"Una reflexión especial quisiera tener para vosotras, mujeres que habéis recurrido al aborto. La Iglesia sabe cuántos condicionamientos pueden haber influido en vuestra decisión, y no cabe duda de que en muchos casos se ha tratado de una decisión dolorosa e incluso dramática. Probablemente la herida aún no ha cicatrizado en vuestro interior. Es verdad que lo sucedido fue y sigue siendo profundamente injusto. Sin embargo, no os dejéis vencer por el desánimo y no abandonéis la esperanza. Antes bien, comprended lo ocurrido e interpretadlo en su verdad. Si aún no lo habéis hecho, abríos con humildad y confianza al arrepentimiento: el Padre de toda misericordia os espera para ofreceros su perdón y su paz en el sacramento de la Reconciliación. Podéis confiar con esperanza a vuestro hijo a este mismo Padre y a su misericordia. Ayudadas por el consejo y la cercanía de personas amigas y competentes, podréis estar con vuestro doloroso testimonio entre los defensores más elocuentes del derecho de todos a la vida. Por medio de vuestro compromiso por la vida, coronado eventualmente con el nacimiento de nuevas criaturas y expresado con la acogida y la atención hacia quien está más necesitado de cercanía, sereis artífices de un nuevo modo de mirar la vida del hombre." (Tomado de la Encíclica Evangelium Vitae.)
11. Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza[20]: llamándolo a la existencia por amor, lo ha llamado al mismo tiempo al amor. Dios es amor y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor. Creándola a su imagen y conservándola continuamente en el ser, Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación y consiguientemente la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión. El amor es por tanto la vocación fundamental e innata de todo ser humano. ( F.C.)
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lunes, 28 de mayo de 2012
jueves, 24 de mayo de 2012
►JESÚS NO NACIDO
Jesús, no nacido, comienza la obra de la salvación y santifica a una madre y a su niño no nacido.
El evento mas impresionante de las Sagradas Escrituras que revela la dignidad del niño no nacido es el hecho de que Jesucristo mismo se encarnó en el vientre de María Santísima y vivió como niño no nacido.
Desde el vientre hace el primer milagro de gracia. Ocurre en la visita de la Virgen Santísima a su prima Santa Isabel. Jesús, no nacido, comunica su gracia santificadora a Sta. Isabel y a su niño no nacido, San Juan Bautista.
Lucas 1:41 "Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena de Espíritu Santo"
Sta. Isabel como respuesta bendice a la Virgen y a Jesús:
Lucas 1:42 "y exclamando con gran voz, dijo: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno"
Sta. Isabel además reconoce que el bebé no nacido que vive en María es su Señor.
Lucas 1:43-44 "y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno."
La Iglesia, fiel a Jesucristo, siempre ha proclamado que la vida humana es sagrada desde el momento de la concepción. Es por eso que condena el aborto como un gravísimo pecado contra el Quinto Mandamiento: "No Matarás".
miércoles, 23 de mayo de 2012
►¿TIENEN ALMA LOS EMBRIONES?
Queridos amigos, sabemos que el cuerpo, nuestro cuerpo, comienza a formarse a partir de un par de células, y que ha sido llamado a la VIDA por nuestro buen Dios, no me había planteado sino hasta hace poco sobre el momento en que el alma se infunde en el cuerpo. Los que desean matar necesitan menoscabar donde ni la razón, ni la ciencia aún, pueden explicar porque simplemente hay cosas que son naturales, independientemente de una religión, de una idea, de cierta política.
¿La política de la cultura de muerte? El ODIO, solo en corazones amargados y frustrados entra la posibilidad de aniquilar vida destinada a nacer mas allá del cuadro en el que haya sido gestada.
Un tema de debate y hasta donde he podido leer ni la bioética ni la filosofía han podido responder... solo El tendrá la respuesta: porque a Dios lo que es de Dios, a nosotros no cabe el respeto hacia toda obra Suya.
Les comparto el siguiente escrito y de aquí en mas todo cuanto vaya leyendo porque me parece bueno seguir avanzando y nutriéndonos de conocimientos y opiniones e investigaciones de expertos y estudiosos para continuar nuestra defensa de la vida.
Aprendemos juntos, gracias por algunos testimonios que sigo recibiendo, y que cuando Dios permita veré el modo de compartir.
Gracias por leer
Dios los bendiga
Laura
La gente se sorprende a veces cuando se entera de que lo incorrecto de destruir un embrión humano no depende en última instancia del momento en que ese embrión pueda convertirse en persona o recibir de Dios el alma. Muchas personas suponen, frecuentemente, que la Iglesia Católica enseña que destruir los embriones humanos es inaceptable porque son personas (o tienen alma). Aunque es cierto que la Iglesia nos enseña que la destrucción intencional y directa de embriones humanos es siempre inmoral, sería incorrecto deducir por ello que también enseña que los cigotos (embriones de una sola célula, es decir, el óvulo fertilizado), o cualesquiera otros embriones en fases tempranas, son personas, o que ya tienen almas racionales inmortales. El magisterio de la Iglesia nunca ha declarado de manera definitiva cuándo se crea el alma en el embrión humano. Esto sigue siendo una cuestión abierta. La Declaración sobre el Aborto Provocado emitido por la Congregación para la Doctrina de la Fe en 1974 lo expone de manera muy precisa:
“Esta declaración deja expresamente a un lado la cuestión del momento de la infusión del alma espiritual. No hay sobre este punto una tradición unánime, y los autores están todavía divididos. Para unos, esto sucedería en el primer instante; para otros, podría ser anterior a la anidación. No corresponde a la ciencia dilucidarlas, pues la existencia de un alma inmortal no entra dentro de su campo. Se trata de una discusión filosófica de la que nuestra razón moral es independiente…”
A partir de lo anterior, la enseñanza moral de la Iglesia es que el embrión humano debe ser tratado como si ya tuviera alma, aun y cuando pudiera no ser así. Debe ser tratado como si ya fuera una persona desde el momento de la concepción, aun y cuando exista la posibilidad teórica de que no sea así. ¿Por qué esta postura sutil, débil, y no una declaración firme de que los cigotos tienen alma y por lo tanto son personas? Primero, porque nunca ha habido unanimidad en la tradición sobre este tema; segundo, porque el preciso momento de la creación del alma/la persona en el embrión humano es irrelevante para la pregunta de si podemos o no destruir dichos embriones con propósitos de investigación o cualesquiera otros propósitos.
Es interesante saber que el tema de la creación del alma se ha estado analizando desde hace siglos y que la animación tardía fue probablemente la norma en la mayor parte de la historia cristiana. La animación inmediata empezó a ganar fuerza a comienzos del siglo XVII (y en la actualidad es la postura más ampliamente aceptada). San Agustín, al parecer, estuvo cambiando de una posición a la otra durante toda su vida. Santo Tomás, en el siglo XIII, sostenía que la animación humana no sucedía en el primer instante sino en un momento independiente del inicio mismo. El argumentaba que esto posibilitaba el desarrollo material del embrión y lo hacía “apto” para recibir de Dios el alma inmortal (pasando por estadios iniciales más simples como almas “vegetales” y “animales”). Las discusiones continúan todavía el día de hoy en diversos ámbitos, con nuevos conocimientos en embriología incorporándose al debate como lo son la gemelización y la quimerización, y con nuevas preguntas conceptuales surgidas a partir de la complicada biología que rodea la totipotencialidad y la pluripotencialidad.
Hay que reconocer que el momento preciso en que el alma es creada en el embrión es asunto de Dios. No necesitamos una respuesta a esta fascinante pregunta teológica especulativa, como aquella antigua discusión sobre cuántos ángeles caben en la punta de una aguja, para comprender la verdad fundamental de que los embriones humanos son inviolables y merecen un respeto incondicional en cada etapa de su existencia. Esta declaración moral se apega, más bien, a los datos científicos que se tienen sobre el desarrollo humano inicial y que afirman que cada una de las personas sobre la faz de la tierra es, por decirlo así, “un embrión que ha crecido mucho”. No es necesario, por lo tanto, saber cuándo Dios crea el alma en el embrión, pues como en alguna ocasión lo he comentado a manera de broma, aun y cuando fuera cierto que el embrión no recibe su alma sino hasta que se gradúa de la escuela de leyes, eso no significa que antes de su graduación se le pueden extirpar forzadamente órganos y tejidos y provocarle la muerte.
Los embriones humanos son ya seres que son humanos (no cebras ni plantas) y, de hecho, son los más nuevos y más recientes integrantes de la familia humana. Son seres completos estructurados para madurar a lo largo de su propia línea de tiempo. Cualquier acción destructiva contra ellos durante su desplazamiento hacia el desarrollo total, interrumpe en sí toda la línea de tiempo de esa persona en particular. En otras palabras, el embrión existe como un integrante completo y viviente de la especie humana, y cuando se destruye, ese individuo específico ha perecido. Todo embrión humano, por lo tanto, es único y sagrado, y no debe ser canibalizado para extraerle sus células madre.
Lo que el embrión humano es, aún en su más temprana fase de desarrollo, lo convierte ya en el único ser apto para recibir el don de un alma inmortal de manos de Dios. Ningún otro embrión animal o vegetal puede recibir este don; de hecho, ningún otro ente en el universo puede recibirlo. Es por ello que el embrión humano desde sus inicios nunca será meramente un tejido biológico, como lo es un grupo de células hepáticas en una caja de petri; mínimamente, ese embrión, con todas sus estructuras internas y con la dirección que sigue, representa el santuario privilegiado de alguien que ha sido creado para desarrollarse como una persona humana.
Algunos científicos y filósofos intentarán argumentar que si el embrión en fase inicial no ha recibido aún un alma inmortal de Dios, entonces está bien destruirlo con propósitos de investigación puesto que todavía no es una persona. Pero en realidad sería lo contrario; es decir, sería más inmoral destruir un embrión que todavía no ha recibido un alma inmortal que destruir uno que ya la tiene. ¿Por qué? Porque el alma inmortal es el principio por el cual esa persona puede llegar a su destino eterno con Dios en el cielo, de tal manera que cuando alguien destruye un embrión, si ese fuera el escenario, impediría de manera absoluta que ese ser humano logre tener un alma inmortal (o ser una persona) y pueda llegar a Dios. Esta sería la peor de las maldades pues ese investigador de células madre embrionarias estropearía, con una acción que en cierto sentido sería peor que el asesinato, todo el diseño que Dios tenía para esa persona única e irrepetible.
La persona humana, por lo tanto, aun en su forma más incipiente como un ser humano embrionario, debe ser siempre protegida de manera absoluta e incondicional, y la especulación respecto al momento en que se convierte en persona no debe alterar esta verdad fundamental.
El Padre Tadeusz Pacholczyk hizo su doctorado en neurociencias en la Universidad de Yale y su trabajo post-doctoral en la Universidad de Harvard. Es Sacerdote para la Diócesis de Fall River, Massachusetts, y se desempeña como Director de Educación en el Centro Nacional Católico de Bioética en Philadelphia. The National Catholic Bioethics Center: www.ncbcenter.org Traducción: María Elena Rodríguez
sábado, 19 de mayo de 2012
►El MARCO POLÍTICO Y EL PENSAMIENTO PRO.VIDA
Excelente pensamiento!
Lo comparto con todos ustedes.
Dios los bendiga
Laura
Cada asunto tiene su propia retórica. Es la manera en la que los seres humanos actuamos. Después de Roe vs. Wade, el debate en torno al aborto fue lanzado precipitadamente en una lucha política a puño limpio que ha dividido a los Estados Unidos en la misma forma que sólo un asunto –la esclavitud—lo hizo antes.
A diferencia de la esclavitud, sin embargo, donde aquellos que lucharon a favor de la emancipación tuvieron una ventaja sobre la retórica, el movimiento pro-aborto por lo general ha demostrado un mayor manejo terminológico. He aquí una cita de Pro-Choice Connection (una organización pro aborto): “Para las mujeres que son genuinamente pro-choice (pro-libre elección), y no manejan el lenguaje político, el uso cotidiano de términos anti “libre elección” (anti-choice) pueden parecerles realmente benignos a primera vista. Pero como somos más conscientes de las palabras que usamos, nos damos cuenta de que el lenguaje es una herramienta poderosa para los anti-libre elección para maquillar el aborto ante la opinión pública según su conveniencia”.
Ahora, más de tres décadas después, el movimiento pro-aborto domina el vocabulario que usamos para discutir el tema. Con oponentes que con frecuencia usan su tamaño, poder y presencia en los medios como un arma contra nosotros, algunos de nosotros encontramos que es difícil mantener una perspectiva clara del asunto moral en juego. La izquierda pro-libre elección trabaja arduamente por “maquillar el aborto ante la opinión pública”, y mientras lo hace, frecuentemente hacen difícil ver estos asuntos claramente incluso para el más ardoroso pro-vida.
Estamos ante un caso en el que, una rosa bajo cualquier otro nombre no huele de la misma forma. En un asunto dominado por la terminología y el marco político, no podemos enfrentar a nuestros oponentes en sus propios términos. Esto se debe a que sus términos malinterpretan drásticamente la situación, convirtiendo a cada mujer embarazada en una posible aliada feminista, y a cada bebé en un “don nadie”.Muchos pro-vida están preocupados por el asunto del aborto inseguro, olvidando que no estamos en contra del aborto a causa de lo inseguro que es para la madre, sino porque mata al bebé.
Aquí algunos ejemplos de esta destreza verbal:
Los pro-libre elección insisten en llamar a la Política de Ciudad de México la “ley de la mordaza global”, la misma que de acuerdo a la web www.globalgagrule.org, “obstaculiza las acciones para ponerle fin a la tragedia de la muerte materna y al daño debido al aborto clandestino”. Muchos pro-vida están preocupados por el asunto del aborto inseguro, olvidando que no estamos en contra del aborto a causa de lo inseguro que es para la madre, sino porque mata al bebé. Para enmarcar el asunto en términos de “aborto seguro”, los pro-libre elección han aplicado una estrategia de venta por la que promocionan algo con el fin de captar la atención para finalmente vendernos un problema mucho mayor. De esta forma nos distraen del asunto verdadero: el aborto es asesinato y matar no es correcto.
La liga nacional por el Derecho al Aborto de EE.UU (NARAL por sus siglas en inglés) ha designado a la Ley de Prohibición del Aborto por Nacimiento Parcial como “Prohibición Federal del Aborto”, un término que sugiere que esta ley relativamente limitada pueda poner restricciones importantes al aborto. En realidad, esta prohibición no lo es en modo alguno, pero eso no cambia el hecho de que la izquierda pro-aborto ha dirigido con mucha eficacia la percepción pública del evento.
USAID llama “cuidado de la salud reproductiva” a esta tácticas agresivas de promover el aborto, insinuando que los servicios de anticoncepción y aborto están íntimamente vinculados con sus otros cuidados de salud reproductiva. En realidad, la anticoncepción y el aborto son “cuidados en salud reproductiva” para USAID. Los pro-vida se muestran frecuentemente indecisos acerca de oponerse a esos programas ostensiblemente beneficiosos porque pueden involucrar el aborto, simplemente debido a que no se dan cuenta de que la terminología usada por USAID es una táctica que usan para hacer precisamente eso.
La mayoría de nosotros estamos a favor de una auténtica libertad de elección. La UNFPA insiste en que las campañas extranjeras de esterilización “dan poder a las mujeres”, dándoles el control de sus destino reproductivo. La verdad es que las campañas de esterilización solo dan poder a la UNFPA, y las mujeres a menudo pasan de tener completa libertad de elegir la esterilidad, a no tenerla nunca más.
Esta lista podría seguir aumentando.
Después que Terry Schiavo fuera asesinada, su hermano, Bobby Schindler, en un discurso apasionado hacia la audiencia pro-vida en Phoenix, Arizona, señaló que “Tomó casi una generación convertir un crimen de guerra en un acto de compasión”. “¿Por qué sucedió esto?” preguntó un angustiado Schindler. “En resumidas cuentas, cuando se renuncia a la gracia apostólica y la responsabilidad, gente inocente muere”.
El quid del asunto está en que la gente inocente está muriendo. A fin de cuentas, nuestro movimiento no se centra en las leyes, las decisiones judiciales o las elecciones. Nuestro movimiento es a favor de los seres humanos. Nuestra esperanza se encuentra en el hecho que no somos sólo otro grupo de interés, usando posturas políticas vacías para enmascarar nuestros verdaderos intereses.
El caso de Terry Schiavo fue uno de los muchos casos que el lobby anti-vida aprovechó para redefinir el debate por controlar y manipular los términos.
Así, dejemos que hablen sobre la libre elección; nosotros continuemos hablando sobre los niños. Dejemos que hablen sobre el “empoderamiento”; nosotros haremos hincapié en el amor y el respeto. Dejemos que hablen sobre la “calidad de vida”; nosotros hablaremos de la dignidad humana.
Son nuestras convicciones lo que nosotros aportamos a esta lucha, y es con ellas con lo que pensamos dejar esta lucha.
Colin Mason es el Director de Producción de Comunicaciones del PRI.
Fuente: Population Research Institute
►LA FUERZA EDUCATIVA DEL AMOR
Por Tomás Melendo Granados.
Catedrático de Filosofía (Metafísica)
Director Académico de los Estudios Universitarios sobre la Familia Universidad de Málaga
Fuente: Arvo.net
Nota: Pido disculpas, los hipervínculos no se encuentran disponibles.
Introducción
Sin abandonar del todo los principios teoréticos, que he tratado profusamente en otras ocasiones y recogido en bastantes de mis escritos[2], me gustaría en esta intervención descender en la medida de lo posible a detalles más prácticos y operativos.
Para ello, seguiré dos vías hasta cierto punto entreveradas.
a) Todo amor educa
En primer lugar, al exponer y comentar muy someramente la naturaleza del amor, mostraré que, en su núcleo esencial, es íntimamente formativo: por cuanto, en fin de cuentas, busca eficazmente el crecimiento personal, el progreso íntegro, del ser amado.
Como ya dejara claro el viejo Aristóteles, querer a una persona es, siempre, querer que sea buena, que mejore; de lo contrario, aquello no puede llamarse ni amor ni amistad[3].
b) … cuando es auténtico amor
A continuación, intentaré hacer ver que semejante función se cumple si y solo si los elementos integrantes del amor se entienden y ponen en juego de manera correcta; y, por el contrario, que la formación de aquellos a quienes queremos naufraga cuando, en la teoría y en la práctica, falseamos o no acabamos de perfilar la auténtica realidad del amor y de sus componentes.
1. Naturaleza e integridad del amor
Pienso que no sólo una tradición de siglos, sino la propia experiencia vivida de cada uno, sirve para avalar la que puede considerarse como la descripción más clásica del amor en toda la historia de la filosofía[4]: aquella que Aristóteles estampó en su Retórica, cuando sostiene que amar es «querer el bien para otro… en cuanto otro»[5].
Por razones pedagógicas, comentaré por separado, y con brevedad, cada uno de los tres factores que intervienen en esta enunciación, aun cuando de hecho se encuentren indisolublemente unidos.
a) Querer
Respecto al querer con que se inicia la definición, me limito a recordar que, aunque en cualquier acto de amor ponemos en juego nuestra persona íntegra —amamos con todo lo que somos, sabemos, sentimos, podemos, hacemos, tenemos y anhelamos—, la columna vertebral y el motor de todo ello está constituido por un recio y estable acto de la voluntad, gracias al cual se descubre, elige, persigue y realiza el bien para el ser querido[6].
b) El bien
En relación al bien, estimo de singular importancia, sobre todo en el contexto en que nos movemos, insistir en que debe tratarse siempre de un bien real, de algo que efectivamente mejore a la persona amada, que la acerque a su destino terminal de plenitud en Dios.
Tal vez en este extremo —el del bien genuino— se juegue, por encima de los restantes, la valencia educativa del amor.
c) El tú
Por fin, la reduplicación de «el otro… en cuanto otro» constituye la piedra de toque del cariño más probado y la clave para que el amor ejercite su vigor formativo. Con independencia de lo que suponga para mí, el bien que persigo al amar ha de ser siempre el de aquel a quien de veras estimo y, además, debo llevarlo a cabo por él, de forma desinteresada.
De ahí que el amor pueda definirse como un «desaparecer en beneficio del amado», un «instaurar la radical primacía del tú»… y mil expresiones similares.
2. Querer: un amor inteligente
En la cultura actual, aun cuando se plantee o intente plantear de la manera adecuada, el amor no alcanza tantas veces el objetivo que pretende —el desarrollo radical del ser querido— sencillamente porque no se encuentra enraizado en la voluntad y, por tanto, iluminado por la inteligencia [7].
a) El bien no-inteligente
No se refiere este título a las concepciones del amor que lo reducen a pasión más o menos instintiva o a pura fisiología, tal como se presenta a menudo en las «relaciones de pareja» ofrecidas por cierta literatura de tres al cuarto, un buen número de películas y telenovelas… o la vida misma de quienes están en exceso influidos por todo ello… porque nadie les ha enseñado otra cosa.
Aludo más bien a esas apelaciones al amor en el ámbito educativo, con las que justificamos actuaciones que no redundan en absoluto en un progreso real de nuestros hijos, alumnos, etc., pero a nosotros nos dejan relativamente tranquilos… porque afirmamos, y normalmente con franqueza, que lo hacemos por amor a ellos.
O, por apelar al que suele ser el error más frecuente en los padres bienintencionados, a aquel conjunto de operaciones en las que quien lleva la batuta no es la voluntad ilustrada por la inteligencia —capaz, por tanto, de discernir el auténtico bien— sino una afectividad un tanto hipertrofiada, enfermiza o desquiciada… que actúa al margen de nuestras facultades superiores y que persigue, más que el desarrollo personal del hijo, el que este se encuentre contento, satisfecho, y no se lamente ni proteste.
(Aclaro al respecto, para evitar cualquier malentendido, que los afectos pilotados por el entendimiento y la voluntad son no sólo buenos, sino parte constitutiva del amor humano más cabal y, por ende, imprescindibles para la plenitud de ese amor; pero que cuando se erigen en una especie de absoluto y se alzan como el punto de referencia último y definitivo de nuestro obrar, el genuino amor desaparece y, con él, la posibilidad de ayudar a aquellos quienes —probablemente con total sinceridad— decimos y creemos amar[8].)
b) Todo lo sufre… hasta el sufrimiento del ser querido
Descendiendo al terreno práctico, entrarían dentro de estas acciones pseudo-educativas todas las que emanan de motivos sentimentaloides que acentúan desmesuradamente una especia de equivocada «compasión». Cristalizan en frases del tipo: «que no sufra, pobrecillo, que bastante dura es ya la vida», «déjalo, que está cansado», «todavía es demasiado pequeño para hacerse responsable de esa tarea, ya le tocará más adelante», y tantas otras del mismo corte. Pues todas ellas, con la excusa de un cariño bastante endeble y poco recio, impiden el crecimiento de los hijos, el fortalecimiento de su libertad, el enraizarse y desplegarse de las virtudes.
El bien real que estas últimas frases expresan —madurez, libertad, virtud, estrechamente entrelazados— resulta sustituido por un bien solo aparente… que en definitiva no sólo no forma o impide el desarrollo, sino que más bien deforma.
Tal vez veamos más adelante que este soslayar a toda costa las contrariedades de los hijos —a menudo denominado «sobreprotección»— se encuentra con frecuencia unido a una carencia de buen amor hacia ellos… derivada de un excesivo y equivocado y muy difícil de descubrir amor a uno mismo.
No tiene necesariamente que ocurrir así, pero no es raro que, de forma semiconsciente, el intento de eliminar las molestias razonables e incluso necesarias e imprescindibles a aquellos a quienes queremos derive de un afán, normalmente no explicitado ni tan siquiera advertido, de evitarnos un mal rato a nosotros mismos: puesto que hacer sufrir a las personas amadas, por muchas y variadas razones, resulta menos soportable que experimentar en nuestra propia carne el cansancio o el dolor[9].
Las mujeres, sobre todo, en la educación de los hijos y en el matrimonio (aunque este segundo tema ahora no incumba de forma tan directa), movidas por una falsa interpretación del amor y la abnegación, están dispuestas a «sacrificarse»… más allá de lo conveniente:
i) para ellas mismas, que en ocasiones acumulan un descontento creciente y casi inadvertido, que acaba por provocar una auténtica crisis personal y familiar;
ii) y, sobre todo, para sus hijos (y sus maridos), que se instalan en una suerte de infancia perpetua y perpetuamente dependiente, y no desarrollan sus capacidades ni alcanzan la madurez a la que tienen estricto derecho: un derecho que, justo por amor y por más que nos duela, tenemos el deber de respetar y promover.
(Como es obvio, esta confusión entre amor auténtico y «compasión» mal entendida puede afectar también a los varones, aunque por lo común con matices diversos.)
Lo que falla en tales casos es tal vez el criterio más radical de toda actividad amorosa: el bien real de aquel a quien se quiere, la absoluta primacía del otro, enmascarada en estas circunstancias por un sentimiento tanto más peligroso cuanto que puede llevarnos a creer que efectivamente lo que hacemos es buscar el bien (suprimir el dolor, allanar el camino) de la persona a quien amamos.
Por eso, y con plena conciencia de dar un cierto salto en el vacío para situarme en el núcleo del quehacer educativo de los padres y madres «buenos» (¿bondadosos, bonachones?), cabría establecer como piedra de toque del amor auténtico la disposición a sufrir cada uno de nosotros por hacer sufrir a la persona amada, siempre que semejante sufrimiento sea necesario para su maduración y desarrollo como persona.
O, con términos todavía más generales y a modo de máxima que se extiende a otros miles de situaciones análogas no contempladas: la eficacia en la educación de los hijos (y de cualesquiera otras personas), fruto del buen amor, es directamente proporcional a la capacidad real de sacrificarse por ellos, ¡por su bien!… hasta el extremo, si fuera el caso, de «parecer» o incluso ser acusados de que no los queremos.
3. El bien descubierto y provocado en el amor
Como antes anuncié, los elementos que en este análisis estoy desgajando se encuentran de hecho íntimamente inter-penetrados. De ahí que en el apartado anterior me haya ya referido al bien en el que ahora pretendo detenerme.
a) Los bienes para el amado
Más de una vez he explicado que todos los bienes que alguien puede anhelar para quien quiere con locura se sintetizan en dos:
i) que esa persona sea, que exista;
ii) y que sea buena, que viva bien, en el mejor sentido que los clásicos daban a esta expresión (llevar una vida lograda, que en absoluto quiere decir exenta de contrariedades, dulzona) [10].
Entre los hombres, el primero de tales deseos puede calificarse como corroboración en el ser, como confirmación de la acción divina creadora, y se manifiesta en expresiones más o menos explícitas del tipo: «es bueno que tú existas», «¡qué maravilla que tú, precisamente tú, hayas sido creado o creada».
A veces suelo sostener que este re-crear a la persona amada consiste, se sepa o no, en «aplaudir a Dios»; en decirle: «con éste o con ésta sí que te has lucido, ahí sí que has demostrado lo que vales».
Pero, para la cuestión que nos ocupa, tal vez sea preferible examinar despacio el segundo punto: «que seas bueno, que vivas bien, que alcances la plenitud que te corresponde como persona». Y cediendo por una vez a mi condición de metafísico, apuntaré que en realidad no se trata de dos anhelos distintos o sobrepuestos: como el (acto de) ser de cualquier persona tiende naturalmente al desarrollo de aquel a quien anima, no es posible confirmar de veras el ser de quien amamos sin ambicionar simultáneamente, con un deseo eficaz, que alcance el culmen de perfección al que el propio (acto de) ser lo está constantemente impulsando.
Por eso afirmaba antes que querer a una persona es —¡siempre!— querer que sea buena… en el buen sentido de este término, que puntualizaría Machado.
b) Amor clarividente
Ahora me interesa subrayar que, dejando a salvo la libertad de aquel a quien amamos, el anhelo de perfección que caracteriza al amor auténtico resulta normalmente eficaz.
Antes que nada, porque permite distinguir los caminos que el ser querido debe transitar para perfeccionarse. En este caso, concediendo lo que incluye de verdad el conocido dicho que califica al amor como «ciego», hay que reconocer que resulta mucho más verdadero y profundo afirmar que, lejos de ello, se muestra en extremo perspicaz y clarividente [11].
Si la experiencia nos demuestra que en cualquier ámbito nos resulta más fácil conocer aquello a lo que tenemos cariño (hablamos en este sentido de aficiones), la cuestión alcanza su cenit cuando están en juego una o más personas: ninguna de estas puede ser comprendida con hondura mientras no nos una a ella un amor real e intenso.
Por el contrario, en la medida en que más queremos a alguien y nos identificamos con él[12], más capacitados estamos para descubrir las maravillas que encierra en su interior, a veces de modo ya actual… y otras sólo en potencia o virtualmente.
En semejante sentido, y contradiciendo en parte las célebres afirmaciones de Stendhal y de Ortega, me gusta considerar el enamoramiento no como el embellecimiento ficticio de aquella persona que nos ha encandilado o como una distorsión de nuestro modo de percibir, sino como el desvelamiento real del cúmulo de perfecciones que guarda dentro de sí. Más aún, me atrevo a sostener que enamorarse consiste, en cierto modo, en atisbar, como condensadas en aquel que amamos, el conjunto casi inacabable de cualidades propias de toda la humanidad.
Como escribe Alberoni, «el amor nos revela la infinita complejidad, la infinita riqueza de la otra persona. Porque percibimos de ella todo lo que ha sido, todo lo que habría podido ser, todo lo que es ahora y todo lo que podrá ser en el futuro» [13].
Por ejemplo, cuando una buena madre se dirige a su hijo considerándolo su rey o su tesoro, más que inventar atributos que el hijo no posee, lo que le ocurre es que sabe divisar, gracias a la sagacidad de una inteligencia agudizada por el amor, los que efectivamente adornan al chico o la chica… y los que con el tiempo podrá adquirir.
De suerte que el amor resulta perspicaz y penetrante, sobre todo en dos sentidos complementarios:
i) porque advierte las cualidades que ya realzan a aquel a quien queremos (y que quien no lo ama de veras es incapaz de percibir),
ii) y porque vislumbra lo que, con Scheller o Alice von Hildebrand, cabría llamar su «proyecto perfectivo futuro»: es decir, el cúmulo de logros que, apoyado en nuestro amor, será capaz de alcanzar a lo largo de su vida [14].
c) Y eficaz
Pero hay más. El buen amor no sólo pone de relieve la calidad de quien queremos, sino que —con delicadeza exquisita, sin forzar para nada su libertad— impulsa y ayuda a la persona amada (novios, esposos, hijos, amigos…) a conquistar una plenitud que al margen del amor nunca lograría.
Entre los muchísimos testimonios de cuanto vengo apuntando escojo uno de los más reveladores. Cuando Philine, la enamorada de Amiel, contesta por carta a una regañina también epistolar en la que este le afeaba su conducta, escribe: «Mis desigualdades desaparecerán en cuanto esté a tu lado para siempre. Contigo mejoraré, me perfeccionaré, sin límites; porque a tu lado la saciedad y la desunión serán inconcebibles. No sabrás todo lo que valgo hasta que no pueda ser, junto a ti, todo lo que soy»[15].
Ese «junto a ti» me parece clave. Para caer en la cuenta, basta traducirlo por expresiones más explícitas, como «gracias a ti», «con el apoyo y los bríos —ontológicos y psicológicos, aunque no puedo detenerme en este extremo— que tu amor me brinde».
i) En efecto, el amor impele a la mejora, antes que nada porque así, al corregirse y avanzar en su propio perfeccionamiento, quien se descubre amado va advirtiéndose también menos indigno del querer que gratuitamente le consagran (por más que pudiera parecer paradójico, todo amor, aunque justificado por la simple condición personal de su destinatario, es simultáneamente gratuito).
ii) Además, y sobre todo, porque nuestra predilección está poniendo ante su vista, quedamente, sin gritarlo, su propio ideal. Como apuntaba, cuando queremos de veras no amamos tanto lo que la persona es, cuanto ese grado de plenitud final —el proyecto perfectivo futuro, en palabras de Scheler— que nuestra inteligencia aguzada por el cariño sabe anticipar.
Queremos a nuestros amigos, a nuestro cónyuge, a nuestros hijos, sin impacientarnos —contando con el tiempo y la acción de Dios—, en toda esa apoteosis que el despliegue portentoso de su propio ser está llamado a alcanzar. Y, como advirtiera ya Goethe, al anhelarlos mejores de lo que son actualmente, les alentamos a avanzar en el camino de su propia superación.
De esta suerte, gracias al cariño que le dispensamos, aquel a quien pretendemos ayudar conseguirá lo que por sí solo difícilmente lograría.
Con palabras del filósofo Jean Guitton, recientemente fallecido: «Así, lo que el ideal moral nos obliga a realizar, a saber, ese "segundo ser" superior a nosotros mismos que es nuestro modelo, el amor nos permite obtenerlo de buen grado, de muy buen grado […].
Es tan difícil igualarse a sí mismo, por sí mismo, con un yo que está por encima de sí, como fácil es hacerse semejante a ese modelo de sí cuando es proyectado sobre uno mismo por el ser que nos ama. En los dos casos hay una especie de ilusión, puesto que se propone una imagen de algo aún inexistente. Pero, cuando esta imagen procede del amor de otro ser, tiene una potencia creadora. Por eso cada uno de nosotros actúa, realiza y hasta existe en proporción a lo que le cree capaz quien lo ama. El secreto de la educación es imaginar a cada ser un poco mejor de lo que es en realidad. ¿Qué soy yo, pues, sino lo que creen de mí los que me aman? Cuando la conciencia se cierra sobre sí misma, se seca y se atormenta y cuando se abre al amor se libera de sus cadenas interiores. Pero la conciencia sólo se abre cuando acoge al amor; así, en el circuito del amor la respuesta contiene más que la demanda y el don que se recibe más que el don que se hace»[16].
En resumen, la reacción amorosa al amor que concedemos a alguien es, con cadencia insoslayable, incremento de su propio ser. Como, al quererlo, lo queremos bueno, cumplido, activamos el despliegue de su personal perfeccionamiento, avivado por la energía inconmensurable que nuestro cariño le aporta.
d) Cuando el amor no acierta a ver
Sin embargo, aun cuando estuviéramos substancialmente de acuerdo con lo que acabo de esbozar, cualquiera de nosotros opondría de inmediato un buen número de objeciones.
i) Por ejemplo, la brega diaria con nuestros hijos demasiado a menudo se transforma en simple insistencia en que corrijan unos defectos —desorden, pereza, frivolidad, egoísmo…— que, de hecho, llegan casi a nublar y hacer desaparecer ante nuestra vista el conjunto de cualidades que en teoría —a veces sólo en teoría— afirmamos en ellos.
No hay aquí sólo un fallo de «estrategia», bien conocido por los teóricos de la educación. Pues, por una parte, y hablando con un deje de ironía, si única y machaconamente proclamamos lo que nuestros hijos hacen mal, aunque sólo fuera por darnos la razón, acabarían por actuar de esa forma inadecuada.
El chico o la chica que no para de oír afirmaciones del tipo: «eres un desordenado», «nunca dejas nada en su sitio», «lo tuyo no tiene remedio»… es fácil que perviva en su desbarajuste, convencido de que él o ella es así y sus padres esperan o prevén que va a obrar atropelladamente.
¡Cuánto más eficaz resultaría reforzar sus buenas actuaciones, las cualidades más o menos innatas que posee, y con el aumento de confianza en sí mismo que de esta forma obtiene y, sobre todo, con el amor que esos elogios le demuestran, ayudarlo a progresar en los aspectos en los que el crecimiento le resulta más connatural y sencillo, y de tal suerte acopiar energías para vencer los defectos cuya superación tanto le cuesta!
ii) Pero el problema más de fondo, y en el que quiero detenerme, es que en más de una ocasión los padres y las madres no somos conscientes de las virtudes de nuestros hijos, y los educadores en general, de las de sus educandos. Probablemente, si ahora mismo les pidiera que redactaran una doble lista, enumerando en un lado los defectos de sus hijos —¡o de sus cónyuges!— y en el otro las virtudes concretas (no los meros y genéricos «es muy bueno, muy cariñoso, tiene un gran corazón», etc.), el primero de los elencos alcanzaría unas dimensiones bastante superiores a las del segundo.
Y esto, que aparentemente contradice la perspicacia del amor que antes sostenía, obliga a realizar algunas puntualizaciones que quizá puedan resultar de interés. Porque de nuevo nos sitúa en el núcleo capaz de distinguir el auténtico amor del solo aparente, aquel afecto que forma de ese otro que más bien deseduca.
Se trata, una vez más, de la implicación desordenada del propio yo en el amor hacia aquellos que afirmamos querer. Una ingerencia distorsionadora que, por un lado, impide volcar todas nuestras energías en el despliegue del ser querido; y, por otro, anterior o simultáneo, perturba nuestra percepción y nos impide descubrir la auténtica realidad del chico o de la chica[17].
En fin de cuentas, y utilizando una fórmula un tanto simplificadora, el quid de todo el asunto estriba en cuál de los miembros de la alternativa antes apuntada, y sobre la que luego volveré, acentúo y absolutizo: si hago del ser querido un alter ego o, por el contrario, olvidándome de mí, me transformo en alter tu, instaurando de forma cabal y definitiva la primacía del otro en cuanto otro.
Puede parecer una cuestión de matiz, pero goza de enorme relevancia práctica, sobre todo en la adolescencia. Si en el amor que tengo a mis hijos el punto terminal de referencia soy yo (se trata de mis hijos), precisamente porque los quiero, y mucho, me implicaré de tal modo en su proceso de mejora… que acabaré por no respetar su autonomía (convirtiéndolos en un «apéndice de mi egoísmo», escribió Delibes) y vivenciaré cada uno de sus fracasos como una suerte de afrenta personal.
Mas, en la medida en que esto se lleva a cabo, pierdo la capacidad de observar al otro tal como es y debe llegar a ser y, más todavía, la clara conciencia de que mi papel no es sino el de servir al proceso de su propio perfeccionamiento, y que los protagonistas principales son el chico o la chica y, por encima de ellos, el propio Dios.
A poca experiencia que uno posea como padre o educador, advertirá fácilmente que en semejante planteamiento —muy natural, por otra parte, si no luchamos por superarlo— se elimina de raíz el abandono, que constituye el requisito imprescindible para que Dios actúe en el alma de nuestros hijos… y en la de cada uno de nosotros.
Pero sin la acción divina, todo nuestro esfuerzo no puede sino resultar tremendamente ineficaz, cuando no perturbador: del todo vano[18]. Y Dios no puede obrar cuando, en lugar de dejar que lleve Él la iniciativa de auténtico Maestro, pretendemos asegurar a toda costa —con un empeño inapropiado— el resultado de nuestras acciones de simples e inmaduros aprendices[19].
iii) Me explicaré mediante un par de ejemplos, uno más bien «materno» y el otro preferentemente «paterno».
Ningún varón con un mínimo de sensibilidad tiene dificultad en comprender la importancia sobresaliente que las madres de familia suelen conceder al orden de su vivienda. Y es que para ellas, el hogar no es tan solo el reducto donde podemos bajar la guardia, sentirnos incondicionalmente amados y restaurar nuestras energías para hacernos capaces de humanizar el mundo; sino también, y en estrecha unión con ello, una prolongación de su propia persona femenina o, si se prefiere, de su feminidad: de ese maravilloso afán de ser amable —en el sentido más profundo del término— y de hacer amable cuanto se encuentre a su alrededor.
Con todo, este no debe erigirse nunca en motivo principal del intento de que sus hijos (y esposo, en el caso) sean ordenados.
Sino, como es obvio, ha de moverla el adelantamiento que los hijos o el cónyuge experimentan al adquirir esta virtud y, con ella, incrementar su capacidad de amar… y ser así más felices.
Simplificando un tanto, la madre que impone el orden en el hogar más por sí que por sus hijos, acaba normalmente por resultar insoportable y hacer odiosa una virtud que, desgajada del amor, se transmuta más bien en manía. Por el contrario, cuando ocupa el primer término de su horizonte la ilusión de que los hijos progresen, relativizará la importancia de que «las cosas estén en su sitio», evitando muchos enfrentamientos y un cierto tono de lamento continuo, y, sobre todo, podrá hacer recaer su atención en otros factores configuradores de la personalidad de los chicos en los que sin excesivo esfuerzo pueden avanzar… hasta hacerse capaces de vivir la virtud —¡ahora sí!— tan anhelada por la madre, y que comienza no por el orden externo, sino por el de las ideas, las voliciones y los afectos.
Algo similar cabría afirmar de los padres de familia, cuando se proyectan excesivamente en los hijos y, por acudir a uno de los ejemplos más comunes, viven los fracasos escolares y profesionales de estos, según decía, como un agravio a ellos mismos —¡los padres!—, dificultando de esta suerte que los chicos aprendan el hondo sentido del trabajo y lleguen a hacer de la laboriosidad, entendida como servicio, uno de los elementos centrales en el proceso de perfeccionamiento de su entera existencia.
iv) Resumiendo y extrayendo una ley general: para que el amor despliegue su poder formativo es preciso luchar por hacer que gravite cada vez más sobre el bien de la persona querida y no sobre nuestro yo; combatir por tornarlo más desinteresado. Y tal vez la clave para lograrlo consista en considerar una y otra vez, hasta hacerlo vida de nuestra vida, que la verdad radical de aquellos a quienes hemos engendrado no es la de ser nuestros hijos, sino algo infinitamente más grandioso: ser hijos de Dios (que es otro modo de referirse a su condición de persona: «alguien delante de Dios y para siempre», con palabras de Cardona inspiradas en Kierkegaard[20]).
Porque sólo entonces cejaremos en el intento de hacerlos «a nuestra imagen y semejanza», los aceptaremos como son y permitiremos que el Espíritu Santo extraiga, con nuestra ayuda desinteresada o, al menos, sin nuestro estorbo, el prodigio de perfecciones —¡únicas e irrepetibles, no las nuestras!— encerradas virtualmente en ellos desde el mismo momento de la concepción[21].
4. En Cuanto otro: la entrega
a) El éxtasis del amor
El tercer momento del amor tal como lo describe Aristóteles guarda una estrecha relación con la entrega.
A menudo, tras las huellas de San Agustín, el amigo se define como un «alter ego», justo para mostrar hasta qué punto uno y otro se identifican. Más oportuno me parece describir el hecho como una salida de sí del amante, de suerte que, en lugar de trans-formar al amigo en sí mismo, es él quien adquiere la forma del amado: quiere al otro en cuanto otro y, en cierto modo, él mismo llega a ser el otro.
Como explica Cardona, «el amor es el éxtasis, es ser arrebatado por el amado, la fusión con él y la identificación con él y como él. El amor hace del amado un alter ego, o quizá mejor: hace de mí otro tú, me identifica con el tú […] y me hace vivir su vida»[22].
También desde este punto de vista se advierte en qué sentido amar es desaparecer en beneficio del ser querido.
b) Persona, don, gratuidad
Pero ahora me interesa apuntar, por las enormes repercusiones educativas que lleva aparejadas, que el «objeto» de la entrega amorosa no puede ser sino la misma persona que ama.
Lo ha expresado con maestría Pedro Salinas: «¿Regalo, don, entrega?» —se pregunta el poeta—.
Y contesta: «Símbolo puro, signo / de que me quiero dar. / Qué dolor, separarme / de aquello que te entrego / y que te pertenece / sin más destino ya / que ser tuyo, de ti, / mientras que yo me quedo / en la otra orilla, solo, / todavía tan mío. / Cómo quisiera ser / eso que yo te doy / y no quien te lo da».
A mi vez, suelo explicarlo así: a pesar de que todos tenemos conciencia de nuestra poquedad, e incluso de la ruindad y vileza de algunas de nuestras acciones, nuestra intangible condición de personas, con la magnificencia que lleva consigo, hace que nada sea digno de sernos ofrendado… más que otra persona.
Por eso, cuanto damos a nuestros hijos, que es el supuesto que nos ocupa, solo tiene valor y puede resultar eficaz en la medida estricta en que encarne nuestro propio ser y lo haga llegar hasta ellos. Si esto no ocurre, por más que el chico no lo advierta, en el fondo quedará defraudado, molesto y, tarde o temprano, desembocará en la rebeldía.
Sin embargo, en la sociedad de hoy es bastante habitual que los padres, inconscientemente egoístas o deliberadamente muy ocupados (actitudes ambas no demasiado lejanas), sustituyan la atención personal a sus hijos por regalos, incluso de un coste económico excesivo, o por concesiones… que algunas veces se sitúan en los mismos límites entre lo moral y lo inmoral: salidas nocturnas incontroladas, viajes también incontrolados con amigos y amigas, acceso a lugares o situaciones impropios de su edad y condición…
Todo ello a cambio de que los dejen en paz, de modo que los padres puedan disponer del mayor tiempo posible para su trabajo, sus distracciones, sus ausencias del hogar o de la ciudad de residencia y en última instancia…, disfrutar de su vida.
Los hijos piden y protestan si no se les otorga lo que solicitan. Pero en el fondo, lo que de veras anhelan —y lo confiesan a sus amigos y a veces a los adultos que logramos conectar con ellos— es que sus padres les hagan caso, que se ocupen de ellos, incluso que les prohíban aquello por lo que, cuando les sea negado, reclamarán de forma estentórea, porque «eso» —protestar— es lo que «deben» hacer… igual que los padres rechazar sin inmutarse la petición inadecuada.
Y es que, por decirlo de forma un tanto descarnada y agresiva, ninguno de nuestros hijos tienen derecho a ese conjunto de «concesiones» y «libertades», de muy distinto tipo, por las que claman. A lo único que tienen derecho, un derecho que nadie debería atreverse a quebrantar es, como antes sugería, a la persona de su padre y de su madre. Es decir: a su tiempo, a la atención real a los problemas que los ocupa y preocupa, al consejo nunca impuesto o avasallador, a que los padres les abran su propia intimidad y les consulten prudentemente las soluciones para sus propios problemas…[23].
Y todo lo que sea intercambiar esa entrega de la persona por la concesión de obsequios o situaciones despersonalizados equivale a sustituir el amor, siempre gratuito, por la compraventa y, volviendo a utilizar un término duro pero real, a la prostitución de nuestros hijos… y a la propia. Pues la lógica del intercambio es la propia de las mercancías, mientras que la que debe estar vigente entre seres humanos es la de la gratuidad, la del amor.
En ese juego «mercantilista» introducido en el hogar es muy difícil que se produzca la mejora de ninguno de sus miembros[24] .
5. El amor fundacional
a) El matrimonio, familia que origina familia
Constituye un principio clásico, normalmente aceptado, que lo que ha dado origen a una realidad (su causa, con palabras técnicas) es justo aquello que debe cooperar eficazmente a su mantenimiento y despliegue perfectivo.
En el caso que nos ocupa, la consecuencia es muy clara. Ninguna persona debería entrar en este mundo sino como fruto genuino de un genuino acto de amor entre otras dos personas: es decir, en una unión íntima dentro del matrimonio, como resultado directo del amor recíproco de los esposos.
El corolario educativo sonaría así: el motor de la educación de los hijos es desde el principio y seguirá siempre siendo el amor que se instaure entre los cónyuges (con toda conciencia digo cónyuges, y no padres, porque quiero referirme, justamente, al amor mutuo de los esposos en cuanto esposos… del que los hijos no son sino el resultado maravilloso y siempre gratuito, inmerecido).
Desde un punto de vista positivo, la psicología traduce esta realidad ontológica haciendo que, con mayor o menor conciencia y en consonancia con lo antes apuntado, para cumplir con su realidad de ser-familiar todo hijo ambicione introducirse en el «amor fundacional» de la familia en cuyo seno ha venido al mundo: en la corriente de amor que liga a sus padres. Cualquier otro deseo, por más que se cumpla incluso con creces, lo dejará insatisfecho, como podría mostrar con un buen montón de anécdotas, que estimo innecesarias porque cualquiera de los lectores podría acumular otras muy similares.
Lo que cualquier hijo quiere —y reitero con plena conciencia el verbo— es que sus padres se quieran entre sí. Por eso es tan difícil que un chico o una chica maduren cuando la armonía entre quienes le han dado (¡y dan!) la vida no alcanza ese mínimo capaz de asegurar que ambos están unidos por auténtico cariño.
b) Amor conyugal, amor familiar
Hace años que redacté un artículo cuyo título, bastante escueto, era el de «Amor conyugal, amor familiar». Como ya se intuye, en él intentaba mostrar que el tono de una familia (en el sentido más completo de ese término: desde la alegría y el buen humor hasta la felicidad más honda de quienes la componen) se encuentra determinado por la calidad del amor que se establezca en el interior del matrimonio.
O, desde un punto de vista aparentemente negativo, pero de enorme resonancia práctica, que, en condiciones normales, son los cónyuges los que originan, en un tanto por ciento elevadísimo, la existencia de conflictos en el hogar: no solo entre ellos, lo cual resulta bastante evidente, sino también en los hijos, entre ellos y los hijos y entre los propios hermanos.
Con bastante frecuencia, los padres acuden a un centro de orientación familiar, a los tutores del colegio o instituto, incluso al psicólogo o al psiquiatra, preocupados por un «problema» del hijo o de la hija. Pero no es raro que en la fuente de esa perturbación se encuentren ellos mismos, aunque difícilmente lo reconozcan.
De nuevo como ley general, con sus legítimas y obvias excepciones, puede hablarse de que el punto de incidencia para mejorar cualquiera de los ámbitos de una familia es el matrimonio y, dentro de él, preferentemente, el cónyuge que piensa no tener culpa alguna. O, al menos, que la acción más eficaz para salir de una situación problemática es el esfuerzo por mejorar uno mismo, para elevar la categoría de sus relaciones con el esposo o esposa y, desde ahí, las de todos los miembros de la familia, las de las familias con las que se relacionan y, en círculos concéntricos —aunque pudiera sonar exagerado— el conjunto de la humanidad[25].
Conclusión: el amor, principio y fin de toda educación
Termino con un par de ideas, expresadas casi a modo de aforismos:
a) Amar es… enseñar a amar
Si el fin de toda educación es ayudar a una persona a ejercer su libertad, a auto-conducirse hasta su propia perfección;
· y si la plenitud de cualquier ser humano (y su felicidad consiguiente) viene determinada por su capacidad de amar manifestada en obras («para este fin de amor fuimos creados», «al atardecer de tu existencia se te examinará del amor»);
· el amor no es exclusivamente el principio, sino también el objetivo supremo del quehacer educativo: educar equivale, en fin de cuentas, a amar, lo que a su vez se traduce en enseñar a amar: en hacer que cualquier persona se olvide de sí… de la única forma en que esto resulta hacedero: volcando toda su atención y su capacidad de querer en los otros.
b) Dilatar las fronteras del corazón
Desde este punto de vista cabría hacer una pequeña rectificación a la doctrina tradicional que concibe nuestro paso por este mundo como una especie de «prueba» para determinar si somos merecedores de la Vida futura. Estaríamos ante un Dios pequeño, casi raquítico. Estimo más bien que los años pasados en la tierra configuran la gran posibilidad que se nos otorga para que, al aprender a querer con hechos, dilatemos las fronteras de nuestro corazón, de modo que, al término, «nos quepa en él mucho más Dios» y seamos infinitamente más dichosos.
Cada uno puede intentarlo por sí mismo. Pero el modo más seguro y eficaz de lograrlo —probablemente el único— es el que acabo de apuntar: ponerse entre paréntesis, desaparecer en beneficio de los seres a quienes se ama.
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