucho antes que el aborto fuera legal en Estados Unidos y nunca había querido, hasta ahora, contar su historia fuera de las limitadas audiencias con las que su actual trabajo pastoral la pone en contacto.
Finalmente, el cuarto capítulo lo protagoniza Bridget Hooker. Su madre intentó abortarla en 5 ocasiones con la inyección de un compuesto químico con la hormona Pitocin. Bridget nació en febrero de 1965 sin ningún problema de salud y con muchos deseos de vivir. Su profunda fe la ha ayudado a enfrentar su historia y soportar un arduo proceso de reconciliación con su madre.
«En cada uno de los relatos, como en los diversos matices del arco iris, brillan características diversas que hacen de estas historias verdaderas epopeyas domésticas. Todas ellas, como un único haz de luz, irradian un profundo amor a la vida. Su lectura no le dejará indiferente», indican los editores.
«Yo sobreviví a un aborto» ya está a la venta en España. En América Latina, el libro puede ser adquirido en las principales tiendas de libros y en grandes librerías religiosas como Paulinas y Paulinos.
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Introducción
Cuán controvertido y cargado ideológicamente es el tema del aborto lo demostró una simple fotografía que, a fines de 1999, enfrentó al excéntrico periodista de Internet Matt Drudge con la poderosa cadena Fox, del magnate de los medios Rupert Murdoch.
Drudge, un convencido defensor del derecho a la vida, había decidido abrir la primera secuencia de su programa de noticias en Fox con la espectacular fotografía -hoy mundialmente conocida- que muestra la mano de un bebé de 21 semanas de gestación operado de "spina bifida" en el útero de su madre, que desde el vientre materno toma el dedo del cirujano que lo interviene.
Los directivos de Fox, que habían permitido que Drudge dijera de todo en su programa, incluyendo los detalles más salaces de la relación entre el Presidente Bill Clinton y Mónica Lewinsky, prohibieron tajantemente que el periodista exhibiera la foto. Según los directivos, la fotografía se prestaba a "confusión", porque se trataba de una intervención de un no nacido para curarlo de un caso de "spina bífida", mientras que Drudge pensaba hacer un "uso indebido" al presentarla como un testimonio a favor de la vida y en contra del aborto.
Drudge abandonó el set enfurecido, dejando a Fox sin programa y acusando a los directivos de practicar "pura y simple censura". "Yo expliqué que dejaría en claro de qué cosa se trataba la fotografía, pero que quería usarla como respaldo dramático para demostrar hasta qué punto un feto de 21 semanas está desarrollado". "Si hubiera mostrado la foto de un huevo de águila con el pollo asomando una pata, no me hubieran hecho ninguna crítica". "El problema es que se trata de un ser humano", dijo Drudge.
Y es precisamente ese factor, el factor humano, el que más ha sido dejado de lado en un debate que cada vez más parece convertirse en un conflicto ideológico, cuando no en una simple batalla por ganar posiciones estratégicas.
Y así, todo lo que asocia el tema del aborto con lo humano, se volatiliza ante el uso de eufemismos: lo que en la realidad es un aborto, se llama "interrupción voluntaria del embarazo", lo que en verdad es un niño por nacer se denomina "producto de la concepción", y lo que en el mundo real es una campaña para promover el aborto se llama "campaña de salud reproductiva".
David Shaw, un periodista de Los Angeles Times -un diario que jamás podría ser descrito como pro-vida-, expuso con admirable objetividad la manera como los medios masivos más importantes de Estados Unidos -y esto podría aplicarse a otros países- contribuían esta desaparición del factor humano en la manera de cubrir el tema del aborto.
En una saga periodística de cuatro primeras planas sucesivas, Shaw reveló cómo este manejo del lenguaje no es casualidad: "la semántica es el arma con que desarrollaremos esta guerra civil", dice -citada por Shaw- Ellen Goodman, famosa comentarista periodística partidaria del aborto. Y según Hal Bruno, exdirector político del noticiero ABC News, el terreno ganado por los partidarios del aborto es fruto de "un manejo más inteligente y agresivo de la estrategia de comunicación". Un solo ejemplo: apenas se hizo pública la "enmienda Webster" de la Corte Suprema –permitiendo la limitación del aborto por parte de los estados-, los pro-abortistas convocaron a una "reunión urgente" con 17 editores de revistas femeninas para "coordinar juntas" la "protección del derecho al aborto".
En esta estrategia, explica Shaw, "no es sorprendente que los activistas a favor del aborto vean a los periodistas como sus aliados naturales". Y es que entre el 80 y 90% de los periodistas norteamericanos, según encuestas de dos importantes medios masivos, se confiesen favorables al aborto. "Oponerse al aborto es, para la gran mayoría de periodistas, una posición ilegítima e incivil en nuestra sociedad", afirma Ethan Bronner, reportero de asuntos legales del Boston Globe.
El favoritismo de los periodistas norteamericanos permite a los abortistas contar no sólo con un eficaz instrumento de propaganda, sino también encubrir muchos acontecimientos desfavorables: así prácticamente ningún medio importante de Estados Unidos le prestó importancia al descubrimiento de Bob Woodward, el famoso periodista del Washington Post, de que dos jueces que habían jugado un papel fundamental en la legalización del aborto, habían declarado posteriormente que la Corte Suprema se había excedido en su función al aprobar el aborto. ¿Por qué la desatención a una noticia tan importante? "Hay mucha gente en los medios de información que está de acuerdo con la aprobación del aborto y que no quiere saber ‘cómo se preparó el chorizo’", explica Woodward.
Shaw observaba también cómo en sutilezas de lenguaje, se filtran criterios favorables al aborto. Tradicionalmente, los medios han llamado a las organizaciones o personas por los nombres que éstos escogen para sí: "gays" a los homosexuales, "Mohammed Alí" a Cassius Clay, etc. En el caso del aborto, los que están a favor han pedido ser llamados "pro-choice" –pro libre elección-, los que están en contra han pedido ser llamados "pro-vida". Los abortistas han sido llamados "pro-choice"…pero los pro-vida no son llamados así. Los periodistas afirman que el término "pro-vida" "es demasiado cargado de contenido y deja a los otros como si fueran ‘anti-vida’ o ‘pro muerte’’’; pero Shaw se pregunta si el término "pro-choice" no está igualmente cargado de sentido.
Es precisamente en medio de este escenario donde aparece, como una flor a la vez tierna y poderosa, la importancia, la belleza y la fuerza del testimonio de los sobrevivientes del aborto.
Para sorpresa de muchos, los sobrevivientes del aborto no son pocos. Por supuesto, son una cantidad tan ínfima respecto de los millones de niños abortados por año, que su sola existencia raya con lo milagroso. Sin embargo, son los suficientes como para convertirse en una suerte de pequeño y eficaz pelotón cuya sola existencia es un alegato a favor del derecho a la vida del no nacido.
Pero como si el solo hecho de existir no bastara; sus vidas además, están cargadas de episodios sorprendentes y hasta de aventuras que transmiten un mensaje claro y conmovedor, cargado de respuestas para muchas interrogantes sobre la vida y su sentido.
Una parte de ese pelotón, cuatro mujeres de vida sencilla y a la vez excepcional, pasan por estas páginas para compartir este testimonio lleno de esperanza.
Bienvenidos a las vidas de Gianna Jessen, Sara Smith, Audrey Frank y Bridget Hooker.
Lea extractos de los capítulos:
- La Historia de Gianna Jessen
- El Testimonio de Sarah Smith
- Habla la "decana": Audrey Frank
- La Historia de Bridget Hooker
Buscando a Gianna
"Hola, haz llamado a ‘Alive! Ministries’ (Apostolado ‘¡Con vida!’). Si dejas tu número de teléfono al escuchar la señal, te devolveremos la llamada tan pronto sea posible".
No es fácil comunicarse con Gianna Jessen. Los números de teléfono disponibles, o conducen a una compañía de representantes o directamente a la grabación de ‘Alive! Ministries’. La voz pausada, leve, es la de Gianna.
Gianna se toma su tiempo para devolver las llamadas. Y es que, pese a que la joven de rostro pálido y sonrisa rápida es alegre, bromista y extrovertida con los suyos; es prudente y casi tímida con la gente de la prensa.
Alguien alguna vez comentó que esta prudencia se debe tal vez a que las secuelas de su palasia cerebral –que incluyen una nada leve cojera- la hacen insegura; pero esa es una hipótesis difícil de admitir para cualquiera que ha visto la seguridad y humor con los que esta frágil mujercita sobreviviente de un aborto enfrenta auditorios de todo tipo alrededor del mundo.
Más plausible parece ser la hipótesis de quienes sostienen que Gianna debe filtrar sus llamadas porque, junto con las multitudinarias muestras de admiración, también ha sabido atraer oscuros e inimaginables odios de quienes defienden el aborto. Que esa sea la razón por la cual no contesta directamente el teléfono es solo una hipótesis, y no algo que Gianna diga de sí. Sin embargo, que hay personas que tienen un encono contra ella no es una hipótesis. Es una increíble realidad.
¿Cómo es posible que esta mujer con cara de niña y andar frágil, que ha convertido su vida en un testimonio a favor de la vida, desde cómo sobrevivió a un aborto, cómo perdonó a su madre biológica y cómo comprende a las mujeres que abortan, pueda atraer el odio de alguna gente? Difícil saberlo. Los teólogos dirían simplemente "mysterium iniquitatis", el misterio de la iniquidad. Para un periodista, simplemente no hay explicación.
Pero los insultos, las burlas, los gritos furiosos y hasta las amenazas que ha enfrentado Gianna en su vida pública no son una invención. Ni han abundado, ni han sido parte importante de su vida, es cierto, pero están allí, concretos, con su misteriosa y oscura presencia.
Gianna no pretende llevar estos episodios de su vida de imparable promotora de la vida, ni como cicatrices ni como condecoraciones... pero si una máquina contestadora puede ahorrarle algunos encuentros con ese mundo de mezquindad, a buena hora... Aunque eso haya influido en que fueren necesarias seis semanas y más de 50 llamadas para ponerse en contacto con ella.
Una sobreviviente ante el Congreso
"Mi nombre es Gianna Jessen. Tengo 19 años de edad. Soy originaria de California pero ahora vivo en la ciudad de Franklin, en Tennessee. Soy adoptada y sufro de Palasia Cerebral".
Alguien dijo alguna vez que la escena que sirvió de marco para estas palabras se prestaba para un remake contemporáneo de "Daniel ante el Foso de los Leones". Una exageración, sin duda, pero no una invención. La que hablaba era una Gianna Jessen que aparecía demasiado pequeña, demasiado leve frente al micrófono que amplificaba su voz -en la primavera de 1986- ante el Subcomité de Constitución del Congreso más poderoso del mundo en la ciudad de Washington D.C.
Pequeña, pero ni temblorosa ni insegura. Ya no era la Gianna que a los 14 años acabó su presentación ante un Comité similar en California temblando y al borde del llanto, en medio de las burlas vociferantes de un contingente de abortistas, tal vez prometiéndose no volver más a un estrado. Gianna sonaba ahora serena, firme y hasta bromista, dispuesta a contar su increíble historia.
"Mi madre biológica tenía 17 años y 7 meses y medio de embarazo cuando decidió abortarme por el proceso de inyección salina. Yo soy la persona que ella abortó. Viví en vez de morir", siguió el testimonio de Gianna ante el Congreso. ¿Cómo apretar una vida tan peculiar, tan llena de sorprendentes giros, en una exposición de breves minutos? Eso es lo que Gianna intentaba hacer en el corto tiempo que le había concedido el Comité para que diera su testimonio. Un testimonio que, si producía el efecto deseado en los congresistas, podía llevar a una legislación que salvara la vida de cientos de miles de niños en los vientres maternos.
"Mi madre estaba en la clínica y programaron el aborto a las 9 de la manaña -siguió Gianna con su relato-. Afortunadamente para mí, el abortista no estaba en la clínica al yo nacer a las 6 de la manaña del 6 de Abril de 1977. Me apresuré. Estoy segura que si él hubiera estado allí, yo no estaría aquí hoy, ya que su trabajo es terminar la vida, no sostenerla. Hay quien dice que soy un ‘aborto fracasado’, el resultado de un trabajo mal hecho", dijo Gianna.
Una mujer confundida
Gianna, por razones de tiempo y de política, se veía obligada a sintetizar al máximo su testimonio ante el congreso, pero si hubiera podido contar todo con calma, hubiera relatado con todos sus detalles su conmovedora y sorprendente historia. Y es que la historia de Gianna, la historia de una vida con un final feliz, comienza con un largo capítulo triste, sin el cual hoy sería imposible comprender su vida y su propio compromiso a favor de la vida: la historia de Tina.
La vida de Tina, la madre biológica de Gianna, no sería hoy conocida si no fuera por la tenacidad de Jessica Shaver, una reportera pro-vida norteamericana que no quiso concluir la primera biografía de Gianna -un inspirador libro titulado "Gianna: Abortada… y vivió para contarlo" sin contar con todas las piezas del rompecabezas. Y para dar con la madre biológica de Gianna –la pieza clave que Shaver no quiso dejar de lado en su reconstrucción biográfica-, no dudó en contratar a un veterano investigador privado para reconstruir pacientemente la azarosa vida de la joven de 17 años que en abril de 1977, confundida y aletargada, llegó a una ciudad de Los Angeles amenazadora e iridiscente para hacerse un aborto que, de haber concluido como estaba previsto -y como concluyen la inmensa mayoría de los abortos- hoy nadie podría contar la historia de Gianna.
Tras un paciente trabajo, y cuando parecía que era imposible encontrar la aguja llamada Tina en la inmensidad del pajar norteamericano, en marzo de 1992, el investigador privado se comunicó con Shaver para darle la buena noticia, a la que la periodista casi había renunciado: había encontrado a Tina. Más aún, no sólo la había hallado, sino que actualmente estaba casada, recordaba todo lo acontecido aquel día del aborto y tras algunos momentos de duda y confusión, había aceptado llamar a Shaver y concertar una cita para aportar su propio lado, el lado faltante del inicio de la historia de Gianna y de las "razones" por las que estuvo a punto de perder la vida.
Pero la periodista sólo pudo escuchar la tremenda historia de Tina en abril de 1993, cuando ésta llamó a Shaver para decirle, no sin temor, que se sentía lista para contar su historia.
Ambas mujeres se encontraron en un restaurante de la popular cadenaDenny’s y en medio del provocativo olor de patatas fritas, la oculta historia de Tina fue, poco a poco, saliendo a la luz.
Una lápida sin cuerpo
Sarah Smith - superviviente del aborto
El cementerio de Irvine, en el estado norteamericano de California, es famoso no sólo por su belleza y su ambiente radiante y apacible, sino también porque algunas estrellas de Hollywood, como John Wayne, están enterradas allí.
Entre los imponentes bultos funerarios y las lápidas de hombres famosos, muy pocos de los esporádicos visitantes reparan en una sencilla placa de metal que, para quien no la busca deliberadamente, podría pasar desapercibida. La pequeña plancha opaca está colocada a ras de la tierra, rodeada por el extenso y verde pasto que alfombra todo el campo santo y lleva un texto que dice:
ANDREW JAMES SMITH
Hermano mellizo de Sarah
"En nuestros corazones tú siempre estarás vivo"
NOVIEMBRE 1970
Hermano mellizo de Sarah
"En nuestros corazones tú siempre estarás vivo"
NOVIEMBRE 1970
Pero no sólo es la escueta sencillez de la frase lo que distingue a la pequeña placa metálica de las demás lápidas de piedra. En efecto, a diferencia de todos los demás bultos, debajo de ella no hay nada más que tierra, pues nadie sabe dónde fue a parar el diminuto cuerpo sin vida de Andrew James Smith en Noviembre 1970, la fecha en que Betty Smith, madre de cinco hijos, decidió recurrir a un aborto para acabar con su sexto embarazo.
Betty no sabía que en el vientre llevaba dos niños –un varón y una mujer- y que el procedimiento sólo acabaría con uno –Andrew James-, dejando con vida -y más tarde, dando a luz a quien hoy es una de las más elocuentes sobrevivientes del aborto: Sarah Ruth Smith.
Una ficha y una historia
La enfermera de aquel frío e impersonal hospital californiano pasó mecánicamente la ficha médica con los datos de la paciente a un doctor no menos indiferente. En la ficha era posible leer:
Noviembre 1970
Datos: Sexo Femenino, edad 35, madre de 5 niños de 16, 14, 12, 10 y 9 años.
Ocupación: empleada del Hospital Ward. Casada hace 17 años.
Ocupación del esposo: Pastor evangélico
Problema: Irregularidad/ ausencia de período menstrual
El doctor, que conocía a la paciente y a su familia, no necesitó mucha más información para llegar a una conclusión sobre el "caso" que tenía al frente. Así que, tras apenas un rápido auscultar del vientre de la paciente y unas cuantas preguntas, pronunció la frase que nunca dejaba de decir en aquellas circunstancias: "¡Felicitaciones, Betty, el sexto está en camino!"
Pero la respuesta de la paciente embarazada, esta vez, no fue la misma que en anteriores ocasiones.
- "Yo quiero un aborto", dijo Betty, hablando como una autómata y a pesar que el aborto aún era ilegal en Estados Unidos.
- "No hay problema, Betty" respondió el doctor, sin variar un ápice la misma voz zalamera con la que segundos antes la había felicitado por la nueva vida en camino.
Con el paso del tiempo, Betty se ha hecho la misma pregunta que muchos le harían en las numerosas conferencias y presentaciones públicas a las que acompaña casi siempre a su hija Sarah: ¿Cómo la esposa de un Ministro protestante podía recurrir a un aborto sin casi dudarlo?
La misma pregunta se la hizo algunos años atrás la revista pro-vida "Life Advocate" en el marco de un reportaje a ella y a su hija. Betty explicó allí cómo la ignorancia y la presión social se confabularon en su vida para inducirla a tomar la terrible decisión que más le pesaría en su vida.
En aquel momento crítico del embarazo, con una nueva vida en camino, Betty, en vez de considerar esta circunstancia como una bendición, tal como le decía su formación cristiana, veía en su fecundidad un motivo de vergüenza y hasta de profunda irritación. A este sentimiento contribuía no poco la presión de su entorno, que paradójicamente, incluía a las esposas de algunos pastores y otras personas vinculadas a la vida de la comunidad cristiana.
"Con frecuencia me llamaban ‘coneja’", cuenta Betty. "El sobrenombre me lo habían puesto cristianos; pastores amigos y sus esposas y miembros del templo; creyentes", añade, no con tono de censura, sino de pena. "Yo me sentía avergonzada y culpable, tanto así, que en algún momento llegué a pensar que había hecho algo malo al dar a luz a mis niños".
En efecto, cada embarazo para Betty había sido un verdadero suplicio. Después del segundo hijo, cada vez que el vientre volvía a abultarse con una nueva criatura en camino, los amigos y vecinos la miraban con ojos entre compasivos y socarrones.
Pero aún más que las burlas y los comentarios irónicos indirectos a media voz, a Betty le aterrorizaba la idea de morir dando a luz; un temor que ella adjudicaba a un trauma de infancia: "Mi madre murió al darme a luz –relata Betty a Life Advocate- y, esa pequeña niña que es parte de mí, siempre creyó que yo era una asesina por matarla". "Subconscientemente, en retrospectiva, yo creo que estaba atemorizada porque creía que iba a morir al dar a luz, igual que mi madre", recuerda.
Betty había tenido cinco hijos en un lapso de siete años, pero ya habían pasado casi 10 años desde su último embarazo –el mayor de sus hijos tenía 17 años- y hacía pocos meses finalmente había logrado encontrar un buen empleo como asistente de enfermería en el Hospital Ward. El nuevo trabajo había caído como una verdadera bendición para la extensa familia que debía sostenerse con los magros ingresos del ministro protestante de una comunidad no muy extensa.
Por eso, cuando los indicios de su inesperado sexto embarazo comenzaron a hacerse evidentes, y sus colegas en el hospital comenzaron con las bromas respecto de su "ritmo imparable" de dar a luz, Betty no dudó un segundo en prometer con una firmeza furiosa: "yo NO voy a tener otro hijo".
Recordando aquel momento de frustración, miedo y enceguecimiento, Betty no puede sino compararse a una situación desesperada. "Te sientes que estás en un elevador que de pronto se atraca y, en la desesperación, buscas una salida. Y la única que te señalan es una que tiene un gran letrero rojo que dice ‘aborto’", dice.
No se presentaban, entonces, muchas opciones, o por lo menos, así le parecía a Betty en aquel estado de ánimo y sintiéndose sometida a la presión de su entorno. Una presión enemiga de la vida que Betty y Sarah ven repetirse con igual o mayor intensidad hoy no sólo alrededor de las jóvenes solteras embarazadas sino incluso frente a las madres que cometen el "pecado" cultural de señalar que les gustaría tener una familia numerosa.
Además, la convencida decisión de Betty de hacerse un aborto no sólo venía de la rabia frente a las burlas y al repetido apodo de "coneja" que volvía a flotar en el ambiente en torno suyo. Se remontaba también a una lúgubre promesa que se había hecho casi diez años atrás, cuando tenía ocho meses y medio de embarazo de su quinto hijo.
"Otra Navidad estaba transcurriendo conmigo en cinta, embarazada, incapaz de trabajar fuera de casa", recuerda Betty. "Viviendo de un salario reducido de pastor protestante, éramos incapaces de tener medios para hacer frente a muchas cosas, y yo temía que Dios no quisiera satisfacer nuestras necesidades. Fue entonces que hice la promesa de que mis hijos nunca más volverían a verse privados o frustrados a causa de mi embarazo", cuenta hoy.
La promesa, en principio, se refería a no salir nuevamente embarazada. Pero con el nuevo embarazo, confundida y presionada, decidió mantener la palabra de entonces, incluso al costo de abortar.
Así, un jueves, aprovechando el feriado del día de Acción de Gracias que celebran en Estados Unidos a fines noviembre -paradójicamente, para dar gracias a Dios por la abundancia y la fecundidad de la tierra norteamericana-, el esposo de Betty explicó a sus hijos que mamá tenía que ir a la clínica para una "pequeña intervención", y luego, después de comer, condujo a Betty al hospital donde, con toda naturalidad, realizaban un acto que era entonces ilegal. Casi sin darse cuenta, Betty se descubrió a sí misma sola, de pie en la fría sala de recibo de la clínica, con una pequeña y vetusta maleta que contenía sus artículos personales.
Betty entró a la habitación que le asignaron, se puso el camisón de hospital que trajeron las enfermeras y, con ansiedad, buscó tres pequeñas cruces entre sus artículos personales, que luego pegó firmemente en el camisón. "Las enfermeras me prometieron que podría llevarlas puesta durante la cirugía y yo sentí que ya estaba lista".
Betty recuerda que camino a la sala de cirugía, "alguien me contó que dos mujeres habían dado marcha atrás y se habían ido a casa". El testimonio de las "arrepentidas" tocó cuerdas dolorosas en el fondo de su alma, y no ayudó en nada a tranquilizar su conciencia sobre la decisión que estaba tomando…pero ella no estaba dispuesta a dar el paso atrás. Aunque algo le decía por dentro que estaba mal lo que hacía, que no se trataba "simplemente de eliminar un tejido" como le repetían una y otra vez quienes la alentaban al aborto, Betty no estaba dispuesta a cambiar de decisión respecto del destino de la vida que estaba en camino en su vientre. Ella se lo había prometido a sí misma y de alguna forma, se lo había prometido también a quienes se burlaban de ella, a quienes la llamaban coneja... Y ella estaba dispuesta a pagar el alto precio de "demostrar" que no era una coneja, que era también una mujer "moderna".
Hace algunos años, hablando con el periodista de Life Advocate, Betty quedó pensativa, al contar su historia, y reflexionó sobre el significado que, de pronto, tenían para ella las tres cruces que adhirió a su camisón. "Tres cruces, igual que en el Calvario", reflexionó. "Otras dos mujeres rescataron a sus bebés diciendo ‘no’, y yo, pude haber sido la tercera. ¡Ay! tal vez Dios estaba tratando de decirme algo con aquellas cruces", decía en la entrevista, evidenciando el dolor que aún le producía en la memoria aquel momento de decisiones y oportunidades perdidas.
Pero Betty recuerda que en el momento en que se enteró de las dos "acobardadas", como queriendo evitar nuevas deserciones o mayores dudas entre sus pacientes -o habría que decir más bien clientes-, los médicos y enfermeras del establecimiento se apuraron en hablar insistentemente en jerga médica, de tal manera que el acontecimiento del aborto, con su verdadero significado, quedara silenciado por la sordina de lo leve.
Betty recuerda, en efecto, que los médicos hablaban de un "feto", de un "tejido sin valor" que sólo podía ser considerado como "viable" cuando cumpliera los cinco meses en el vientre. "Se referían a ello como si se tratara nada más que de un ‘pedazo de carne’", recuerda Betty. Y es que ella no había visto nunca ecografías, no se había hecho registros de ultrasonido, en suma, no había contado con las pruebas científicas que hoy evidencian la verdad: que un no-nacido es un ser independiente desde el momento mismo de su concepción.
Pese a las explicaciones, la conciencia de Betty no se quedaba tranquila con el cuento de que el aborto no era más que una cirugía "cosmética", algo así como la extracción de una protuberancia incómoda y fea. Pero Betty, igual, cruzó el umbral de la sala de operaciones… y las puertas se cerraron detrás de ella para llevar a cabo aquella decisión sin vuelta atrás.
Tras la operación, cuyas características han quedado como borrosas en la memoria, Betty recuerda haber sostenido una extraña conversación, que se produjo cuando se encontraba aún bajo los efectos del sedante. "Ahora recuerdo, años después del nacimiento de Sarah, la voz suave pero clara de una mujer que me habló, desde la profunda oscuridad y el vacío del cuarto de recuperación, momentos después del aborto", dice Betty.
Se trataba de una voz que quería ser cálida y cordial, de una mujer que parecía buscar en la conversación un vehículo para hacer pasar ese momento de extraña tristeza. "¿Tiene usted otros niños?" preguntó la voz.
"Me acuerdo –continúa Betty- que le respondí con balbuceos, casi incoherentemente, tratando de contarle a esa voz femenina sin rostro, cuán maravillosos eran cada uno de mis cinco niños en casa".
No fue hasta mucho tiempo después que Betty, repitiéndose las inolvidables palabras de aquella mujer, que sólo podía ser una enfermera –las únicas autorizadas a ingresar a la sala de recuperación- se quedó atónita. "las palabras ‘otros niños’ me indicaron que ella y el doctor sabían que habían sacado a una criatura fuera de mí". Betty, en el simple desliz de la enfermera de preguntar por "otros niños", y no simplemente por "niños", comprendió el abismo de diferencia que existía entre lo que había hecho -eliminar la vida de un hijo- y lo que los médicos y enfermeras decían antes del aborto, que se trataba simplemente de un "tejido" sin valor.
Un santuario mariano en "computerland"
El santuario mariano de "Our Lady of America" –Nuestra Señora de América- se eleva enorme y blanco en medio de la llanura de Sacramento, en California, al noreste del corazón informático del mundo, la zona conocida como el "Sylicon Valley" -el "Valle del Sílice"- o simplemente, para muchos locales, "Computerland", la tierra de los ordenadores.
En medio del vasto llano rodeado de colinas, sus cúpulas nítidas y su campanario, su impresionante torre rematada con una enorme imagen de la Virgen María Madre de América hacen del gran templo mariano el equivalente en el oeste del gran santuario nacional de La Inmaculada Concepción en Washington D.C., la capital norteamericana.
Entre ambos santuarios, sin embargo, existe una gran diferencia: mientras que el de la Inmaculada Concepción es una maciza realidad de granito, mármol y bronce que se eleva sobre una leve colina junto a la Universidad Católica de América y a pocos pasos de la sede del episcopado católico norteamericano, el santuario de "Our Lady of America" apenas existe en los planos... y en la mente y la voluntad de Audrey Frank, la "decana" de las sobrevivientes del aborto.
Buscando a Audrey
"Yo soy una sobreviviente del aborto. Y ya no puedo permanecer callada".
- Audrey
Esta era la lacónica frase con la que concluía el crudo testimonio de una anónima sobreviviente del aborto que aparecía en la página web de la organización "Priests for Life" –Sacerdotes por la Vida- que dirige el P. Frank Pavone, en Estados Unidos, en una sección dedicada a personas que han sobrevivido a un aborto: allí están los testimonios de Gianna Jessen, Heidi Huffman… y la enigmática "Audrey".
En efecto, a diferencia de los otros, que aparecen con fotografías y nombres completos, el de "Audrey" es el único testimonio anónimo; un testimonio de una mujer que sobrevivió al intento de aborto de su madre, mucho antes que el aborto fuera legal en Estados Unidos. Es decir, se trata de una mujer mayor que las jóvenes Heidi y Gianna. Más que el hecho de que el acto hubiera sido entonces un crimen –ya prescrito-, era la discreción y el temor de exponer a su madre lo que llevaba a "Audrey" a proporcionar su testimonio sin su nombre completo.
"Es un seudónimo, de una mujer que prefiere no darse a conocer a un público masivo", explicaron en las oficinas de "Priests for Life". Las puertas a ella, por tanto, parecen cerradas.
Sin embargo, desde que conoció la idea de poner juntos los testimonios de sobrevivientes del aborto, el dinámico y ubicuo Padre Pavone decide prestar su apoyo al proyecto; y su entusiasmo fue un estímulo para solicitarle que caminara la milla extra: dar con "Audrey" y pedirle que aceptara, por primera vez, darse a conocer y contar su testimonio completo a un público amplio.
El P. Pavone aceptó involucrar a su equipo en la búsqueda de la sobreviviente del aborto, pero advirtió que no sería fácil: "Audrey" había cambiado de domicilio sin dejar rastros. El tiempo pasaba y el equipo de "Priests for Life" multiplicaba llamadas para dar con ella... en vano.
Hasta que un día sucedió lo inesperado: "Audrey" llamó cuando no había nadie en la oficina y dejó un mensaje en la contestadora: "He sabido que me están buscando. Pueden llamarme a..." y dejó señas claras de cómo encontrarla en su nueva residencia en Sacramento, California.
Las llamadas al nuevo teléfono daban con una contestadora automática, hasta que, nuevamente, "Audrey" llamó amablemente, preguntando el motivo de la búsqueda.
Enterada del proyecto, sorprendentemente, quien hasta entonces había preferido mantenerse en el anonimato, aceptó, sin dudas ni demoras, la propuesta de darse a conocer y de compartir su testimonio completo.
"Audrey", nos informó, no era un seudónimo, sino su nombre de pila: se trataba de Audrey Frank, una mujer sobreviviente del aborto con una increíble historia que contar y que, a diferencia de Sara Smith o Gianna Jessen, nunca había querido, hasta ahora, contar su historia fuera de las limitadas audiencias con las que su actual trabajo pastoral la pone en contacto.
El "sueño americano"
Los esposos Frank y Ana Kucharski, descendientes de inmigrantes polacos, vivían en Trenton, en el estado de Nueva Jersey -muy cerca de la costa Atlántica- en el marco de ese bienestar mesocrático -el "sueño americano"- que les permitía trabajar duro y vivir con las relativas comodidades que se puede permitir un padre "blue collar" -El término "cuello azul" que se utiliza para describir a los trabajadores manuales- que saca adelante una familia numerosa sin que la esposa tenga que dejar el hogar y los hijos.
Ana, a los 39 años, se consideraba una mujer realizada en su vida familiar: sus cinco hijos habían salido todos de la "edad difícil" y llevaban vidas bien encaminadas. Dora, la mayor, y Elliott, tenían 22 y 21 años respectivamente, y ya estaban trabajando o en el College siguiendo estudios superiores; mientras que Eugene, Lean y "Fred" -Alfred, el menor de todos- de 20, 19 y 18 años estaban ya encaminados respecto de sus intereses y se preparaban para salir de la escuela.
Ana consideraba que estaba cerca de concluir su ciclo de "madre", y que pronto podría dedicarse a disfrutar de aquellos años "en blanco" que transcurren entre el ser madre y ser abuela.
De pronto, sus planes se vieron interferidos por un suceso que Ana jamás hubiera esperado: estaba embarazada. ¡A punto de cumplir 40!
Tras los primeros momentos de desconcierto, siguieron el temor y la duda… y para resolverlos, decidió buscar a sus amigas más cercanas para decidir qué hacer.
Una de ellas la más influyente sobre su ánimo y ciertamente la más decidida, no se anduvo con rodeos: "Ana tienes que olvidarte de esto", le dijo, y le propuso enfáticamente, insistentemente, que debía procurarse un aborto -entonces ilegal en Estados Unidos- porque con cinco hijos ya mayores y a su edad, simplemente se vería "ridícula" con un nuevo bebé.
Era 1952, 22 años antes que la Corte Suprema norteamericana convirtiera el aborto en un derecho constitucional. Por eso, para evitarse los riesgos legales de exponerse a buscar un médico dispuesto a practicar abortos "por lo bajo" -de los que no faltaban-, la "amiga" le enseñó a Ana un método casero para que pudiera hacerlo en casa.
Ana estaba temerosa e insegura. Por un lado, sus convicciones y su formación le decían que abortar estaba mal. Además, como madre de cinco hijos, no se imaginaba a sí misma como una de "esas" que abortan. Sin embargo, por otro lado, un bebé no estaba para nada en sus planes, y psicológicamente consideraba que ya había concluido con la exigente etapa de acompañar el crecimiento de una criatura. El argumento del "ridículo" de una mujer mayor con un bebé no pesaba tanto, pero ciertamente se sumaba en la lista de argumentos a favor del aborto.
Por la inseguridad y la duda, Ana pospuso la decisión hasta que ya tenía tres meses de embarazo. Entonces, la balanza en su mente -presionada por las insistencias de su "amiga"- se inclinó contra la vida y a favor de la idea del aborto.
Así, un día de junio, Ana se encerró, con la parafernalia recetada por la amiga para acabar con su embarazo, en un baño de la casa que de pronto se le hizo enorme y frío. Paradójicamente, aquel día escogido por Ana para abortar, era el cumpleaños de su hijo Elliott. En el día en que celebraba un año más de vida de uno de sus hijos, Ana decidía acabar con otro.
Conociendo la verdad
A los 8 años, Audrey era una niña tranquila y relativamente normal, aunque con algunos miedos secretos. Poco después de cumplir tres años, en 1955, su hermano Elliott, entonces de 27 años, murió trágicamente. Pese al evidente dolor, la desaparición del querido hermano mayor no parecía haber dejado una secuela grave en la niña. Por el contrario, a esa edad, Audrey se mostraba contenta con su cambio de una escuela pública a la escuela católica "Saint Joan of Arc", donde había conocido a nuevos amigos, y donde el ambiente católico hacía todo más llevadero y gentil.
Sin embargo, pese al transcurso normal de su vida en la mayoría de aspectos, una sombra alteraba su vida infantil: la pesadilla recurrente de estar huyendo y no encontrar salida, excepto una, a través de una ventana. Pero en esa ventana había un enorme cuchillo esperándola y pese a que su madre estaba cerca, no hacía nada al respecto.
Además de la pesadilla, Ana había notado que Audrey se resistía a dormir de otra forma que no fuera en posición fetal, acurrucada hasta la tensión, y siempre en el extremo inferior de la cama, como si el lecho fuera un lugar peligroso, o aguardara un peligro inminente. no importaba cómo la acostaran ni cómo la dejaran durmiendo después de contarle los cuentos de noche, la pequeña Audrey siempre aparecía en la misma, tensa posición protectiva que tanto inquietaba a sus padres.
"Nací prematuramente, un 21 de diciembre, cuando estaba previsto que naciera un 21 de enero; pero vine al mundo sin ningún problema médico, físicamente fui siempre una persona sana y lo sigo siendo ahora", cuenta Audrey. "Creo que el daño fue más bien emocional, al ver a mi madre sufrir tanto desde pequeña".
En efecto, Audrey no había conocido a la mujer jovial y enérgica de la que hablaban sus hermanos mayores. Para ella, su madre era una mujer triste, que lloraba con frecuencia, sin ella saber por qué.
Y fue justamente a los ocho años cuando Audrey, regresando un día de la escuela -estaba en tercer grado- encontró en casa un clima serio, casi solemne. Papá y mamá estaban en la sala y le dijeron que tenían algo que contarle.
Así recuerda Audrey ese duro y revelador momento.
"Mis padres estaban allí sentados, me dijeron que tenían algo que contarme y que me explicarían la razón de mis pesadillas y mi forma de dormir. Todos los días, cuando mi madre iba a verme dormir, no importaba cuánto ella tratara de que me enderezara o me pusiera al centro de la cama, siempre me encontraba de esa manera en la mañana. Decidió entonces decirme lo que a ella le torturaba cada día, y especialmente cada vez que me veía en esa posición: que ella había intentado abortarme".
La niña apenas entendía lo que eso significaba. Comprendía claro, que el aborto era matar a alguien pequeñito; pero matar no era una idea asociada con lo que hace una mamá, y menos con sus hijos. Sin embargo, a pesar del desconcierto, la pequeña Audrey decidió seguir escuchando, sobre todo porque entendía que lo que le estaban tratando de comunicar era más importante para su madre que para ella misma.
"Luego, -sigue Audrey- mi madre comenzó a contarme la historia de su embarazo a los 40 años y lo que le dijo su amiga, luego que ella confesara su horror frente a la idea de no poder 'vivir la vida', hacer viajes, tener un coche...y todas esas cosas. Me contó luego que le habían enseñado una técnica 'vieja y segura' y que el día 24 de junio, en el día del cumpleaños de mi hermano mayor, ella abortó en un baño de la casa."
Hasta allí, Audrey difícilmente podía comprender qué tenía que ver ella con la historia y qué relación tenía todo esto con su curiosa forma de dormir y con las terribles pesadillas que la desvelaban con frecuencia. Pero decidió seguir escuchando el tenso relato que su madre describía ante su padre silencioso.
Una casa en el campo de hongos
Para llegar a West Grove, una pequeña ciudad en el estado norteamericano de Pennsylvania, hay que recorrer en coche propio o en taxi –no hay transporte público– por la carretera estatal Número 1 que pasa por las afueras de Philadelphia rumbo al oeste.
A los pocos minutos, los perfiles de la abigarrada y otrora elegante "Philie", la antigua capital norteamericana y cuna de la independencia, ceden a la vista de una extensa y apacible llanura que parecería tomada de una secuencia de "La Pequeña Casa en la Pradera", la serie televisiva que en la década de los 70 popularizó a la Familia Ingalls.
Allí, donde la carretera ondula en leves colinas, se encuentra la casa donde vive Bridget Hooker sin nada a la vista que no sea un prado donde crecen los famosos hongos de Pennsylvania, "los más sabrosos hongos del mundo", dice Bridget en un español perfecto y casi sin acento norteamericano.
Los verdes ojos saltones y la risa fácil de esta aventurera graduada en lenguas extranjeras en la famosa Universidad de Stanford, que ha recorrido el mundo como becaria en Argentina, luego como secretaria de la embajada del Perú en la ex Unión Soviética y como funcionaria de la embajada norteamericana en Moscú, hacen difícil creer que ha sufrido tanto en la vida, incluso desde el vientre materno, cuando su madre intentó acabar con su vida varias veces.
Y sin embargo, esa casa de la pradera rodeada de hongos, ha sido testigo de las increíbles vicisitudes que Bridget y su familia han sobrellevado; pero no con una simple resignación, sino como un camino de misteriosa pedagogía que, al ser acogida, los ha convertido en un matrimonio ejemplar, que está ayudando a muchos otros a comprender el misterio de la vida humana y el verdadero sentido redentor del sufrimiento… cuando éste se contempla a la luz de la esperanza.
Una pelea por teléfono
A Bridget no se le había pasado nunca por la cabeza que la habían intentado abortar cuando se encontraba en el vientre materno. Y aunque de niña presentaba los temores y fobias comunes en los niños que han sobrevivido a un aborto, jamás se le había ocurrido pensar que éstos tenían como raíz su dramática llegada al mundo.
Quizás la entonces sobresaliente estudiante jamás se hubiera enterado de que era una sobreviviente del aborto si no fuera por el inesperado desenlace de una de las frecuentes –y brutales– peleas telefónicas entre sus padres divorciados.
En una de aquellas incontables ocasiones, cuando Bridget tenía 18 años, su padre al otro lado de la línea decidió "demostrarle" cuán "perversa" era su madre –en el tristemente clásico esquema de divorciado de volver a los hijos contra el excónyuge– haciéndole una revelación: "tu madre cometió un aborto, pese a que como católica, sabía que era algo muy malo". El mensaje era claro: tu madre es mala y es una "falsa" católica. El padre sabía que tocaba un punto sensible: desde pequeña, Bridget siempre había mostrado una marcada sensibilidad religiosa y una cercanía estrecha a la vida de la Iglesia en la que había sido bautizada. Consciente de la importancia que el ser católico tenía en la vida de Bridget, el comentario del enardecido padre equivalía nada menos que a un torpedo en la línea de flotación de la imagen materna.
Bridget estaba acostumbrada a la relación disfuncional entre sus padres, que se habían divorciado cuando ella tenía ocho años, pero que a pesar de la violenta separación, en vez de distanciarse e ignorarse –como cualquiera esperaría– se seguían viendo y llamando por teléfono con la excusa de coordinar detalles de los hijos, pero en la mayoría de ocasiones para agredirse y pelear ásperamente.
"Fue un divorcio muy amargo y aún hoy, lamentablemente, mis padres siguen siendo enemigos brutales, aunque no peleen como antes", dice Bridget, que en 1999 cumplió 34 años.
Sin embargo, esa llamada por teléfono, que nuevamente la tenía a ella en el medio de una batalla verbal, no era "más de lo mismo". La información la dejó totalmente sorprendida y, por unos segundos, totalmente muda.
"La revelación de mi padre me sorprendió mucho y después de una pausa, le pregunté como si no hubiera entendido: ¿cómo?".
"Sí, es verdad", contestó su padre. "Tu mamá tuvo un aborto cuando tenías 4 años. Pregúntale a ella".
Bridget no recuerda si colgó el teléfono o simplemente dejó el auricular, pero recuerda que entre asustada y sorprendida, fue corriendo donde se encontraba su madre, para preguntarle si es que era cierto lo que el padre le había dicho.
Su madre abrió primero unos enormes ojos y luego, pasando violentamente de la sorpresa al dolor, rompió en un llanto imparable y le confesó que era verdad.
Hablando entrecortadamente, le confesó: "Cuando tú tenías algunos años, tu papá me obligó a ir a tener un aborto en Nueva York, porque vivíamos en Chicago y en Chicago en esa época el aborto era ilegal", relató la madre, entre lágrimas.
También le contó, profundamente dolida, que había pensado que, abortando, tal como le pedía el esposo, ella salvaría un matrimonio que ya venía naufragando desde hacía algunos años, pese a un auspicioso noviazgo que nunca habría hecho pronosticar el final.
Bridget se mostró comprensiva y acogedora –en última instancia, ya no era una niña–, pero no podía dejar de pensar en el hecho de que un aborto había puesto fin a la vida de un eventual hermanito o hermanita menor.
"Yo siempre le digo a los jóvenes que mi mamá pensaba que con el aborto lograría salvar un matrimonio que ya iba mal", dice Bridget, recordando aquella conversación, "pero lo curioso es que ella siempre me dice que después de ese aborto se dio cuenta que ya no había ningún futuro para ellos y para su relación de esposos". Lo que parecía una solución, terminó siendo, así, el puntillazo de muerte del matrimonio.
Los recuerdos de Marlene, la madre de Bridget, del episodio de aquel aborto eran terribles, y se reflejaron aquel día de la confesión a su hija. Entre sollozos le contó cómo tenía aún en la memoria el episodio. Estaba sola, asustada y aturdida, y sangraba tan profusamente que la hemorragia consecuencia de la operación mal realizada casi le cuesta la vida.
Marlene le relató también que, justo antes de subir al avión para ir a Nueva York, donde le realizarían el aborto, llamó a su propio padre y le dijo: "mi esposo me dice que tenga un aborto, ¿lo hago?". El propósito de la llamada era evidente. Como una mujer inerme arrastrado a un abismo, buscaba una rama psicológica, alguna saliente afectiva de la cual asirse para no caer. Pero no la encontró. Su propio padre le dijo: "bueno está bien, es algo fácil". Y Marlene tomó el avión que la llevaría al callejón sin salida.
"Fue evidente para mí que ella no lo hubiera hecho de no ser por la presión de mi papá y también comprendí que lo hizo pensado que la iba a ayudar en su matrimonio, porque ese tipo de decisiones no eran parte del carácter de mi madre", comenta hoy Bridget.
Ese mismo día –el día en que Marlene confesó el aborto a Bridget–, madre e hija hablaron por mucho tiempo, en un tono cada vez más calmado. Y fue allí cuando la madre decidió confesarle algo más, que resultaría aún más sorprendente y chocante para Bridget, pues se refería a ella directamente. "Mi madre me confesó que, cuando estaba embarazada esperándome a mí, mi papá también estaba muy enojado con su embarazo, y esa fue la primera vez en que la había obligado a abortar". Marlene, después de algunos tímidos intentos, cedió a la presión, y decidió someterse a un aborto para eliminar la vida de Bridget cuando recién comenzaba en el vientre.
Un hombre solitario y celoso
Pero para comprender lo desconcertante de ese doloroso episodio, Bridget dice que es necesario volver atrás, y conocer la historia de sus padres.
El Padre de Bridget, Peter Hylak, –que hoy es un buen amigo de ella– era un hombre de una vida disciplinada, dura y solitaria, que había estudiado durante 6 años ingeniería química en su natal Chicago, con excelentes calificaciones y un rendimiento sobresaliente. Era un "alumno modelo", pero a la vez, el típico estudiante solitario e introvertido.
Según relata Bridget, Peter posiblemente encontró en el estudio un refugio frente a la realidad de una familia no unida, de padres trabajadores y poco comunicativos, en el que incluso la madre estaba siempre ausente, en el trabajo.
"Según mi padre –relata Bridget– cuando él llegaba de la escuela, incluso de niño, no había nadie que estuviera en casa para recibirlo. Él incluso tenía llave para entrar solo, hacerse o servirse su propia comida y ocuparse de diversas cosas domésticas como si en realidad viviera totalmente solo".
La familia materna de Bridget, en cambio, era diferente, casi podría decirse que lo opuesto. En efecto, la abuela materna era una persona sensible, amorosa y acogedora. Cuando Marlene conoció a Peter y comenzó con él una relación de enamorados, la cálida familia de su madre lo acogió plenamente en el seno familiar. "Mi padre alguna vez me confesó que sintió que por primera vez en su vida tenía una mamá al conocer a mi abuela", dice Bridget. "Hace algún tiempo me dijo que, pensando retrospectivamente, él cree que tal vez se enamoró más de la familia que de mi mamá, porque él tenía una vida totalmente opuesta, muy solitaria, con mucho éxito en los estudios pero sin amigos. Y eso de no tener amigos lo conserva incluso hoy", explica.
Y este hombre solitario que se sentía feliz al descubrirse por primera vez acogido en el seno de una familia, se embarcó entusiasmado en el matrimonio, y con un entusiasmo aún mayor, acogió el nacimiento de su primer hijo.
Sin embargo, una suerte de patología inesperada, alguna mezquindad oculta, afloró casi inmediatamente: la alegría se transformó en irritación y el entusiasmo en malhumor, en la medida en que Peter veía que la atención y el tiempo de su esposa se dividían para atender al recién nacido. "Creo que se puso celoso de mi hermano recién nacido, aunque no sé exactamente qué pasó", dice Bridget, que siempre reflexiona extensamente sobre las dificultades que enfrenta la mujer durante el embarazo y tras el parto; y sobre lo importante que es que el esposo, en vez de encerrarse en sí mismo, contemple esta compleja dinámica y aporte a resolverla con generosidad.
"Hoy –dice Bridget– mi esposo me da mucho apoyo con mis hijos, y el apoyo de un esposo durante el embarazo y después del parto es algo fundamental, porque se trata de un momento ciertamente hermoso, pero cargado de muchas cosas nuevas y de muchas dificultades", agrega.
"Los nueve meses de embarazo, especialmente la primera vez, cuando ves que tu cuerpo tiene tantos cambios, me han llevado a decir de broma que si yo pudiera prestarle mi embarazo a otra persona y esperar los 9 meses hasta que viniera el bebé, lo haría con gusto", dice Bridget con una sonrisa, comentando así el período que le tocó atravesar a su madre y que probablemente Peter no fue capaz de comprender en aquel momento.
"Pero justamente ese embarazo es el lazo que une a la mamá y al bebé de una manera tan especial", agrega, mientras pasa la mano delicadamente por su vientre que, con apenas tres meses de su cuarto embarazo, aún no revela la espera que concluiría felizmente a mediados de diciembre de 1999.
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